lunes, 19 de marzo de 2018

Un curso con mucha práctica por Mónica Sánchez


Cuando terminé mi carrera de Educación Primaria tenía solamente 21 añitos y muchas ganas de comerme el mundo. Mi primer destino no tuvo elección, así que cogí mis maletas y me presenté en Juviles, en pleno corazón de Las Alpujarras granadinas.

El autobús me dejó en la carretera que atraviesa el pueblo. Le pregunté a un vecino manco, que se encontraba tomando el fresco de una mañana de septiembre, y que vestía de negro de pies a cabeza con pañuelo al cuello y mascota en la cabeza, si me podía indicar donde se encontraba el centro de la población. Con más de 80 años, una mirada huraña y voz de tomar mucho whisky, me contestó «por la única calle que sube al pueblo, joé», señalando con la barbilla un camino que había justo enfrente.

Le di las gracias mientras él continuó ignorándo mi presencia, y ahí dió comienzo mi primer peregrinar. La calle era una cuesta parecida a la del terraplén de una montaña. Yo llevaba tacones de aguja, y en una de mis angostas zancadas, se me partió un tacón de raíz y me quedé cojeando del pie derecho. Para mi sorpresa en la aldea había más burros que coches. Hasta cinco pude contar en lo duró la travesía.

Continué mi camino disimulando mis patosos andares, con la maleta en una mano y el tacón en la otra, por si algún zapatero mañoso le pudiera dar arreglo. Entonces una señora gorda, con unas piernas como dos alforjas de esparto liadas, venía la cuesta abajo tirando de un burro cargado de patatas y verduras, y con buena disposición se dirigió a mí y me dijo:

- Muy buenas. Usted será la nueva maestra escuela ¿verá?. Que rica parece. Yo soy Gerónima, tengo 48 inviernos y la puedo subir al pueblo a lomos de mi platero, o ayudarla siempre que lo necesite. También vendo huevos y verduras, todo de mi huerto y mi corral. Y éste es mi chiquillo, tiene 18 años y se llama Paquino - me explicó, dándole un leve empujón en la espalda al muchacho para que diera un paso adelante.

El chaval era un gitano con la piel oscura y mate como un solomillo muy pasado, y una anchura de espalda que hizo las delicidas de mis ojos. Paquino me saludó con dos besos y los ojos puestos en mi escote, que en ningún momento tuve intención de tapar. Le di las gracias a los dos y continué la subida que me pareció la misma que hacen los alpinistas para escalar el Everest. La respiración se me fue volviendo intermitente, y el calor marcó con dos sombras de sudor mi camiseta color fucsia de licra ajustada.

Por fin llegué hasta la plaza mayor. Estaba completamente vacía, no había ni un solo alma, ni siquiera asomada a un balcón. Una farola con cinco faroles negros de forja la coronaba en el mismo centro, y en el suelo,  el escudo de la comarca hecho con piedras de colores.

Miré a un lado, miré al otro, y busqué algún cartel que me indicara donde podría estar la fachada del Ayuntamiento, que era donde debía presentarme. Entonces, un hombre que calculo tendría unos 27 ó 28 años, sin camiseta  y con un águila tatuada en su espalda, salió de un salón de juegos y se acercó a mí con paso lento, dejando en su corto recorrido dos salivazos que vertió a derecha e izquierda.  Se ofreció para acompañarme mientras se interesaba en demasía por mi bolso y mi equipaje. El consistorio se encontraba en la cara lateral de la plaza, por lo que no tuvo que realizar un gran esfuerzo con su intención, que agradecí con una sonrisa de hipocresía.

- Me llamo Aurelio,  para lo que gustes.

- Gracias - le contesté , recuperando mis pertenencias que él sujetaba con sus manos repletas de anillos de oro.

- Dentro pregunta por Rafaela, Fali para los amigos. Es mi hermana melliza, y esa está más «estudiá» que yo, así que te podrá contestar a  «to» lo que le preguntes, aunque, claro, es la única que hay por ahí adentro - terminó diciendo entre carcajadas cañís que le provocaron un golpe de tos carraspera que culminó con otro esputo en el acerado.

Fali era una joven con muletas que me recibió con una sonrisa tan grande como una media luna de verano.

- ¡Bienvenida ! ¿Tú debes de ser Patricia, la nueva profesora, no? -

Me contagió su ánimo y contenta respondí afirmativamente.

- Verás que bien vas a estar en este pueblo. Aquí se vive muy bien y muy tranquila. Este es tu contrato, y aquí tienes que firmar.

Al llegar a la casa que había alquilado por el tiempo que dura un período escolar,  la siguiente peripecia estaba ya cocinada. Había perdido, no sé de qué manera, la cartera con todo el dinero que me había dado mi madre para mi estancia en el lugar.

El colegio estaba en una pedanía cercana a la que se podía llegar en autobús. Así lo hice durante unos meses, hasta que un día Paquino se ofreció a llevarme en su vespa color azul. Me gustaba enseñarle mis muslos cuando subía a su moto. A los cinco días, una mañana después de salir de clase, Paquino me robó la virginidad embutiéndome en el asiento de su moto en un cercado repleto de ovejas.

«El moreno», como lo llamaba cariñosamente, fue un aliciente en mi primer destino como educadora infantil.  Nos hicimos amigos, amantes y hasta confidentes.

Un día me contó que su padre era el hombre huraño y malhurado de la carretera que se dedicaba a vigilar el ir y venir de los viajeros que transitaban por el pueblo. Y es que tenía un motivo bien entendible para hacerlo, ya que el anciano recogía y entregaba  paquetes, sirviéndose de la línea de autobuses que cubría ese trayecto, donde introducía armas de fuego con las que traficaba. 

El curso escolar fue enriquecedor. Los niños aprendieron conmigo y yo aprendí con los niños y con las historias de los cinco vecinos que todavía conviven en Juviles, con los que ya tengo poco contacto, excepto con Paquino, y es que es hoy, todavía, y sigo acercando a mis más íntimas fantasías los revolcones que me daba con él, cuando pierdo la líbido en la monotonía de mi matrimonio.

jueves, 8 de marzo de 2018

Más felices por Luisa Yamuza Carrión



A ti siempre te sentó bien el rojo. Tu tez morena y esos cabellos azabache combinan a la perfección con ese color. Mírate, estás preciosa con ese modelo. "El gris quizás sea más elegante" piensas "Pero a Damián le gustará el negro"

Mamá te vestía del color de las amapolas los domingos para ir a misa. Cuando llegabas a la iglesia, sujeta de la mano de papá, la abuela y las tías te miraban complacidas. "¡Qué requeteguapa estás vestida de rojo, Martita!" Luego, la abuela te sentaba a su lado y te acariciaba la cabeza. A veces se le enganchaban tus cabellos entre sus manos cuarteadas, pero te daba igual. Olían a lavanda. Ella siempre olía a lavanda. Damián prefiere las fragancias verdes. De hecho, su perfume recuerda la hierba fresca del campo al amanecer. A ti te embriaga ese aroma. Tú no usas perfume. No le gusta ninguno de los que has probado.

A la vera de la abuela estarías todo el rato, pero a los pocos minutos, papá te hacía un gesto y tenías que irte con él. Mirabas hacia arriba, él te estaba observando con los ojos muy abiertos y una sonrisa de lado, extraña, como si no fuera risa. Mucha gente sonríe así. Damián, cada vez más a menudo. A ti te gustan las sonrisas sonoras, las de boca abierta que enseñan la campanilla. Risas de verdad, como la de tu vecina Paca, que te envolvía con sus carcajadas seguidas de achuchones y besos insaciables allá donde te encontrara. Al término de la misa, volvíais los tres a casa precipitados. Te recuerdas con el cuello vuelto hacia atrás mirando a la familia. Sus rostros disimulaban el enojo. No querías irte y echabas el cuerpo hacia atrás. Pero la fuerza de la mano de papá era imbatible. Recorrías el camino de regreso con la cabeza baja, enfadada, pero sin soltar aquella mano dirigente.

Llevas veinte minutos en el probador. Un montón de prendas en tonos apagados han construido un nido asfixiante a tus pies y estás acalorada. Él ya te ha dado varios avisos. "¡No tenemos todo el día! Ni que fueras la novia. Llévate ya lo que sea. Total, nadie se va a fijar en ti” Le has oído decir desde el otro lado de la cortina. Pero tú estás embelesada con tu imagen en el espejo. No pareces tú. Hace años que no te veías tan guapa. Ni tan indecisa. " Ni se te vaya a ocurrir comprarte el rojo" te advierte elevando el tono. Seguro que todo el mundo ahí fuera se ha enterado. Te desnudas y te pones tu ropa con nerviosismo en el estrecho cubículo. Un poco más tarde, cruzáis el umbral de la tienda con tu traje negro en una bolsa de papel. "El negro va con todo" piensas. Te pondrás los zapatos negros, los que Damián te regaló por tu cumpleaños. Justo los que habías visto en la zapatería nueva del barrio. Él suele sorprenderte con esos detalles, se da cuenta de todos tus deseos. Ojalá tú supieras en cada momento lo que él quiere. Así seríais más felices aún.  



miércoles, 7 de marzo de 2018

El sapo por Luisa Yamuza Carrión



Apostado frente a mí, me observaba con expresión de incredulidad absoluta, como si le hubieran aplastado el rostro con un puñetazo de realidad.

Yo he reaccionado con cierta templanza. Estaba rodeado de revistas porno, era imposible disimular. Por muchas manos que hubiera tenido para esconderlas, se hubiera dado cuenta. Sobre mis piernas, abierto de par en par, un desplegable en el que un modelo lucía como único traje un casco de guerrero celta y una lanza amenazante con forma de serpiente en su mano derecha. Erguido sobre una roca, las piernas abiertas y esa mirada feroz, me tenían embelesado. Tampoco he logrado zafarme de la erección que brotaba del pantalón de chándal que acostumbro a llevar en casa. Cuando me he levantado para hablar con él, la vida propia de mi sexo no se ha amilanado.

            - ¡Por favor, papá, trata de calmarte! Piensa en otra cosa hombre y deja que eso se relaje- ha dicho desairado.

En ese momento he sentido mayor nerviosismo. Tenía la cabeza ardiendo. Me he girado hacia el sofá y he empezado a apilar las revistas. Trataba de hacer volver la normalidad. Pero Arturo no podía estarse quieto. Andaba dando zapatazos sobre el parquet de aquí para allá sin mirarme, aunque podía escuchar su respiración agitada desde mi asiento. Porque yo me he vuelto a sentar, esperando el rapapolvo mientras sacudía algunas pelusas de la sudadera. Entonces él ha tomado la iniciativa.

            - Pero papá, esto - ha vacilado- ¿esto qué es? - sujetando uno de los ejemplares de mi colección ante mis narices.
Yo no sabía por dónde empezar, la verdad.
            - ¿Desde cuándo? ¿Porqué? Yo pensaba que erais un matrimonio feliz. Bien avenido, con vuestras cosas, como todo el mundo. Pero, esto... ¿Lo sabe mamá? - Ha hecho una pausa y luego ha soltado- ¡Por Dios papá di algo!
Y se lo he contado todo.

            - Me gustan los hombres, desde que tengo uso de razón. Pero no vayas a creer que soy maricón, no. Es solo que me gustan los hombres. No lo puedo evitar. Cuando era niño me gustaban los superhéroes. Flash Gordon, Batman, Superman. Algo normal, si no fuera porque yo los miraba y me entraba un calorcito tan agradable. Lo mismo ocurría con Mazinger Z, ni cuentas le echaba yo a Afrodita. Pero lo que más me agradaba era jugar con Luca, el novio de Nancy la muñeca preferida de la tonta de mi hermana Gloria. Hasta que mi madre me pilló con los ojos desorbitados puestos sobre el muñeco desnudo y enfurecida, amenazó "¡si sigues con ese juego, lo reyes magos te traerán un sapo!" Desde entonces evité mis juegos, al menos en su presencia, pero fue en balde. La mañana del seis de enero de mil novecientos setenta y seis, mi regalo fue un repugnante sapo. Me deshice de aquél bicho de ojos saltones y piel resbaladiza aquel mismo día, pero no me libré de las burlas de mis hermanos durante días. Fue el día más triste de mi vida. Sin embargo, para desgracia de mi madre, lo mío no se quitó.

En primaria sentí devoción por don Alfonso, con su media melena y sus gafas metálicas a lo John Lennon. Y en la universidad elegí historia con tal de empaparme de las hazañas de guerreros bárbaros, turcos, romanos, galos, moros o lo que fuera. Los selyúcidas eran mis preferidos, imaginarlos en plena batalla me excitaba tanto. Y luego me casé con tu madre. Si, ya sé que resulta extraño. Me enamoré de ella por muchos motivos, pero más tarde llegué a la conclusión de que su mayor atractivo para mí era su aspecto andrógino. De hecho, cuando más disfruto en la cama con ella es cuando no se ha depilado. Y la muy tonta se empeña en quitarse todos los pelos ¡cosas de mujeres! Jamás le he contado esta debilidad mía, aunque es posible que lo sepa. Con el tiempo, la relación entre nosotros no pasa de ser cordial, lo hacemos casi por necesidad, cuando lo pide el cuerpo, nada más. No me quejo, es lo normal, o eso creo. Nunca le he sido infiel, lo juro. Con mis revistas me apaño bien, lo paso estupendamente y no causo mal a nadie. Pero si quieres puedes decírselo, no te lo tendré en cuenta. Ya no me da miedo el sapo.

Una nube de silencio ha cubierto la estancia por unos minutos. No sé cuantas veces he tragado saliva, ni cuánto tiempo ha pasado. Cuando ya me había sosegado, Arturo, recostado a mi lado, ha lanzado en un frágil titubeo.

            - Entonces...entonces ¿lo que me pasa a mí no es nada malo, papá?

Sin mediar palabra, he cubierto sus hombros con mi brazo izquierdo mientras en la otra mano sostenía el ejemplar nº 652 del BEST MEN´S, el del guerrero celta a tamaño gigante, y lo he puesto sobre las fornidas piernas de mi hijo. En los ojos llevaba la respuesta y él la ha entendido.

martes, 6 de marzo de 2018

Contra el mar por Carmen Gómez Barceló


Ángel lo había conseguido. Aprobó las oposiciones a farero aún sabiendo que esa profesión tenía los días contados. Tenía claro que  quería enfrentarse a la noche del mar, desafiarla. El recuerdo  de esa negrura lo había convertido en lo que era hoy, un hombre resentido. Y estaba dispuesto a vengarse y retar con la luz, la traicionera oscuridad de esas aguas.

Llegó allí después de atravesar caminos pedregosos cubiertos por la niebla. El faro estaba al borde de un acantilado. Era una torre soberbia sobre un lecho de piedras rocosas y horadadas  por  las duras envestidas  de las olas y sus rabiosas crestas de espuma blanca.

Tuvo que limpiar y adecentar el habitáculo y reemplazar la vieja lámpara por una nueva, más moderna, semiautomática. Sólo había que programarla y ella sola se encendería media hora antes del ocaso y apagaría su luz media hora antes de la salida del sol.

Remarcó el blanco y el rojo primigenio que coloreaba el torreón, devolviéndole el aspecto lozano de sus mejores tiempos. La decoración interior no la quiso quitar, simplemente le  limpió el polvo y lo dejó todo como estaba. Eran unas marinas descoloridas colgadas en la sala de descanso y una máquina de escribir en desuso esperando a que algún día, alguien hiciera taconear sus teclas, de nuevo.

Una vez, todo organizado, se dispuso a descansar. Era de noche y la luminaria que coronaba el faro cumplía con su cometido. Ángel, rendido ya, se quedó dormido unos segundos cuando un mal presagio lo despertó. Se acercó a la ventana y la oscuridad era total en el mar. Subió los 84 escalones en caracol en busca de la luciérnaga dormida, y la despertó a golpe de interruptor. No se explicaba el motivo del apagón.

De nuevo el faro barría con su luz los 128 grados y las 23 millas para que todo el que se encontrara pululando por allí, encontrara un punto de apoyo en su ruta. Para que nadie se sintiera sólo y perdido en la inmensidad. Para que todos llegaran a puerto. El océano no se iba a tragar a ningún navegante, al menos por esa zona, mientras que él fuera el farero de allí.

Pero otra vez, la oscuridad se tragó la luz. Incluso las de emergencia .De nuevo la subida en caracol, el pulso en la sien, el corazón a 100… tocar el pulsador y…hacerse la luz  por segunda vez en la noche. La escena se estuvo repitiendo durante muchas jornadas más. Ángel estaba agotado, pero no estaba dispuesto a permitir que la voracidad de aquellas aguas, volviera a acabar con la vida de nadie por la ausencia de destellos de un faro.

Viendo que no era capaz de subsanar la avería, informó a las autoridades portuarias del suceso. Les pidió que gobernaran ellos  el faro en forma automática desde la central. La lámpara se encendería  cuando detectara la interrupción. Eso, aunque le quitaba encanto a su oficio, le tranquilizaba.

Pero el mar tenía hambre de hombres y no se iba a rendir tan fácilmente y se alió con la tormenta que alimentaba las olas y estas crecieron y crecieron. Y como si de una venganza se tratara, tomaron impulso y golpearon al regio torreón una y otra vez con toda la bravura de que eran capaces y golpe a golpe, derribaron el faro, destrozaron su luz y las aguas en su oscuridad se fueron tragando insaciables , cascotes blancos y rojos,  conduciéndolos a la soledad del fondo marino.

Pasó la tormenta y se calmaron las aguas. Ángel supo entonces de su pequeñez y la aceptó. Se marchó convencido de que quisiéramos o no, la fuerza del mar siempre iba a tener la última palabra. Y  si aquél día quiso engullir a su padre cuando volvía de pescar en la oscuridad de la noche,  ningún faro con toda sus luminarias, podía haberlo evitado.

lunes, 5 de marzo de 2018

El nicho por Carmen Gómez Barceló



Era el año 3018 en el planeta tierra y dormir de noche era cosa de un pasado remoto. El sol estaba acercándose demasiado. La vida en la superficie era literalmente mortal. Los campos, secos y agrietados no albergaban vida, ya. Los ríos y los lagos, se protegían a duras penas de la brutal evaporación, sacrificando sus colores azules y grises por  bolas de plástico negras que cubrían horriblemente su superficie. El agua cristalina corriendo a su antojo  entre los verdes valles, eran leyenda.

Ahora todo era tierra seca en el planeta. Solamente durante la noche, cuando la temperatura lo permitía, era posible salir a la superficie. Allí se reunían los haraposos supervivientes para contar leyendas de un tiempo lejano, bebiendo orujo de patata y estirando sus entumecidas piernas, caminando por espacios  derruidos, iluminados por múltiples árboles solares. 

Los magnates que durante siglos habían dominado la economía mundial, habían podido sufragarse el viaje a otros planetas  y con ellos, sus aliados, familiares  y servidores. Pero los que siempre fueron pobres, lo seguían siendo más y la única forma de sobrevivir en este infierno era resguardarse de las llamaradas del sol.

 Los Enterrados, que así se llamaba la comunidad que sobrevivía bajo tierra, habían conseguido construir ciudades dormitorio bajo la superficie terrestre. Se trataba de larguísimos túneles excavados  en espiral en cuyas paredes se habían  horadado espacios reducidos dónde sólo entraba una persona tendida. Estos espacios se llamaban nichos y se utilizaban únicamente para dormir durante el infierno en el que se había convertido el día en el planeta. Conseguir el espacio del nicho, era motivo de continuas disputas entre los supervivientes.

Se acercaba el temido amanecer y Max  se preparaba para dormir. Necesitaba descansar después de otra dura noche de trabajo. Cultivar vegetales en bateas bajo lámparas de sodio requería atención constante. Éste era su misión en la comunidad y estaba agotado. Comió la ración establecida, refunfuñando como cada día. Comer era lo más importante para él, después de respirar.

 Era fuerte, por lo que  era difícil arrebatarle el sitio. Jeffrey, otro joven superviviente no lo era tanto, pero era listo. Se las ingeniaba para otear la sala de control diario  de vivos, muertos y no aptos  de su zona y cada vez que se quedaba libre un hoyo, él se apresuraba a ocupar el sitio antes de que la autoridad lo adjudicara según criterio. El criterio siempre era el mismo. Amigos y familiares de los ocupantes.

Cansado ya de ir de nicho en nicho, Jeffrey decidió que el que ocupaba Max, sería perfecto para él. Sabía de la debilidad del chico por la comida y le propuso  algo.  -Oye, puedo traerte  todos los días algo delicioso para acompañar a la ridícula ración de comida que nos dan aquí. -¿A cambio de qué?- preguntó el ocupante del hoyo. -A cambio de una autorización firmada para que cuando tú dejes de ocupar tu nicho, lo pueda ocupar yo- dijo Jeffrey –Pero tendrás que esperar a que me muera, y eso te aseguro que tardará en llegar. Pero mira, acepto. Contestó soltando una carcajada,  sin llegar a comprender muy bien la propuesta del chico.  Todos los días, Jeffrey se encargaba de añadir al menú de su compañero, compuesto por  hongos y murciélagos, una ración extra de grasa de oso y sal. Así, después de un tiempo, un día, casi sin darse cuenta, el muchacho no cabía en su hueco, traspasando así  una de las normas de convivencia en la ciudad subterránea, 2”No sobrepasar la envergadura estándar para poder ocupar un nicho.

El chico,  lo intentó de mil maneras, encogiendo la barriga hasta quedarse sin aire, intentando entrar de costado, boca abajo, encogiendo las piernas… Pero todo era inútil, no entraba en su hueco de ninguna manera y la patrulla de seguridad estaba a punto de pasar revista.

Max fue expulsado del nicho sin miramiento a pesar de que juró a los guardias no volver a comer en una semana. Se vio de pronto fuera del sistema subterráneo. El tosco ropaje que le cubría por completo impedía que los rayos solares atravesasen su epidermis, pero no mitigaban los ochenta grados que hacían bullir su sangre hasta reventar sus arterias y convertirlo en un charco de sangre seca.

Jeffrey y su menudo cuerpo habían conseguido estabilizar la supervivencia un poco más.

sábado, 3 de marzo de 2018

Lita y Leo por Luisa Yamuza Carrión


En cuanto dejamos el Mustang en el gigantesco aparcamiento del ferri subimos a la cubierta. Recibir el aire fresco del mar me sentó de maravilla. Leo llegó al rato. No me había dado cuenta de su ausencia.  Tenía la cara limpia y el pelo, muy negro, peinado hacia atrás. Se había cambiado de camiseta. Ahora tenía una con la lengua de los Rollings "No puede ser más rockero, el tío" pensé divertida. Increíblemente, olía bien, a hierba fresca. Traía una manta de cuadros, no sé de dónde la sacaría. "¿Nos sentamos en aquella hamaca, nena?" Qué ridículo me sonó, aunque el tono de su voz me sorprendió. Ronca, con cuerpo, me pareció seductora.  "Bueno" respondí.  La manta nos vendría bien, estaba atardeciendo y empezaba a hacer frío.

Cubiertos y pegados el uno al otro permanecimos un tiempo sentados oteando el horizonte mientras el sol se despedía de nosotros. El leve movimiento de la nave actuó de relajante natural y nos apeteció tumbarnos. Su cuerpo junto al mío a todo lo largo. Agradecí su calor corporal. Un brazo debajo del cuello, el otro sobre mi vientre.  Giré la cabeza hacia el lado contrario y podía notar la respiración de Leo cerca del oído. Luego le escuché cantar, bajito, en un susurro. Su voz, perfectamente entonada, me recordó a Elvis. Estaba segura de que era una de sus baladas, aunque no era capaz de reconocerla. 

Un escalofrío de calor se instaló en mi espina dorsal. Entonces, sin saber cómo, empezó todo. Las piernas enroscadas, la mano entrometida en mis muslos, el abrazo de su pecho.... "Leo, esto..." logré balbucear antes de volverme hacia él. "¿Lo dejamos?" respondieron sus labios aflojados de gusto. Negué en silencio porque ya no podía parar. Bueno, no quería. Y él lo sabía. Las gotas de sudor debajo de las tetas y en las axilas, mi boca era una fragua, los músculos tensos. Nos desnudamos. "No pares ahora" suplicó excitado.  Un golpe de mar propició el primer envite ¡Qué sensación! Luego, Leo marcó el compás, al estilo de black blues, y le seguí, olvidada de mi. Así, dentro el uno del otro, estuvimos no sé cuánto.  Los pezones punzantes por sus mordiscos y sujeta a sus nalgas, me resistía a llegar al final. La música en su voz no daba tregua a mi excitación. Y la muerte se adueñó de nosotros. Esa muerte de placer que tan pocas veces nos alcanza. ¡Quién lo hubiera dicho de aquél viejo rockero!

El ferri llegó a Tánger siendo ya noche oscura. El Mustang derrapó en el puerto levantando una nube de polvo.  A mí me sorprendió la inercia y lancé una carcajada. Aún sentía el cuerpo vibrante y húmeda la ropa interior. Leo tenía los ojos brillantes y en la boca la expresión de la satisfacción.
"La chinita está dura como el mármol, pero la he hinchado a bocados. No podía imaginar que me dejaría hacer, pensé que me sacaría la pistola otra vez. Me ha dejado seco, la tía. Al final casi no se despierta del gusto ¡Vaya susto! he estado a punto de enchufarle otro chute de insulina"

Los viejos rokeros nunca mueren por Luisa Yamuza Carrión



Serían las cinco de la mañana cuando salí de aquel antro. Mis compañeros se habían largado ya. Yo estaba contento porque llevaba unos cuantos billetes en la cartera. Esta vez el dueño nos había pagado sin tener que partirle las piernas. Algunos siguen pensando que los músicos vivimos del aire, los muy cabrones. La noche había estado tranquila, poco público y muchas cervezas. Yo qué sé cuantas me trincaría. En cuanto me dio el frío de la calle todo el líquido bebido quería salir con urgencia. Solté la guitarra y regué la rueda trasera de un Cayenne que estaba allí mismo. Luego busqué mi coche. Tardé en recordar que lo había aparcado en un callejón. Anduve el trayecto a duras penas. Las suelas de las botas parecían pegarse al asfalto y los pantalones se empeñaban en escurrírseme. 


Tengo que perder unos quilos ¡joder! Encendí un cigarro por tal de sentir algo de calor y ¡mierda! me saltó una pavesa en la chupa de cuero. La pobre está hecha polvo, ni me abrocha siquiera, pero le tengo cariño. Me la compré hace mil años con la pasta de un concierto en Leganés ¡Qué conciertazo aquel! Esos era los buenos tiempos del rock. Ahora todos se dedican a copiar, tributo lo llaman ¡y una mierda! que no hay alma ni ritmo ¡ni leches! Sólo interesa la pasta. Eché mano de la cadena de las llaves. Fue sacarlas del bolsillo y caerse justo en un charco de grasa. Tiré de ellas y las limpié en el pantalón. Abrí el coche, lancé la funda del instrumento en el asiento de atrás, me senté delante del volante y cerré ¡Qué gusto! Arranqué el motor y esperé, acurrucado, a que la calefacción entonara el ambiente. Traté de templarme las manos entre los muslos y las fundas de pelo de tigre. Pasados unos minutos inicié la marcha despacio, no tenía prisa. Atravesé el polígono dejando un rastro de humo que salía del tubo de escape. El primer semáforo que encontré tardaba horrores. Agarré el volante con las dos manos y eché el cuerpo hacia delante. "¡Cómo podía tardar tanto si no había ni Dios!" maldije.

En esas estaba cuando ella entró en el asiento del copiloto y apuntándome con una pistola me dijo con un acento raro "¡arranca tío, no viene nadie!" y cerró de un portazo. No lo pensé dos veces y aceleré. El motor rugía a ochenta en dos segundos. Ella no se amilanó "ese es un buen ritmo, tira hacia la autopista del sur" No solté palabra, asentí con unos cuantos movimientos de cabeza. De repente estaba fresco como una rosa. El pie tenso en el acelerador. La mirada fija en el parabrisas. Abrió la ventanilla "Joder, tío, que peste a tasca" Noté que me miraba con asco. No era la primera vez que me miraban así. A las mujeres de hoy en día no les gustan los viejos rockeros ¡a la mierda con ellas! A esta le hubiera dado una ostia, pero tenía una pistola, así que me aguanté.

Según fue pasando el tiempo y conseguí calmar los nervios, eché un ojo a mi derecha con disimulo. Vi los zapatos de tacón y las medias negras. Y luego el anorak plateado ceñido a su cuerpo. El bolso enorme sobre las rodillas y la pistola apuntando en mi dirección, bien sujeta.  Alcé la vista y descubrí un rostro blanco y afilado, el pelo corto hacia un lado ocultaba sus facciones. Cuando le dije que nos quedábamos sin gasolina me miró y vi que la tía era china o japonesa, asiática, vamos. Tendría treinta y tantos, casi cuarenta "Para en la próxima gasolinera" ordenó con frialdad. Eso hice. Luego seguimos el viaje. Un disco de AC/DC era el único sonido que me acompañaba. El Mustang pidió descansar un par de veces, "está viejo como el dueño", me atreví a bromear. La china ni se inmutó. No se bajó ni una sola vez del coche ni se le descompuso la postura ni dejó de apuntarme con el arma.

Sin embargo, llegando a Algeciras, empezó a moverse en su asiento, como si le quemara. Agarró mi brazo con fuerza y sentí su mano sudorosa "Llegamos tarde, acelera ¡al puerto!" casi suplicó. Por mucho que pisé el acelerador, el carro no daba más de sí. Llegamos en pleno medio día "¡Ya estamos!" dije con cierto orgullo y la miré. Entonces comprobé que estaba apoyada sobre el cristal de la puerta. La pistola y el bolso cayeron sobre sus pies. La zarandeé. No reaccionaba. Eché su asiento hacia atrás. Abrí todas las ventanas. 

Le palmeé la cara ¡Joder el calor que hace en Algeciras! Por suerte, mi raptora se espabiló lo justo para decirme que era diabética, que tenía una bajada y que le pusiera la dosis que estaba en el bolso. Busqué allí y encontré el kit de insulina, extraviado entre cientos de billetes de cien y de quinientos, como había imaginado. Después le di el chute. Cuando se recuperó me contó que huía de la mafia china y que tenía que subir a un ferri antes de que acabara el día. África era su última oportunidad. "Me gusta esa camiseta de Led Zeppeling" dijo al terminar de contarme su historia. Vaya, algo en común. "¡Ostia, Africa! nunca se me había ocurrido viajar a África ¿Les gustará a los negros el rock?" pensé mientras esperábamos para comprar el ticket a Tánger. Lita, que así se llamaba, tenía mejor aspecto. Me fijé en sus ojos oscuros y decididos. Los cabellos lisos sobre la piel blanca y delicada. Parecía una muñeca de porcelana. Me vino a la cabeza la imagen de su muslo pétreo y suave al inyectarle la dosis. Me mareé. Sentí un cosquilleo nervioso en el bajo vientre "¡Ostia, ¡qué buena está la china!" me dije.

"¿Cuántos pasajes desean?" oí decir al empleado que sudaba como un cochino tras los cristales de la cabina metálica. "¡Dos de ida!" respondí antes de que Lita pudiera reaccionar. Ella puso el dinero sobre el mostrador. Cuando el empleado soltó la vuelta y los dos pasajes, giramos en redondo y nos dirigimos hacia mi máquina. Subimos y nada más arrancar el motor, Lita suplicó "Pero cambia el disco ¿no?" Solté una carcajada y puse uno de Aerosmith, perfecto para cruzar el estrecho en buena compañía.

viernes, 2 de marzo de 2018

Balidos de esperanza por Maria del Mar Quesada Lara


El viejo escritor era un elemento más del bosque. Siempre iba ataviado con su pantalón marrón, jersey verde de pico encima de su camisa blanca y un sombrero protector. La empuñadura de su bastón era la talla del cuerpo desnudo de una mujer, ya no recordaba cuando lo había tallado, pero si conocía aquel cuerpo mejor que el suyo propio. Su equipaje diario consistía en un cuaderno con tapas en piel, lápices y lupa; el bosque escondía en sus entrañas miniaturas que podía dibujar y luego imaginar en sus escritos. Su cuerpo delgado y gastado por el uso era solo el continente donde residía su espíritu, mientras le sirviera para dar su caminata, se atiborraría de todas las pastillas que le indicaba su médico. A veces se preguntaba cómo no lo habían detenido ya por consumo de drogas, aquel arsenal de medicamentos y pastillas eran la envidia de cualquier joven drogadicto.
Todas las mañanas Lana lo despertaba con un simulacro de beso y su peculiar buenos días, ella era su despertador y su coach, siempre le animaba a salir. Cuando ya estaba vestido y había desayunado su café amargo acompañado de la dosis diaria de estupefacientes sin tostar, el viejo escritor le preguntaba a su compañera de excursión:

-          ¿Qué? ¿Voy hasta el arroyo hoy también?
Y ella contestaba:
-           Beee....beee”.
-          ¡Que intensa eres Lana! No hay un día que me digas que no vaya.



Lana era una cabra de piel blanca y suave con una mancha marrón en un ojo. El escritor se la había encontrado en el bosque el primer día que descubrió el puente de madera del arroyo. Durante la caminata era ella quien marcaba los tiempos de paseo, ya que se paraba a comer briznas, subir peñascos y descansar, mientras él aprovechaba para observar la naturaleza a través de su lupa, para dibujar o para escribir. En línea recta el arroyo estaba a una media hora de su casa, pero al paso de Lana, con sus idas y venidas, el trayecto podía durar dos horas. El final del camino siempre era el puente del arroyo, el escritor llegaba hasta allí, metía la mano en su bolsillo y lanzaba al arroyo uno de los botecitos que había contenido sus pastillas. Dentro un mensaje escrito. Siempre el mismo:

“Te llevaste la llave de mi amor el día que te subiste aquel avión. La cerradura de mi corazón se está oxidando con el tiempo. ¿Cuándo vas a volver para abrir el cofre donde dejé depositada mi inspiración?

Una vez desaparecía el bote con sus esperanzas en la corriente, retomaba el camino de vuelta. Nunca cruzó el puente por temor a caerse a causa del deterioro de los tablones, no fuera que algún día llegara el cerrajero de su corazón y él en vez de estar en casa estuviera en un hospital. Llamaba a Lana con un chiflido, el animal pocas veces acudía a su encuentro, pero se la escuchaba decir: “beee…beee” y el viejo regresaba a casa. Lana la mayoría de las veces llegaba tarde y él la esperaba sentado en una mecedora de nogal que tenía en el porche.

Una tarde de otoño, Lana llegó más tarde de la cuenta, junto a su pequeño cencerro, atado con un cordel rojo, había un bote con un rollo de papel dentro. El escritor lo abrió, lo desenrolló y leyó su mensaje.

Mañana, espérame en el aeropuerto donde nos despedimos, aún conservo tu llave.


Por fin sus deseos y anhelos iban a tener respuesta, miró a Lana y le preguntó:

-          ¿Crees que debería ir mañana al aeropuerto?
-          Bee…beee
-          Tú sí que sabes, querida Lana.

Al día siguiente Lana fue a darle su beso matutino al viejo escritor, pero éste no despertó. Su corazón oxidado no pudo más y la inspiración que voló en aquel avión no llegó a tiempo, tal y como él temió siempre.

Lana se quedó a su lado balando: “bee…bee…bee”.
Él ya se había ido.

jueves, 1 de marzo de 2018

La gran decisión por Rosa Olea



Por fin Andrés ha tomado la decisión de su vida. A punto de cumplir treinta años cree llegado el momento de tirar la toalla. Se acabaron los buenos propósitos, terminó para él el tiempo de la esperanza y la lucha por conseguir una vida mejor. Desde ahora renuncia a los valores que le han acompañado durante su infancia, siempre nadando contra corriente por defender la honestidad y la confianza en un futuro dentro de la ley.

En su barrio cada día es una lucha por la supervivencia. Sólo hay dos opciones: o sigues la inercia del clan o eres un apestado. Y ya se cansó de ese papel que no le ha traído nada bueno. En el colegio prestaba especial atención a las explicaciones del maestro, intentando retenerlo todo en su memoria, a sabiendas de que en casa era imposible ponerse a estudiar. Es más que probable que tenga una mente privilegiada porque a pesar de todos los obstáculos, consiguió su certificado. Salió al mundo convencido de que su etnia no sería un impedimento para alcanzar sus sueños, pero la realidad parecía empeñada en demostrarle lo contrario. Todos sus intentos por conseguir un trabajo resultaron vanos. En primer lugar, tenía que ocultar sus intenciones a su gente, luego presentarse a las entrevistas y finalmente digerir la frustración del rechazo. 


Tuvo que escuchar todo tipo de comentarios hipócritas a modo de justificación para negarle cualquier oportunidad: que si lo sentimos mucho pero no da el perfil adecuado, que si en estos momentos no hay nada disponible, vuelva dentro de un mes, quizá entonces tengamos algo, que si debería cambiar su aspecto, que su imagen no es la apropiada, etc. Cualquier excusa con tal de no decir abiertamente que un gitano no tiene cabida en el mundo laboral.

Así que se acabó. Esta mañana se ha echado a la calle dispuesto a todo. Se siente un poco nervioso y palpa de manera compulsiva el bolsillo de su pantalón. Sigue ahí, se dice para sí, mientras camina a grandes zancadas olvidando el frío. Ahora se trata de elegir a la víctima adecuada, el momento y el lugar. Observa con atención a su alrededor y tras descartar a la anciana que empuja su carrito camino de la compra, a los chavales cargados con mochilas que se dirigen al instituto, a la empleada de hogar que se apresura para no llegar tarde al trabajo, al jubilado que pasea a su perro de buena mañana y también al joven que se desplaza en su silla de ruedas, piensa que la tarea es más complicada de lo que creía. Por fin, al doblar la esquina del callejón amparado en la penumbra de un amanecer que tarda en clarear, se acerca a un viandante bien trajeado. Debe ser un empleado de banco, seguro que lleva la cartera repleta de billetes, y sin pensárselo dos veces, saca la navaja y coloca la punta en la espalda de su víctima. 

El hombre lleva un abrigo de paño tan grueso que no se da cuenta de la amenaza y no reacciona. Andrés tiene que apretar el objeto punzante y se hace daño en la muñeca, pero no hay tiempo para lamentos. La cartera, dice en un susurro, parece que le falla la voz, carraspea y lo intenta de nuevo; la cartera, repite, tratando de adoptar un tono intimidatorio, entonces el asaltado se vuelve y sonríe: -Hombre, por fin estás donde te corresponde, le espeta en plena cara y él se echa a temblar y casi se mea en los pantalones al reconocer al comisario de policía.

En estos momentos, acurrucado en el asiento trasero del furgón que lo lleva camino del calabozo, Andrés sólo tiene un pensamiento en su mente: no sirvo ni para elegir a mis víctimas.