jueves, 19 de septiembre de 2019

¡Regresamos!

Comienzan las nuevas ediciones del Taller de Escritura Creativa de Montequinto

Este año, con varias novedades: 

  • Dos niveles: Inicial y Avanzado
  • Actividades literarias fuera de clase.
  • El rincón de recomendaciones: libros, películas, series, etc.


¡Bienvenidos!



lunes, 29 de abril de 2019

La loca, por Carmen Gómez Barceló



La llamaban la loca. Manuela era una mujer alta, delgada y valiente. Tenía dos hijas a las que arropaba con su gran pañolón negro de lana, cuando salían a buscar comida los días de invierno.

Le llamaban la loca porque ella era toda pasión, pero sobretodo, por la obsesión entre amor y posesión que sentía por su marido. La verdad es que era difícil entender tanta devoción. Él, Rafael era un hombre de baja estatura. Su piel lucía oscura y cuarteada por tantas horas en altamar a merced del sol, el viento y el agua ya que el hombre era pescador.

Fumaba en pipa. Quizás  fuera esa manera tan peculiar de echar el humo despacio, con la mirada perdida, lo que hacía que Manuela estuviera siempre al acecho. Pendiente de su mirada. Tratando de adivinar qué pensaba. Qué significaban esas ausencias perdidas en el humo del tabaco.

Rafael pasaba 6 meses en tierra y 6 en el mar surcando las costas de Marruecos y Mauritania llenando las redes de aquél pesquero. Eso significaba el pan de su familia. Un pan que escasamente se podía encontrar en los duros años de la posguerra en algunas ciudades de España.

Cuando se quedaba en tierra, Rafael se ocupaba de sus pájaros. Decenas de jaulas de canarios y jilgueros colgaban de la pared del patio de la casa de vecinos dónde vivía. Cada mañana los atendía limpiándolos y alimentándolos. Manuela solía decir que su marido hablaba más con sus pájaros que con ella. Y es que ciertamente Rafael era un hombre de pocas palabras.

La casa de en la que vivían estaba situada en un conocido barrio de la ciudad de Cádiz, denominada  la otra Habana por la similitud con esta ciudad de Cuba.   

Desde el portalón de entrada de la casa, se podía ver un patio con solería de mármol resquebrajado. Un aljibe ocupaba  el centro. De aquí se cogía el agua que surtía a todos los vecinos.

La casa constaba de dos plantas y una escalera que comunicaba el patio con la azotea. En la planta baja había dos viviendas, una en frente de la otra. En una de ellas vivía Manuela y su familia, en la de en trente, La Pepa con la suya. Enemigas desde el primer día en que Manuela sospechó del interés de ésta por su marido. También se encontraban en esa planta un retrete, la cocina y los lavaderos. Todo esto era zona común para todos los residentes. En la planta alta se encontraban habitaciones individuales dispuestas una al lado de la otra. Cada una de ellas ocupada por una familia. Estaban delimitadas por una barandilla, desde donde las mujeres hablaban unas con otras sobre cómo conseguir productos de estraperlo, la zurrapa del café que tiraban los bares para rehervirla y las cáscaras de los plátanos y las patatas para poner la comida. Eran los tiempos del hambre en España.

En la planta baja, la tensión era constante. La Pepa era la pesadilla de Manuela. Cada vez que Rafael salía a arreglar sus pájaros, La Pepa lo observaba desde su puerta entreabierta.

Una mañana, Manuela se percató de que los pájaros estaban desatendidos y la puerta de su vecina casi cerrada. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia la entrada e irrumpió sin permiso en la estancia. El cuarto estaba ordenado y limpio, como siempre, pero la cama grande estaba deshecha. De un manotazo levantó la cobertera y encontró lo que nunca habría querido ver, a su Manuel revuelto con su odiada vecina.

-¡Hija de la gran puta!-dijo cogiendo a la mujer del pelo y tirando de ella con fuerza. -¡La madre que te parió! vas a ver lo que le pasa a las guarras como tú- y arrastrando  por el suelo a su vecina, abrió la tapa de la alcantarilla  del lavadero y la metió allí de cabeza.

Con los ojos desencajados, despeinada y casi muda, se dirigió ahora hasta su marido.

-La loca me dicen… porque no puedo vivir sin ti, que tienes la culpa de toítos mis males. Malas puñalás te den, cacho cabrón, que tan jartita me tienes. Y mira que eres chico, y hasta feo, pero no sé qué me has dao pa quitarme las tapaeras del sentío. No estaba tan loca por desgracia.  Ahora sí que me has vuelto majareta de verdad. ¡Al carajo! ¡No vuelvas por aquí, ya no quiero verte nunca más!
Mientras ocurría esto en el cuarto de La Pepa, los municipales, alertados por la vecindad, levantaba la tapa de hierro de la alcantarilla, sacando a La Pepa por los pies, sin vida, ya.

-¡Alto ahí Manuela!- Gritó el guardia dirigiéndose a la causante de la desgracia.

Manuela, haciendo caso omiso al guirigay que había montado en el patio, se dirigió hacia la pared de los pájaros, abriendo una a una todas las jaulas.- ¡A tomar por culo!- dijo mientras los pajarillos dudaban si salir o no de las que desde su nacimiento habían sido sus casas.

Seguidamente, la mujer, deshecha, salió esposada hacia el cuartelillo.  Rafael observaba la escena.  La luz se reflejaba en las gotas saladas que recorrían sus mejillas.

martes, 12 de marzo de 2019

La estupidez de viste de plomo, por Carmen Gómez Barceló.


B3 ha encontrado hoy una máquina con caracteres alfabéticos que se levantan al pulsarlas y tocan un rulo oscuro y la ha traído aquí, a este agujero.

Unos dicen que es un artilugio musical, otros apuestan por un artefacto de espionaje anterior a la mítica Enigma aunque yo no le encuentro sentido alguno.

B3 es un elemento inquieto que a veces sale a la superficie en busca del mar. Le gusta sumergirse en el océano. Allí encontró la extraña máquina, en un antiguo edificio de Cádiz, una ciudad que desde el año 2100 se encuentra sumergida en el mar a merced de las impetuosas corrientes marinas, bajo el rugir de las olas.

La curiosidad siempre me pudo y por eso decidí volver al lugar donde apareció la extraña máquina. Quizás encuentre alguna pista que nos ayude a solucionar el misterio, pensé. Esperé a que llegara la noche, me puse la pesada túnica plomiza sobre el traje acuático, me cubrí la cabeza y el rostro y comencé mi andadura sobre la inhóspita tierra seca, atravesando lo que hacía cientos de años había sido una ciudad donde parece ser que se podía vivir en la superficie. Nadie pensó que el sol, amigo y creador de vida un día se convertiría en el peor enemigo que tuvo nunca la tierra además de absurdas guerras por el poder que acabaron sembrando el planeta de cabezas nucleares, exterminándolo todo. Y nadie pudo sospechar que los miserables nos veríamos obligados a sobrevivir bajo tierra, casi enterrados en vida y  que los privilegiados escaparan en sus poderosas naves hasta otros planetas lejanos dejándonos en la más absoluta precariedad.


Estuve caminando toda la noche. Miré al cielo que pintaba nubes amarillas. Era de mañana cuando llegué a lo que un día fue Cádiz. Me introduje en el mar y buceé buscando el habitáculo como me instruyó B3. Apenas necesitaba oxígeno después de tanto tiempo casi sin aire. A pesar del desapacible elemento, la bravura de sus aguas y sus monstruosas olas, conseguí llegar al sitio y encontré la casa. Toda su arquitectura estaba tapizada de conchas adheridas, crustáceos y algas que le otorgaban un aspecto tétrico y oscuro. Recorrí la estancia buscando algún vestigio del pasado y de pronto vi cómo en un rincón descansaba un cofre cerrado. Cogí una piedra y golpeé el candado hasta que se abrió dejando salir papeles escritos. Rápidamente los abarqué con mis manos y regresé a mi refugio. Una vez allí los puse a secar, había hojas sueltas y libros antiguos. Las letras impresas allí se podían leer y en cada página, un nombre, Rafael Alberti. Agradecí que la escritura no hubiera desaparecido de nuestro mundo aunque se mantenía viva por pura necesidad. Los diferentes grupos de humanos que malvivíamos en los agujeros, nos comunicábamos a base de notas escritas que un correo se encargaba de llevar y traer.

En ese libro antiguo se hablaba de palomas. Nosotros, los miserables, no habíamos visto nunca una paloma ni nada que surcara los cielos excepto los drones vigilantes, aunque nunca supe para qué necesitábamos vigilancia ni por parte de quién.

 Hablaba también el libro de caballos que galopaban. Cómo me hubiese gustado galopar a lomos de uno de ellos, piel con piel, sintiendo la brisa en el rostro. ¿Qué habían hecho con la tierra? El libro también hablaba de amor. Bajo tierra no había lugar para el amor. Respirar era la prioridad. Y comer gusanos. Y murciélagos. Y cangrejos albinos de lagunas subterráneas. Ya no quedaban ni ratas ni cucarachas.

Decidí acondicionar una parte de la galería para poner esos libros y todos los que encontrara en las ruinas de la ciudad destruida. Los libros en papel desaparecieron con internet en el 2186. Ilusos los hombres que creyeron que los satélites eran inmortales, invencibles. No contaron con la maldición del sol y ahora no había aparato en el que se pudiera leer ni una triste frase.

La vida bajo tierra seguía su curso pero ahora un poco más llevadera. Las horas muertas tenían algo más de vida, todas las vidas escritas.

Un día cuando salí al exterior con mi pesada túnica de plomo, vi algo que danzaba en el aire. Era de color blanco y de aspecto suave. Me recordó a la paloma de Alberti y en el pico traía la esperanza. Comprobé que podía respirar mucho mejor. La tierra empezaba a recuperarse, no había duda, y era nuestra tarea devolverle su sentido.