martes, 27 de diciembre de 2016

El mitin, por Carlos Abril




Estaba sentado, como todos los días, en la terraza de la taberna San Isidro y entonces ocurrió. Se me acer una patrulla de milicianos y uno de ellos me pidió la documentación: A ver usted, hágame el favor de identificarse” era un hombre con la cara muy ancha y el pelo aceitoso bajo el gorrillo cuartelero. Yo puesto en pie saqué la cartera y le enseñé mi cédula de identidad. El tipo apestaba a vino y llevaba apretado bajo el sobaco un fusil máuser como el que lleva una regla de carpintero. Estuvo un rato escudriñando la cartulina como si quisiera fijar en su cabeza los datos de mi documento para después pasárselo a otro de sus compañeros: Mira a ver tú Braulio que sabes leer


El tal Braulio era un muchacho largo y flaquito que vestía una cazadora de cuello alto con muchas cremalleras y una gorra de tranviario como prenda de autoridad, llevaba un pistolón al cinto que era una reliquia de museo y tenía la mirada del que parece siempre a punto de echarse a reír. José Pascual...leyó sonriente mi nombre—...oficial de notaas ¿es éste? le preguntó a un tercero que llevaba un brazalete del sindicato y una escopeta de caza. El de la escopeta dijo que sí que era yo y señalando un reservado al fondo del local dijo que teníamos que “dialogar un momento. Lo de “dialogar lo enfati muy castizo con un punto de rechifla. De camino al reservado con los milicianos vi fugaz mi reflejo en el espejo biselado, tras la barra, y parecía que estaba viendo la imagen de un desconocido con la expresión incrédula de quien va a ser fulminado por la fatalidad de un instante. El público de la taberna se apartaba a nuestro paso como lo haa ante un tren de mercancías. Aquella expresión mía en el espejo me pareció cómica, aún en la tensión del momento.


—A ver, a ti te he visto yo el año pasado en el teatro Español en un mitin fascista, no se me olvida nunca una cara Me espetó el del brazalete aflojándose el correaje mientras nos sentábamos. Vaya, pues a ver mo explica eso el señor oficial de notaas sonrió el muchacho flacucho siguiendo con la rechifla. Contrariar en una situación semejante, durante aquellos primeros meses de la guerra a gente tan peligrosa como esta, negando su acusación, haba sido una descortesía que hubiera acabado probablemente  para  mí  con  una  excursión  sin  retorno  a  la  tapia  del cementerio; Afirmarla sin más también.


La radio del local alternaba pasodobles con partes de guerra y yo no podía permitirme dudar ni un instante. «», dije «es verdad» porque era verdad que yo había estado en un mitin fascista en el Español unos meses antes del 18 de julio y porque mentir y negarlo podría herir la sensibilidad y el orgullo de buen fisonomista del miliciano de la escopeta.


Las cunetas del extrarradio estaban por aquel entonces llenas de cadáveres de tipos que se asustaron y vacilaron en sus respuestas ante aquellas patrullas de pistoleros auto investidos de autoridad policial. Tipos que dudaron un momento y apenas pudieron tartamudear, muertos de miedo, una respuesta inteligible y coherente, por más que estuvieran al margen de cualquier vínculo político.


—Sí repetí con seguridad —Pero solo por acompañar a mi jefe Don Emilio Ortigosa, el señor notario, que en paz descanse—. El analfabeto de la cara ancha me miraba a través del fondo del vaso de vino que se apresuraron a servirle sin mediar palabra y que se descar en el gaznate de una sentada —En ese tiempo estaba yo a la espera de un ascenso y una tarde a la salida del trabajo me invitó el jefe a ese acto y comprenderán ustedes que en esa situación no quea yo desairarle con una negativa
—Claro...si aquí todos los señoritos como tú nada más que han sido fascistas los jueves por la tarde y por agradar Dijo mi acusador fingiendo una gravedad en su rostro que afilaba su sarcasmo tornándolo más incisivo aún
Usted mismo si me reconoce de aquel mitin es que necesariamente estaba allí y bien a las claras se nota que no es usted ningún fascista repliqué arrepentido al instante por lo suicida de mi actitud —.


El miliciano pat el suelo indignado y aporr la mesa con la escopeta ¡Yo estaba al comisionado por el servicio de información del sindicato malnacido! y tú eres un carca de mierda y un señorito de oficinas y ahora mismo te vienes a dar una vuelta con nosotros —el tipo me arrastraba ya del brazo hacia la salida del local, en la radio no sonaban ahora ni pasodobles ni nada, la taberna estaba ya vacía de parroquianos que se habían ido largando discretamente. lo quedaban los camareros, con un semblante como de quien mira llover en la tarde. ¡Un momento! —Grité decidido a no caer aún en el pánico tengo quien puede responder por mí — ¡llamen ustedes a Jesús Lasarte!... ¡el diputado de  Izquierda Republicana! él les dirá que yo no soy ningún faccioso— era mi última carta. Lasarte me debía algunos  favores por  las muchas  horas que le dediqué a documentar sus derechos a la herencia familiar que litigaba  
¿Jesús Lasarte?, Ese  no puede responder ni por sí mismo ¡ese es un señorito de izquierdas y una rata de salón! —Proclamó el de la escopeta que tenía siempre respuesta para todo—. Estábamos detenidos en medio del bar frente al espejo biselado y yo, ya me había dado permiso para entrar en estado de pánico cuando el muchacho alto de la pistola al cinto tomó a su compañero por el hombro e hizo un aparte con él. Me quedé bajo la custodia del tipo del máuser que estaba ya casi ausente de todo, tambaleándose a causa del vino y del sueño atrasado tras muchas noches de vigilia.


Mientras tanto yo no podía dejar de pensar que iba a acabar acribillado en alguna carretera solitaria de las afueras, o torturado en alguna de las checas de Madrid en el mejor de los casos, y todo por acompañar a mi jefe a un mitin que no me interesaba lo más nimo y del que no recordaba ni una sola una frase. De aquel mitin recordaba, eso , la estampa de los oradores, en su mayoa muchachos de buena familia jugando a la revolución de derechas. Universitarios de oratoria grandilocuente contemplando al auditorio con los brazos en jarra, remedando ridículamente la gestualidad de por sí ya patética de los jerarcas de la Italia fascista.


Recobré la esperanza para mi situación cuando vi cómo aquel individuo al que yo le haba parecido mejor muerto salía con aspavientos del lugar, expresando con ira su frustración en frases mal articuladas. El muchacho flaquito se me acer sonriente calándose su gorra de tranviario y me dijo:

—Hoy es tu día de suerte señorito de oficinas, me has caído simpático y no me da la gana de que el chivato este se te lleve por delante—. Ya en la calle apareció un Hispano Suiza con las iniciales del sindicato pintadas a brochazos, los milicianos saltaron a los estribos del vehículo que aceleró con estrépito para enfilar la avenida y perderse de vista. Lo último que vi fue la sonrisa del muchacho, agarrado sobre el estribo, alejándose para siempre. Todo acabó tan rápido como había empezado poco antes.


Poco después de acabar la guerra me encontraba sentado en una sala de espera del ministerio de Justicia de la España triunfante. Esperaba una entrevista con el jefe de personal de la secretaría. Aspiraba entonces a conseguir una de las plazas que se ofertaban para oficial de negociado. Mi situación económica como la de tantos tras la guerra era ruinosa y mi esperanza de conseguir alguna de aquellas plazas casi nula. Era ya el único candidato que quedaba por ser entrevistado. Me acerqué a contemplar el retrato de Ramiro Ledesma que dominaba aquella sala de espera, cuya moqueta había conocido mejores tiempos. Entonces salió a recibirme el jefe de personal, probablemente para declarar ya itil la entrevista al haber asignado las plazas a candidatos con expedientes más idóneos que el o. Entonces advirtiendo mi interés en aquel retrato me preguntó— ¿le conoció usted?—Sí —contesté con rapidez— le escuché hablar en el mitin de mayo del 36, en el teatro Español.

—Pero ¿cómo? ¿Estuvo usted en aquel acto?
—Sí señor respondítuve ese honor.
 —Yo también estaba en el auditorio, fue el último gran discurso de Ramiro Ledesma antes  de la guerra, recuerdo casi  palabra por palabra, cómo hablaba aquel hombre” exclamó el jefe de personal casi arrebatado en la evocación de una jornada mítica para él. —No puedo estar más de acuerdo
Mentí No he conocido mejor orador en toda mi vida—
Lo cierto es que en aquel momento hubiera dado un brazo por recordar siquiera una frase de aquel discurso. Pero no recordaba absolutamente nada. —Pues —dije recuerdo que transmitía yo tanto entusiasmo cuando le pedí permiso a mi jefe para salir un poco antes la tarde del mitin que él, estimulado por mis expectativas ante aquel evento, se ofreció para acudir conmigo. —Por favor pase usted a mi despacho —dijo extremando la cortea el jefe de personal, —creo que aún queda una plaza de jefe de oficinas y tenemos mucho de que hablar… pero dígame ¿recuerda usted aquella anécdota qué contó Ramiro Ledesma en su discurso sobre su experiencia como abogado en un pueblecito de Castilla?, ¿No le pareció deliciosa? Deliciosa dije, no poda olvidar aquel mitin ni aunque viviera mil años.