lunes, 29 de abril de 2019

La loca, por Carmen Gómez Barceló



La llamaban la loca. Manuela era una mujer alta, delgada y valiente. Tenía dos hijas a las que arropaba con su gran pañolón negro de lana, cuando salían a buscar comida los días de invierno.

Le llamaban la loca porque ella era toda pasión, pero sobretodo, por la obsesión entre amor y posesión que sentía por su marido. La verdad es que era difícil entender tanta devoción. Él, Rafael era un hombre de baja estatura. Su piel lucía oscura y cuarteada por tantas horas en altamar a merced del sol, el viento y el agua ya que el hombre era pescador.

Fumaba en pipa. Quizás  fuera esa manera tan peculiar de echar el humo despacio, con la mirada perdida, lo que hacía que Manuela estuviera siempre al acecho. Pendiente de su mirada. Tratando de adivinar qué pensaba. Qué significaban esas ausencias perdidas en el humo del tabaco.

Rafael pasaba 6 meses en tierra y 6 en el mar surcando las costas de Marruecos y Mauritania llenando las redes de aquél pesquero. Eso significaba el pan de su familia. Un pan que escasamente se podía encontrar en los duros años de la posguerra en algunas ciudades de España.

Cuando se quedaba en tierra, Rafael se ocupaba de sus pájaros. Decenas de jaulas de canarios y jilgueros colgaban de la pared del patio de la casa de vecinos dónde vivía. Cada mañana los atendía limpiándolos y alimentándolos. Manuela solía decir que su marido hablaba más con sus pájaros que con ella. Y es que ciertamente Rafael era un hombre de pocas palabras.

La casa de en la que vivían estaba situada en un conocido barrio de la ciudad de Cádiz, denominada  la otra Habana por la similitud con esta ciudad de Cuba.   

Desde el portalón de entrada de la casa, se podía ver un patio con solería de mármol resquebrajado. Un aljibe ocupaba  el centro. De aquí se cogía el agua que surtía a todos los vecinos.

La casa constaba de dos plantas y una escalera que comunicaba el patio con la azotea. En la planta baja había dos viviendas, una en frente de la otra. En una de ellas vivía Manuela y su familia, en la de en trente, La Pepa con la suya. Enemigas desde el primer día en que Manuela sospechó del interés de ésta por su marido. También se encontraban en esa planta un retrete, la cocina y los lavaderos. Todo esto era zona común para todos los residentes. En la planta alta se encontraban habitaciones individuales dispuestas una al lado de la otra. Cada una de ellas ocupada por una familia. Estaban delimitadas por una barandilla, desde donde las mujeres hablaban unas con otras sobre cómo conseguir productos de estraperlo, la zurrapa del café que tiraban los bares para rehervirla y las cáscaras de los plátanos y las patatas para poner la comida. Eran los tiempos del hambre en España.

En la planta baja, la tensión era constante. La Pepa era la pesadilla de Manuela. Cada vez que Rafael salía a arreglar sus pájaros, La Pepa lo observaba desde su puerta entreabierta.

Una mañana, Manuela se percató de que los pájaros estaban desatendidos y la puerta de su vecina casi cerrada. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia la entrada e irrumpió sin permiso en la estancia. El cuarto estaba ordenado y limpio, como siempre, pero la cama grande estaba deshecha. De un manotazo levantó la cobertera y encontró lo que nunca habría querido ver, a su Manuel revuelto con su odiada vecina.

-¡Hija de la gran puta!-dijo cogiendo a la mujer del pelo y tirando de ella con fuerza. -¡La madre que te parió! vas a ver lo que le pasa a las guarras como tú- y arrastrando  por el suelo a su vecina, abrió la tapa de la alcantarilla  del lavadero y la metió allí de cabeza.

Con los ojos desencajados, despeinada y casi muda, se dirigió ahora hasta su marido.

-La loca me dicen… porque no puedo vivir sin ti, que tienes la culpa de toítos mis males. Malas puñalás te den, cacho cabrón, que tan jartita me tienes. Y mira que eres chico, y hasta feo, pero no sé qué me has dao pa quitarme las tapaeras del sentío. No estaba tan loca por desgracia.  Ahora sí que me has vuelto majareta de verdad. ¡Al carajo! ¡No vuelvas por aquí, ya no quiero verte nunca más!
Mientras ocurría esto en el cuarto de La Pepa, los municipales, alertados por la vecindad, levantaba la tapa de hierro de la alcantarilla, sacando a La Pepa por los pies, sin vida, ya.

-¡Alto ahí Manuela!- Gritó el guardia dirigiéndose a la causante de la desgracia.

Manuela, haciendo caso omiso al guirigay que había montado en el patio, se dirigió hacia la pared de los pájaros, abriendo una a una todas las jaulas.- ¡A tomar por culo!- dijo mientras los pajarillos dudaban si salir o no de las que desde su nacimiento habían sido sus casas.

Seguidamente, la mujer, deshecha, salió esposada hacia el cuartelillo.  Rafael observaba la escena.  La luz se reflejaba en las gotas saladas que recorrían sus mejillas.