martes, 27 de enero de 2015

La verdad, por Luisa Yamuza



Ahora ya no tiene importancia. Han pasado muchos años y el dolor se ha diluido en el tiempo, aunque no haya desparecido. Permanece ahí, anclado en el lugar del cerebro donde se guardan los mejores y los peores recuerdos. Sin duda, este es uno de los peores de mi vida por dos motivos: porque significó la fractura incurable de la relación entre nosotras que tan bien nos habíamos llevado siempre y por el sufrimiento que se apoderó de tu vida pocos años después y que también me alcanzó.

Porque tú le creíste a él. Yo no sabía cómo ni cuándo te lo iba a contar. Ni siquiera estaba segura de si debía o no irte con aquél cuento. Pero eras mi hermana, ¿Cómo podría yo ocultarte eso? ¿Y si volvía a pasar? ¿Y si no era yo la única?. Le di muchas vueltas pero al final te lo conté.  

Aquel día de verano mamá me había mandado a la azotea al atardecer para tender las sábanas que se habrían quitado por la mañana. En  verano ella siempre quería tender a esas horas para que la ropa no quedara tan tiesa por los fuertes rayos del sol. Yo subí con desgana, pero a ver quien se negaba. Todavía no logro entender porqué no escuché sus pasos. Allí estaba yo sola, el calor mantenía aún al vecindario en sus casas y los coches eran pocos en aquel entonces. Supongo que él procuró hacer poco ruido. No sé, pero de repente sentí algo a mi espalda. Me volví con seguridad y me lo encontré como una pantalla franqueando mi paso. No pude hacer nada. Me tapó la boca con su mano caliente y me susurró al oído: soy Gregorio, no te asustes, solo quiero hablar contigo unos minutos. Pero no hablamos nada. Me empujó hacia la pared y con la mano libre palpó con fuerza todo mi cuerpo tenso por el miedo. Aunque inmediatamente entendí lo que pasaba e intenté zafarme, no tenía suficiente fuerza. Me besuqueó por la cara y el cuello e intentó levantarme la camiseta y la falda. Pero no pudo, no tuvo tiempo. Ambos te escuchamos llamándome y tus pasos resonaban en la escalera metálica que daba acceso a la azotea. Gregorio paró de golpe y sin separar la mano de mi boca solo me dijo "¡te mato!". Seguramente no te fijaste en la expresión de mi cara cuando llegaste a mi lado aunque debía tenerla descompuesta. Ni apreciarías el alboroto de mis cabellos o la rojez de mis mejillas. Yo creo que todo mi cuerpo estaba encendido de rabia e indignación. Pero tú no lo viste. Tú solo querías saber si tus vaqueros nuevos estaban tendidos porque te los querías poner para salir esa tarde con Gregorio, tu novio.

 - Está al llegar, Marta.- Me dijiste ignorante de todo.

No recuerdo lo que te respondí. De hecho los siguientes días están ausentes en mi memoria. Lo que había sucedido me obsesionaba, no podía dormir, ni estudiar, nada. El corazón golpeaba con fuerza mi pecho cuando estaba contigo y decidí contártelo todo.  Pero él se me había adelantado y escuchaste mi versión con gesto superficial, sin darle importancia. Él te lo contó aquélla misma tarde, entre risas, pues le parecía muy divertido haberme confundido contigo entre las sábanas recién lavadas. Inmediatamente entendí que le habías creído y aunque intenté hacerte ver la falsedad de sus palabras ya no había remedio, habías elegido tu destino. Y yo me conformé.

Durante mucho tiempo evité encontrarme con él e incluso dirigirle la palabra. Fui testigo mudo de vuestra relación que fue progresando según lo esperado, pero nunca volví a fiarme de él. Ni él de mi, claro. Su mirada se fijaba en mi cuando tú estabas distraída por cualquier motivo y me daba miedo. Nunca volvió a intentarlo o no tuvo oportunidad. No lo sé, prefiero no pensarlo. Entre nosotras creció la distancia, dejamos de compartir secretos e intimidades, cambiamos de grupo de amistades. Así hasta el día que te casaste. Me pasé toda la ceremonia llorando. Todos pensaban que era de alegría, aunque tú quizás pensabas que lloraba por envidia. Pero para mí fue un día muy triste porque tenía la certeza de que Gregorio era un fraude.

Así fue, no me equivocaba. La verdadera personalidad de tu marido no tardó en surgir de entre tantas sonrisas y bonitas palabras. Tu infierno duró casi veinte años, los que tardaste en convencerte de la maldad de aquel hombre. Yo lo supe tarde, aunque siempre lo sospeché. Desde la primera noticia intenté mantenerme cerca de ti. Todo lo cerca que tú me dejabas porque la desconfianza permanecía en medio de nosotras. Las continuas infidelidades de Gregorio precedieron al maltrato psicológico hasta hundirte en lo más hondo de un pozo que solo tenía una salida: la separación. Te costó aceptarlo, pero fue tu salvación. Te acompañe en ese trance y lograste superarlo con mucho esfuerzo y muchas lágrimas de rabia, de frustración. Y llegó el día en que la vida volvió a sonreir para ti.

Ayer como cada domingo, durante el almuerzo que compartíamos en la terraza de tu casa me lo lanzaste sin aviso previo: lo siento, decías la verdad. A pesar de lo inesperado de tus palabras, comprendí al instante a qué te referías por tanto que  había deseado escucharlas. Posé mi mano sobre la tuya y levanté la cabeza del plato mirando a tus ojos brillantes, pero no respondí. No había nada que añadir, todo estaba dicho.

lunes, 26 de enero de 2015

Sombra destino, por Samuel Lara




Mi reflejo se hace cada vez más oscuro a mis ojos. Ya no soy el hombre que era antaño: risueño, amable y buen patriarca. Ahora no hay nada que pueda hacer para cambiar. No tengo hijos, mi esposa falleció hace veinte años y mi familia ya ha pasado a mejor vida.

No me queda nada en este mundo, me he aislado tanto tiempo. Tengo setenta y siete años y mi salud está dañada por un oscuro punto que crece y crece haciendo que mi dolor se agrave. Estoy en una encrucijada, dos caminos, la muerte o la muerte. Uno es largo y tortuoso, el otro es corto, solo lleva hacia la lápida bajo la cual mi cuerpo se desvanecerá dejando huesos y una existencia que nadie notará.

El doctor me dio unos años de vida más, que se los quede, no los necesito. Tu foto es como un puñal en el que me gusta retorcerme, es dolor pero puedo soportarlo al saber que pronto volveré a estar junto a ti. Siempre me he preguntado qué habría pasado si no hubiera tomado el camino corto. Ella me dijo que podía llevarme algo, así que elegí tu fotografía de cuando eras joven, me muero, nunca mejor dicho, por que me llames de nuevo idiota cuando te compare y nos riamos como antes. La oscuridad de este camino hace que tenga miedo, no sabía que los muertos podían sentirse así. La única motivación para seguir andando es tu silueta, al final del todo, donde está esa luz tan cegadora que los vivos sufrirían al ver.
 Hay dos canciones que me han ayudado a decidirme, en una la verdad es revelada para los vivos no existen los finales felices, los cuentos mienten, los planes que uno hace con otra persona no se realizan. Sin embargo la otra me anima a buscarte al morir, trazar un mapa y seguirlo hasta llegar a ti y volver a estar con el amor de mi vida.

Al fin estoy en frente de ti. Poso mi mano en tu mejilla que sube con tu sonrisa  y se moja con tus lágrimas de felicidad a las que se unen las mías al besarte. El túnel desaparece y de repente estamos en un prado con flores y un sol cálido. Hay una brisa fuerte con la que aparecen mis padres y hermanos y más familia, amigos, todos me reciben.

Esa inyección valió la pena, el dolor de la aguja entrando en mi vena fue el único, ahora soy feliz de nuevo.

Una habitación cerrada, por Carmen Gómez Barceló



César nunca sale del apartamento. Una bata de casa de cuadros marrones y beiges, un pijama azul y unas viejas zapatillas de paño, dejan adivinar un cuerpo alto y delgado que aparenta bastante más años de los 46 que realmente tiene. La rigidez de su rostro no permite hacer conjeturas sobre lo que tiene en mente, pues no hay gestos que le delaten. Una avanzada calvicie arrasa con la abundante cabellera que poseía hace tiempo ya, 10 años exactamente. Ese es el tiempo que César lleva encerrado en casa de su hermano  Andrés. Éste, pasaba largas temporadas fuera por su trabajo  y César,  cuidaba del apartamento en su ausencia 

Todo empezó una tarde en que César salía de la biblioteca de dónde era el responsable de mantener la base de datos del archivo. En realidad él estaba licenciado en derecho, pero le molestaba bastante el trato con la gente por lo que prefirió este empleo.- El ordenador no pregunta, no chismorrea, solía decir. Esa tarde después de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie le perseguía, una idea que le atormentaba continuamente, se dirigió al lugar en que había dejado  su vehículo. Hacia la mitad de la calle, algo le sobresaltó. César se extrañó al ver a un anciano recostado en la fachada de una casa. Estaba rodeado por una horda de moscas que le asediaban.

Se acercó hasta el hombre y un sudor frío le dejó aterido. La escena era cuanto menos, dantesca. En ese momento una voz bronca le habló entre sobrecogedores y extraños vocablos – “Tiene que morir”- le dijo.  Inmediatamente observó cómo la nube de moscas se transformó en un ser oscuro que blandiendo una espada, cortó la cabeza del anciano de un tajo

 -¿Quién eres?-preguntó  aterrorizado. 

La misma voz le respondió:

-“Soy el mal, hijo de las tinieblas, y este es mi ejército de moscas. Siempre que las veas, deberás cortar la cabeza a la persona en la que se posen, es mi ley y tu eres el elegido para cumplirla”.

César pudo ver al ser que pronunciaba esas palabras. La imagen le pareció la suma de todas las deformidades del mundo conocido y el olor que desprendía, tan asqueroso que  le destrozaba el  estómago las ansias por vomitar.

La horrorosa aparición se instaló en su cabeza y ya nunca le abandonó.

Desde ese momento, presa del pánico y temeroso de volver a ver las moscas, abandonó todo contacto con el mundo y se refugió en la casa de su hermano menor, quién intentaba comprender qué le ocurría.
Hoy es una mañana de Domingo del mes de Noviembre, César se ha despertado algo confuso y ha decidido tomar un café. Conforme se acerca a la cocina, un zumbido enloquecedor se apodera de él y de la casa.  Temiéndose lo peor, suplica no encontrar a su hermano, pero el ruido le lleva al salón, justamente al sillón dónde Andrés suele desayunar.  La visión le derrumba de golpe.

-Andrés, por favor aparta las moscas de ti.- Gritó a su hermano.

- ¿Qué moscas?, no hay moscas.- responde Andrés sorprendido.

César corre hacia su hermano intentando quitarle las moscas de encima, pero ve que no puede, que  cada vez hay más, tantas que han ocupado el salón. Se siente tan impotente que rompe a llorar, entonces empieza de nuevo el baile de palabras y vocablos  extraños en su mente, pero entre ellos, una palabra que sí entiende y que se repite sin descanso. -¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Esa palabra repetida mil veces le colapsa el pensamiento y sin saber cómo, César se encuentra con un cuchillo de grandes dimensiones en su mano derecha. La última imagen de su hermano, aterrado, no altera su ánimo y continúa el ritual. “Tengo que cortarle la cabeza”, es la ley, es la ley, es la ley…”se repite hasta la saciedad. Coge el cuchillo eléctrico del cajón de la cocina y  sin temblarle el pulso, cercena por el cuello, la cabeza de su hermano.

-Las moscas han desaparecido-piensa- la calma ha vuelto.

Con la cabeza en la mano se dirige hacia su cuarto, siempre cerrado con llave. Abre la puerta y despacio se encamina al cuarto de baño dónde hay un congelador. Lo abre y deposita la pieza. –


-Tendré que comprar otro, dice. Aquí, no caben más.