jueves, 12 de mayo de 2016

Yerma, por Mar Rojo



1)     Se aplica al terreno que está despoblado o sin habitar.

2)     Se aplica al terreno que está sin cultivar o es estéril.




“Una pareja sin hijos es como un jardín sin flores”, me dijeron hace poco. Lo he escuchado tantas veces, de diferentes bocas y con diferentes palabras, que mi reacción fue la misma de siempre. Una mirada cansada fruto del hartazgo, y una sonrisa desmayada que en realidad no quería reírse sino vomitar. Ya no contesto. Esbozo mi sonrisa que no quiere ser sonrisa y miro hacia otra parte. Es curioso que esas personas no se den cuenta. Que no lleguen a comprender el absoluto desprecio hacia las vidas ajenas que supone lanzar al aire esas frases lapidarias que caen sobre como piedras, esas perlas de sabiduría cañí que se cuelgan al cuello muchas mujeres, incluso jóvenes, heredadas de generación en generación, de abuelas a madres, de madres a hijas. Esas mujeres que son madres o que quieren serlo, me miran a mí, oh mujer desnaturalizada, fría, y sin valores, como un monstruo de egoísmo insaciable que desayuna bebés y almuerza chiquillos inocentes nunca mayores de dos años. Cuándo me ven jugar con alguno, “¿ves como si te gustan”, es peor, porque aún entienden menos mi decisión; si no desayunas ni meriendas niños, ¿por qué no quieres tenerlos?

Hace tiempo que entendí que explicarles que vine sin reloj biológico, que nunca me ha apetecido tener hijos y que sigue sin apetecerme, es inútil. Su mirada inclemente sigue ahí. Incluso cuando te dicen “hombre, claro, si no quieres…”, siguen sin entenderte, porque ni siquiera lo intentan. Sus palabras dicen una cosa y su mirada otra. Su mirada dice “un hijo es lo más grande que te puede pasar en esta vida”. No entienden que hay mujeres que no necesitan un milagro para seguir viviendo, que no quieren trascender ni tampoco dejar en el mundo vestigios de su existencia, que viven el hoy sin la presión del mañana, mujeres para las que la vida es ligera como una pluma, mujeres que admiran a las que se atreven a ser madres porque lo desean por encima de todas las cosas, y que las miran con simpatía, aunque nunca reciban la misma mirada a cambio.


Tampoco creo que el cine o la literatura ayuden. No sólo se sigue educando a las mujeres para, ante todo, formar una familia si quieren sentirse completas, sino que esos son los modelos repetidos hasta la saciedad en libros y películas. Las mujeres que no desean tener hijos son minoría tanto en el papel como en la pantalla grande. Y cuando aparecen, en su inmensa mayoría, con enormes ojeras y cara de mala leche, son mujeres medio taradas, misántropas, infelices y adictas al trabajo, que no han encontrado el amor y que odian a la raza humana por encima de todas las cosas. Nunca una mujer emocionalmente equilibrada, nunca una mujer con pareja estable, jamás una mujer satisfecha. ¡Claro que no!, eso supondría admitir que se puede llevar una vida plena sin tener descendencia.


A las mujeres como yo se nos esconde porque se nos considera yermas, vientres dónde no ha germinado semilla, seres que han ido en contra de su propia naturaleza, contraviniéndola y reclamando un lugar en el mundo que va más allá de su propia vagina. No soy un terreno inhóspito dónde no crece la hierba. No soy estéril solo porque no haya crecido un feto dentro de mí. Soy fértil en ideas, en vivencias, en ilusiones. Estoy llena de mí y presta a compartir. Mi curiosidad me cultiva, me ayuda a crecer, y mis dudas y mis contratiempos me ponen a prueba y me fecundan, dando frutos que con el tiempo devendrán en experiencias. No, no soy yerma, de ningún modo. Vivo dentro de mí, y desde este que es mi lugar en el mundo, decido cómo andar mi camino. Porque yo, y nadie más que yo, soy lo más grande que me ha podido pasar en la vida.