1) Se aplica al terreno que está despoblado o sin habitar.
2) Se aplica al terreno que está sin cultivar o es estéril.
“Una pareja
sin hijos es como un jardín sin flores”, me dijeron hace poco. Lo he
escuchado tantas veces,
de diferentes bocas y con diferentes palabras, que mi reacción fue la misma de siempre. Una mirada cansada
fruto del hartazgo, y una sonrisa desmayada que en realidad
no quería reírse
sino vomitar. Ya no contesto.
Esbozo mi sonrisa que no quiere
ser sonrisa y miro hacia otra parte.
Es curioso que esas personas no se den cuenta.
Que no lleguen a comprender el absoluto desprecio
hacia las vidas ajenas que supone lanzar
al aire esas frases lapidarias que caen sobre mí como piedras, esas perlas de sabiduría cañí que se cuelgan al cuello muchas
mujeres, incluso jóvenes,
heredadas de generación en generación, de abuelas a madres, de madres a hijas. Esas mujeres que son madres
o que quieren serlo, me miran a mí, oh mujer desnaturalizada, fría, y sin valores, como un monstruo
de egoísmo insaciable que desayuna bebés y
almuerza chiquillos inocentes nunca mayores de dos años.
Cuándo me ven jugar con alguno, “¿ves como si te gustan”,
es peor, porque aún entienden menos mi decisión; si no desayunas ni meriendas niños,
¿por qué no quieres tenerlos?
Hace tiempo que entendí que explicarles que vine sin reloj biológico, que nunca me ha apetecido tener hijos y que
sigue sin apetecerme, es inútil.
Su mirada inclemente sigue ahí. Incluso
cuando te dicen “hombre, claro, si no quieres…”, siguen sin entenderte, porque ni siquiera
lo intentan. Sus palabras dicen una cosa y su mirada otra.
Su mirada dice “un hijo es lo más grande
que te puede pasar en esta vida”. No entienden que hay mujeres
que no necesitan un milagro para seguir viviendo, que no quieren
trascender ni tampoco
dejar en el mundo vestigios de su existencia, que viven el hoy sin la presión
del mañana, mujeres
para las que la vida es
ligera como una pluma, mujeres
que admiran a las que se atreven
a ser madres porque lo desean
por encima de todas las cosas, y que las miran con simpatía, aunque nunca reciban la misma
mirada a cambio.
Tampoco creo que el cine o la literatura ayuden.
No sólo se sigue educando
a las mujeres para, ante todo, formar una familia si quieren sentirse
completas, sino que esos son los
modelos repetidos hasta la saciedad
en libros y películas. Las mujeres que no desean tener hijos son minoría
tanto en el papel como en la pantalla grande.
Y cuando aparecen,
en su inmensa mayoría, con enormes ojeras
y cara de mala leche,
son mujeres medio taradas, misántropas, infelices y adictas
al trabajo, que no han encontrado el amor y que
odian a la raza humana
por encima de todas las cosas. Nunca
una mujer emocionalmente equilibrada, nunca una mujer con pareja
estable, jamás una mujer satisfecha. ¡Claro que no!, eso supondría admitir
que se puede llevar una vida plena sin tener
descendencia.
A las mujeres como yo se nos esconde
porque se nos considera yermas,
vientres dónde no ha germinado semilla,
seres que han ido en contra de su propia
naturaleza, contraviniéndola y reclamando un lugar en el mundo
que va más allá de su propia
vagina. No soy un terreno
inhóspito dónde no crece la hierba. No soy estéril
solo porque no haya
crecido un feto dentro de mí. Soy fértil en ideas, en vivencias, en ilusiones. Estoy llena de mí y presta
a compartir. Mi curiosidad me cultiva, me ayuda a crecer, y mis dudas y mis
contratiempos me ponen a prueba
y me fecundan, dando frutos
que con el tiempo
devendrán en experiencias. No, no soy yerma,
de ningún modo. Vivo dentro de mí, y desde
este que es mi lugar en el mundo, decido
cómo andar mi camino. Porque
yo, y nadie más que yo, soy lo más grande
que me ha podido pasar en la vida.