martes, 24 de noviembre de 2015

Flor de loto púrpura para mi dama, por Carmen Gómez Barceló




Mónica abrió los ojos e intentó levantarse. Su cuerpo no respondía. -Otra vez, pensó. 

Amanecía. La luz  entraba a través de las rendijas de su persiana. No podía mover la cabeza. Era en ese momento cuando debía evitar el ataque de pánico, por eso, intentaba tranquilizarse  respirando lentamente. Sus ojos contemplaban todo lo que le rodeaba y la penumbra, engañosa, solía inventar siluetas fantasmagóricas que la visitaban. Mónica, de tanto verlas, las reconocía y por eso se preguntaba quién vendría hoy. 

A veces era sólo una figura alargada como la sombra de un ciprés. La llamaba “la losa”. Llegaba, se le acercaba lentamente y se desparramaba sobre ella aprisionándola hasta no dejarla respirar. Después, de pronto, la sombra desaparecía. Otras veces, cuando abría los ojos, veía  formas  alrededor de su cuerpo, inmóviles, observadoras. Estas simplemente se deshacían fundiéndose con la oscuridad de su alcoba. Solamente una vez se le figuró una mujer que acercándose a ella la abrazó. Entonces no tuvo miedo. Todo lo contrario. Se sintió protegida.

Mónica empezó a impacientarse. Pasaba  el tiempo y no ocurría nada. El cuerpo seguía sin poder moverse. Los intrusos rayos de luz fueron perdiendo intensidad hasta que desaparecieron y la oscuridad se hizo dueña de la habitación convirtiéndola en una oscura cobacha. Empezaba a tener miedo. El mismo miedo que sintió cuando dejó su casa. También aquel día se le apagó la luz. Alfredo, su marido, fue su faro durante muchos años. Desde entonces, desde que decidió dejarlo, sufría parálisis del sueño. No había vuelto a verlo hasta la noche anterior cuando la invitó a una copa de Bourbon con unas gotas de flor de loto púrpura como señal de paz. Le pareció algo exótico y a la vez extraño pero propio de él.

Alfredo era el mejor jugador de ajedrez de su ciudad. Se conocieron en una reunión de amigos y desde el primer momento, Mónica se sintió encandilada por la complejidad de sus palabras que la hacían sentirse pequeña y mimada. Él la convirtió en la dama de su tablero por mucho tiempo, pero la dama había mutado en mujer y quiso salir del juego.

Mónica oyó como alguien entraba. Paralizada en medio de la oscuridad más absoluta, sintió como su cuerpo se deslizada hasta el suelo. Como alguien la arrastraba hasta sacarla del cuarto. No sabía qué estaba pasando. El miedo dio paso a la confusión y pensó que realmente podría estar muerta y que una especie de ángel la acompañaba al otro mundo. Aunque desorientada, pudo ver como algo de luz se imponía en la oscuridad. Reconoció el espacio. Era la puerta de su casa que se abría ante ella. Su cuerpo, emigrante ahora, era conducido lentamente hacia su querido jardín. Notó como caía de golpe en algún lugar. La noche estaba estrellada y una luna espléndida, rebosante de luz requería su mirada. Algo caía de arriba. Era tierra roja de su jardín lo que llovía sobre su cuerpo quieto. Le tapaba la boca y le cubría los ojos.

 Ya no podía ver nada ni respirar apenas. Alguien habló antes de exalar su último aliento. ¡Jaque Mate, Mónica! Gracias por nuestro último whisky.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Adopción, por Irene Camacho




Tenía un año y medio cuando Peter y Mary se lo llevaron a casa. Le pusieron un trajecito azul allí mismo, en el orfanato, y tiraron la ropa blanquecina que lo envolvía, con una mancha roja a la altura del cuello. Sus ojos eran oscuros como una noche cerrada sin luna, estrellas ni esperanza. Sus pupilas eran dos pozos negros que te atrapaban. Y los atraparon. Las monjas lo llamaban entre ellas <<Diablito>>. Decían que nunca habían tenido un bebé tan pequeño con tanto carácter. Su madre biológica, Susan Alkins, lo tuvo en la cárcel. Su novio, Evan McGregor, la visitó media docena de veces y, en los vis a vis, la penetró violentamente y desapareció de su vida. Susan se quedó embarazada. Cuando nació el bebé, lo miró a los ojos detenidamente. Dijo que se llamaba John John y que no quería volver a verlo, que era la semilla del mal, la de su abuelo. El Estado se encargó de llevarlo a un orfanato, donde lo  encontraron Peter y Mary. Ellos no habían podido ser padres. Con tal solo veinte años a Mary le hicieron una histerectomía y le quitaron el útero. Diez años después decidió que quería formar una familia con Peter y que adoptarían un bebé.

Había cuarenta niños en la habitación, la mayoría entre dos meses y tres años. Algunos dormían, muchos lloraban. Mary se acercaba a sus cunas y les hacía carantoñas. <<Mira, Peter, mira qué guapa es ésta>>, dijo. <<¿Qué pasa, preciosa? ¿Cómo estás?>>, había acariciado a varios bebés,  tocándoles la barriguita, un brazo o un pie que asomaba por debajo de la manta, hasta que se paró frente a la niña de ojos azules. En el cartel de su cuna estaba escrito <<Molly>>. Tenía hoyuelos en los mofletes y unas largas pestañas. <<Qué dulce es, Peter>>. En la cuna de al lado, John Jonh los miraba. Peter se fijó en él. <<¿Y este hombrecito quién es?>>. El bebé movió los labios hacia el lado derecho, sonriéndole. Ya eran suyos.

<<¿Este niño nunca duerme?, preguntó Susan, una amiga de Mary, durante la cena. Nos mira todo el tiempo, como si no quisiera perderse detalle. <<La verdad es que duerme poco>>, respondió Mary mientras se levantaba a por los postres. <<Pero es muy bueno y no da guerra>>. <<Ya veremos cuando empiece a salir con chicas, con esa cara de travieso, seguro que es todo un rompecorazones, dijo el marido, guiñándole un ojo a John Jonh.

En el supermercado, los padres primerizos compraron un monitor con cámara de vídeo para poder verlo por las noches desde su habitación. <<Es el mejor vigila-bebés del mercado>>, les había asegurado el dependiente con la cara llena de acné y chaleco rojo.

<<Todavía no se ha dormido>>, dijo Mary mientras se frotaba las manos para extenderse bien la crema y miraba el monitor. <<¿Cómo puede ser que no tenga sueño? Hoy no se ha echado la siesta y lleva todo el día despierto>>. <<Ya se dormirá, Mary, no te preocupes. Ya le entrará el sueño y caerá rendido>>. Pero a la tres de la mañana, seguía despierto. Mary lo observaba inquieta por la pantalla. Lo tenía en su mesilla. Lo cogió y se acercó el aparato a la cara para verlo mejor. John Jonh la miró. Clavó sus ojos en la pantalla. Mary se estremeció y dejó el vigila-bebés en la mesilla y se abrazó a Peter. Él roncaba. El gato, un persa blanco de ojos azules, se subió a la cama y se enroscó a sus pies. Mary se incorporó y lo acarició. Él cerró los ojos y empezó a ronronear. Tenía seis años y era parte de la familia. Peter se lo regaló a Mary por su aniversario de boda. Lo metió en una caja con un lazo rojo grande y se lo dio. Mary estaba en la cocina. Cuando abrió la caja y lo vio, se echó a llorar. Era tan pequeño que cabía en su mano. Mary se lo llevó a la cara y luego al pecho. Lo estuvo abrazando toda la tarde. Mientras le buscaban un nombre, empezó a llamarlo <<Bebé>>. Pero se acostumbraron y, cuando creció, ya no pudieron cambiarle el nombre.

A las cinco de la mañana, Mary escuchó un ruido. Bebé no estaba a sus pies. Se giró rápidamente para mirar la pantalla del vigila-bebés. John Jonh no estaba en la cuna. Despertó, nerviosa, a Peter y fueron corriendo a su habitación. Lo buscaron por todas partes pero allí no estaba. Fueron encendiendo todas las luces de la casa hasta que, finalmente, lo encontraron en la cocina, junto al arenero del gato. Lo abrazaron, lo besaron en la mejilla y lo llevaron a su cuna.

A la mañana siguiente, Mary trata de darle el biberón en la cocina. John John giró la cabeza y el biberón acabó en el suelo. Mary lo recogió, lo lavó en el fregadero y se lo volvió a dar. El gato apareció en la puerta. Se paró de golpe y los miró. Mary se volvió hacia él. <<¿Qué pasa, Bebé?>>, le dijo. El biberón volvió a caer al suelo y el gato salió corriendo. Con la caída, el tapón se había abierto y la leche empezó a esparcirse por el suelo. John Jonh sonrió. Mary no lo vio, estaba fregando el suelo.

A las tres de la madrugada, Mary se despertó. El gato no estaba a sus pies. Se giró rápidamente para ver la pantalla del bebé . Estaba negra. Se levantó de la cama. Oyó un ruido en la cocina. Cogió la bata y, mientas se la abrochaba a la cintura, se dirigió a la cocina. Cuando encendió la luz, pegó un grito. El gato estaba en el suelo, en mitad de un charco de sangre, abierto en canal. Había gotas rojas por todas partes. Peter se despertó al oír el grito de su mujer. Miró la pantalla del bebé. John John tenía la mirada fija. Lo sonrió. Peter fue a la cocina y encontró a su mujer de rodillas, temblando. John Jonh se giró en la cuna, sobre el lado derecho, y se durmió.

Valentía, por Luisa Yamuza Carrión



Habían pasado dos meses. Sesenta y cinco días para ser exactos. Durante ese tiempo la angustia y la tristeza habían invadido a Julia en minutos alternos. La tragedia se le atragantó como un hueso de pollo en la garganta. Apenas podía hablar ni dormir ni vivir. Sólo se mantenía esperando aunque no sabía qué.

Ese día desde el umbral de su piso, el agente de policía vestido de paisano se lo entregó en una bolsa de basura negra. Le expresó sus condolencias y se fue. Julia cerró la puerta y asida al bulto permaneció allí, inmóvil, unos minutos. Arrastrando los pies llegó hasta el salón, se sentó en una silla y muy despacio, temblando, abrió el paquete. El bolso de su hija Helena brotó entre el plástico oscuro como un manantial de dolor. Julia lo estrechó con fuerza y creyó notar el aroma del perfume de la hija mezclado con el olor a sangre seca. Y en ese preciso instante se paró el tiempo para Julia.

 
Cinco años después, las calles estaban rebosantes. La ciudad aparecía iluminada con miles de bombillas de colores. Hacía frío pero la gente, abrigada hasta las orejas, paseaba sonriente. Sin embargo, Julia sorteaba el bullicio ligera, sin mirar a su alrededor. Si levantaba la vista por un momento, alguien se estaba fijando en ella siempre. A pesar de todo llegó hasta su destino en menos tiempo del que había pensado al salir de casa. 

Apostada ante el gran edificio se abrazó y un hondo suspiro estalló de sus pulmones. Era la enésima vez que lo intentaba. La primera vez que le ocurrió se sorprendió. Se sintió dominada por la ira, pero se propuso superarlo. No podía dejarse vencer por el miedo. Aunque no le resultaría fácil en absoluto. 

Así que allí estaba, iba a entrar. Ese era el día. Borró todo pensamiento de su mente y avanzó ágilmente hasta la puerta automática del centro comercial. Entró. No pasó nada. Notó la calefacción y empezó a tener calor. Seguía sin pasar nada. Se quitó la bufanda y se desabotonó el abrigo. Anduvo unos pasos más. Nada. Caminando despacio se encontró en mitad de la tienda. Se descubrió observando los muchos modelos de botas expuestas. Todo parecía normal ¡Por fin!, pensó. 

Comenzaba a sentirse tímidamente vencedora cuando alguien la empujó. Entonces se produjo el cambio. De nuevo las palpitaciones. El techo girando. El suelo también. El hueso en la garganta. Los ojos de besugo. El sudor en las manos. La frente fría. La tez marmolada. Las orejas calientes. Volvió aquélla sensación de flotar. ¡Tenía que salir!

Sin sentir los pies alcanzó la puerta. La misma por la que había entrado. Cruzó  a nado el río de personas que invadía la acera y corrió desbocada. No sabía hacia dónde iba. De repente se vio sentada en un banco de hierro bajo un sauce llorón. Ella también lloraba. Sin querer, pero lloraba. Ya no tenía miedo. Allí fuera no. Seguiría intentándolo, pensaba. 

 También pensaba en las palabras del inspector de policía en aquél fatídico día:
- Señora, ha sido imposible identificar el cuerpo de su hija. Probablemente estuvo muy cerca de la explosión. No obstante, existen muchas posibilidades de hallar alguno de sus objetos personales. Así ha ocurrido con otras víctimas. No pierda la esperanza.

 Julia no la había perdido. Pero el día que tuvo el bolso de Helena en sus brazos perdió la valentía. Y así, hasta hoy, cinco años después