lunes, 24 de abril de 2017

Secretos de confesión, por Lola N.G.




Unos leves toques en la antigua puerta de madera de la celda, interrumpieron la carta que la Hermana Magdalena escribía a su familia en la pequeña tabla que le servía de mesa, la dulce y maternal hermana Angustias le dijo en murmullos que se diera prisa, para no disgustar más a la Superiora, esa mujer le tenía manía desde que había llegado al convento, venía a advertirle que no volviera a llegar tarde. Ella, con un hilo de voz le dijo que se adelantara, en unos segundos la alcanzaría, los cansados pasos de la hermana se alejaron por el frio corredor del convento, sólo se oía el hipnotizante canto de los jilgueros y el silencio de la soleada mañana.

Magdalena miró a su alrededor, apenas recordaba el lujo que desde pequeña la protegía, siempre rodeada de amor y riquezas, la “pequeña princesa de la casa”, la llamaban,  no habían entendido tan extraña y acelerada decisión, que tomó de forma tan abrupta después de conocer a ese maldito y santo hombre, aún oía los llantos de su nana y su madre y el fuerte suspiro del rudo Marqués de Villa Rosa al verla subir al viejo tren que la separaba de ellos, la vida de pobreza ahora elegida la rodeaba, un duro y esquelético camastro la acunaba por las noches, una fina y rasposa manta oscura apenas evitaba el frio en los días de invierno, en aquel retirado convento de Santa Clara, en Oviedo, un pequeño crucifijo marcaba el norte de aquella vacía estancia de enseres, repleta de caricias prohibidas. Echaba de menos a su familia en Granada. Pero no había podido hacer otra cosa, su camino estaba junto a él. 

La hermana Magdalena rezaba cada noche por él, Magdalena soñaba cada noche con él. 

El repiqueteo de las campanas llamando a rezos matutinos la despertó de sus pensamientos. Esos deseos por los que en las noches de insomnio se castigaba su delicado y satánico cuerpo de mujer, unas veces infringiéndose dolor, otras dándose a sí misma placer. Con rapidez se envolvió en su descolorido atuendo de cristiana fervorosa. Como cada mañana desde el día que le robaron su hermosa melena de dorados rizos, se atusaba el pelo como si aún lo peinara. Un pequeño y roto espejo le devolvió una imagen de monja devota, mujer mundana en sus entrañas. 

Al dirigirse a la pequeña y austera capilla, otras hermanas la rodearon en silencio, era domingo, el esperado día de todas las semanas, al pasar debajo del despacho de la superiora  sintió sus ojos lascivos deslizarse por su cuerpo prohibido, envuelto en santidad para alejar el deseo del hombre, sabía que él ya estaría a su espalda. Ella, con paso urgente de colegiala enamorada a sus 25 años, llegó a la entrada, una columna lo ocultaba, un aliento en su nuca, un roce invisible en su hombro, la hizo temblar todo su ser. Lágrimas de alegría llenaron sus ojos de madona. Al arrodillarse frente a la cruz sintió vergüenza, como si todos a su alrededor supieran lo que hacía, también de rodillas, en su cama. Levantó su rostro y lo vio y el día comenzó a nacer.


Durante toda la misa, sintió que aquel hombre, vestido de sacerdote, le hablaba a ella, sólo para ella cada palabra, hombre guapo y maduro, que en su juventud había sido obligado a vestir de negro de por vida, abnegado de día con los enfermos, apasionado y salvaje dentro del cuerpo de Magdalena, llenándola de deseo fervoroso y húmedo, besando cada centímetro de su piel.       
            
Enamorado de ella desde que la vio en aquel viaje a Granada, había intentado, con todas sus fuerzas, alejarla de su vida, de su camino elegido por otros, aceptado ya después de tantos años. Nunca había sentido nada más que amor paternal hacia todas las hijas de Eva, ninguna había conseguido que diera un mordisco a su manzana. Insinuaciones muchas, oportunidades de pecar infinitas en sus 30 años de dedicación. Había sido un profesional de su fe impuesta. No entendía por qué su Dios, el tan respetado Señor, le había mandado tan dura prueba, pero ya todo le daba igual. Sólo vivía para esos domingos en que podía verla, rozar sus labios, sentir su lengua al introducir el cuerpo de Cristo en su boca, un suspiro de deseo intentando retener su mano.

Todos se retiraron después de cenar, el silencio invadió el lugar, rezos en celdas, sueños en celdas, llantos en celdas, como cada domingo desde hacía cinco años, caricias prohibidas inconfesables en la celda de Magdalena.

El abandonaba el convento los lunes después de rezos de mañana. 

Al poco, un domingo, al despuntar el alba, ella vistió, caminó hacia la capilla, no lo sintió a sus espaldas, extrañada miraba a su alrededor, su presencia no estaba, algo pasaba, intentó preguntar por él, la Superiora, que no era muy amiga de charlas, ignoró su pregunta y de malos modos le indicó que se callara. Magdalena aturdida al ver otro sacerdote dar la misa, controló su deseo de salir a buscarlo y permaneció en silencio. 

A lo lejos, en el valle, una figura vestida de negro montada en su caballo, escuchaba el repiqueteo de campanas.  Firme en su decisión de alejarse de ella, había prometido a su confesor que no volvería a verla, quería cumplir y ser un hombre sin deseos. Lo hacía por ella, no por él, había recibido una visita del Marqués de Villa Rosa, hombre de fe, que enterado por la Superiora, del motivo de la precipitada salida de su hija de la vida acomodada que llevaba, le había exigido primero y suplicado después que la dejara. ¿Qué podía hacer?, en aquella época una monja desvirgada merecía la muerte. A él le perdonarían, en definitiva, era un hombre, que seguiría su viaje de penitencia.

Un sin número de domingos después, la hermana Magdalena, cada vez más desesperada, rezaba, nadie contestaba a sus insistentes preguntas sobre el paradero del padre Alejandro. Tendría que hablar con la Superiora y le insistiría, aunque fuera de rodillas.

¡Eso no le incumbe!, le seguía diciendo ella, nunca le había gustado como la miraba esa mujer, se sentía desnuda ante sus ojos. Cuando una mañana la hermana Angustias llamó a su puerta ante la tardanza en el desayuno, la encontró vomitando en su orinal. Había observado su extraña delgadez, sus ojeras, sus ojos sin vida desde hacía un tiempo, el estremecimiento ante cualquier intento de caricia fraternal de su parte, siempre antes aceptado.

Le preguntó que le ocurría, lloraba tanto que no entendía sus balbuceos. 

¡He pecado, he pecado!, llegó a comprender, que decía, ¡He violado mis sentimientos, le he sido infiel! ¡Pero tenía que saber! ¡Ha sido tan alto el precio!

Sor Angustias no entendía nada y como llegaba tarde, la dejó llorando desconsolada, con la promesa de que volvería en un rato. Al acabar sus tareas, se dirigió deprisa a la celda de su niña Magdalena, como ella la llamaba.

Tocó varias veces, pero no halló respuesta, nerviosa intentó abrir la puerta y la noto atrancada, fue a pedir ayuda, cuando consiguieron entrar en ella, una imagen desoladora se reflejó en los ojos de todas ellas. Un bello cuerpo desnudo, balanceándose en el techo, alrededor del cuello de Magdalena, su grueso cordón del hábito que había vestido por amor a un hombre, el instrumento para quitarle la vida. La única silla de la estancia tumbada en el suelo.

Unas cartas depositadas en la tabla de madera que le servía de mesa.

“Querida familia, perdonad mi pecado. Os quiero”.

“Amor mío, me voy porque no puedo vivir con mi delito, un delito que me han obligado a cometer para poder saber de ti, para salir de este infierno de desconocimiento ante tu ausencia, perdono tu abandono porque lo has hecho por mí, pero no puedo soportar que otros labios hayan besando mi cuerpo, que otras manos hayan navegado por mi piel y acariciado lo que sólo es tuyo, lo que sólo tú puedes penetrar, hasta mi alma y mi mente”.

Al conocer la noticia, la Superiora se dirigió a la capilla y en secreto de confesión, buscó el perdón de Dios.

Becerro de oro, por Mónica Sánchez





Llego a Sevilla la mañana del Jueves Santo, el día en que se verá la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera. Vengo desde León para cubrir la salida extraordinaria en la semana santa sevillana, de nuestra patrona la Virgen del Camino, con motivo de la celebración del Cincuenta Aniversario de su Coronación en esta ciudad. 

En Sevilla los colores se muestran con una tonalidad auténtica, como esas ceras para colorear en el colegio. El cielo es de un azul puro, intenso, los árboles de color verde aceituna, y el sol pleno, más rey si cabe, irrumpe en la ciudad como una gigante bombilla incandescente.

Con mi acreditación accedo a la zona reservada de palcos y sillas en plena carrera oficial, paso obligado de todas las hermandades. Una zona restringida y acotada solo para unos pocos afortunados. Los espacios son estrechos y ajustados, compuesto por filas de 10 sillas de madera dispuestas de frente, con un pasillo de salida a cada lado. La señora que está sentada delante de mí, viste completamente de negro; medias, vestido, chaqueta y zapatos. De riguroso luto por la muerte de Cristo, me comenta. Al lado su hijo, un zagalón de 12 años con chaqueta, corbata y pantalón gris, como marca la tradición. Las cofradías habitualmente constan de dos pasos, uno con la representación de algún pasaje bíblico, y otro con la imagen de una virgen dolorosa. 

Hace aparición la hermandad honorífica. La Virgen luce una lujosa corona de oro de más de un palmo de altura, y le cuelgan del pecherín cinco puntas de diamantes.  Como con el resto de imágenes, el silencio se impone sin que nadie lo cuestione. Con cada una de las procesiones que van pasando, tras cientos, a veces miles, de nazarenos, el público se levanta y se santigua, rompiendo en aplausos cuando avanza la marcha que suena.

Y una reflexión sobre la necesidad del ser humano de creer en algo, se me antoja inoportuna. De adorar al becerro de oro. La iglesia católica tiene una larga historia que se remonta a los inicios del Cristianismo, hace casi 2000 años. A pesar del paso del tiempo, me atrevería a afirmar que la erosión ha sido mínima, y aún todavía está muy presente en el ADN de los millones de creyentes de todo el mundo, o de los que se creen serlo, claro está, con la conveniente patada al catecismo de vez en cuando, según vaya conviniendo. Aún conserva casi todo su vigor, y es que es capaz de aunar lo político y lo religioso. Y que esto último, se imponga en muchas cuestiones socio-políticas y de estado. Como muestra un botón. Y es que nuestra Ministra de Defensa ha ordenado en esta fecha izar las banderas a media asta en todos los cuarteles. O el mismísimo ejército desfilando en la procesión del Santo Entierro, presidida por una representación política y eclesiástica de alta alcurnia.

Claro, así el mensaje de estado queda claro y patente. Cristianismo, religión católica y régimen, todo unido por una misma cintura.

En Andalucía se hace patente especialmente. Un nutrido número de “capillitas”, autodenominados así en esta misma tierra, se refieren a sus titulares como la mismísima santa madre y padre de dios y de ellos, y ven ofendidos sus sentimientos si alguna mente intempestiva, de calado social, tiene a bien sugerir determinada opinión en contra, o si a algún descerebrado se le ocurre hacer una gracieta sobre su santo, aunque a su vez no les resulte nada incómodo contar chistes sobre otros colectivos de esos de los que uno lleva toda la vida riéndose, llámense mariquitas, tartajosos o catetos. 

Eso sí, el resto del año quedan amnésicos antes sus convicciones de buenos cristianos practicantes, a menos que sea más que para volver a besar la medalla que les cuelga del cuello durante la peregrinación a la romería de El Rocío.

Esperemos que después de la prometida resurrección, no tengamos todos destinos diferentes.

jueves, 20 de abril de 2017

Periodismo y Literatura: Las voces del desierto, por Esther Pujol.




No hace mucho llegó a mis manos un artículo a través de “África no es un país”, una página web a la que estoy subscrita. La noticia, titulada “El país de los mendigos” para el periódico El País, fue compartida por la mencionada web, en la cual José Naranjo, relata el contenido de unos hechos que llamaron mi atención y mucho, pues desconocía tales circunstancias. Irrealidades verídicas a las que deberíamos estar acostumbrados no dejan de sorprenderme, porque es un “suma y sigue” de la mezquindad humana. A raíz de ahí, decidí indagar en la problemática para hacerme partícipe de la gravedad del asunto.

Desde la introducción del Islam en Senegal, antes de la colonización francesa, las escuelas coránicas asumieron el papel principal en la educación. Las daaras, como se denominan dichas escuelas, eran dirigidas por marabouts, maestros que enseñan el Corán, y los alumnos son conocidos bajo el nombre de talibés. Algunos de ellos vivían en sus casas con sus padres y estudiaban en una daara en el pueblo. Pero la gran mayoría eran confiados a marabouts de pueblos alejados donde convivían, sin ningún contacto con la familia, durante años. Allí, tanto niños como niñas, aprendían el Corán de memoria. En la actualidad, esto sigue siendo así.

La mayoría de marabouts se dedicaban a la agricultura y en épocas de cosechas trabajaban el campo junto con los talibés de mayor edad. Cultivaban lo suficiente para alimentar la daara la mayor parte del año mientras los pequeños estudiaban, y en la estación seca se insistía en el estudio. A estas cosechas se le sumaban las aportaciones de las familias de los talibés y las limosnas de los miembros de la comunidad local. De esta manera se financiaba una escuela que era pobre de solemnidad.


¿Cómo estas prácticas, de las escuelas coránicas en Senegal, llegaron al fenómeno de la mendicidad?

Los marabouts se aprovecharon de la falta de regularización gubernamental para desnaturalizar la enseñanza religiosa, usándola como tapadera para cubrir la explotación económica de niños a su cargo. Niños que se convirtieron en piezas fundamentales de un sistema pervertido por aquellos que vieron la oportunidad del negocio en la tradición. Niños que se convirtieron en esclavos para poder estudiar y que viven en condiciones sumamente peligrosas, forzados a mendigar.

Se recogen testimonios escabrosos sobre abusos de todo tipo: palizas con tiras de goma o con trozos de madera, a veces a la vista de todo el mundo, heridas infectadas, enfermedades de la piel o gastrointestinales que no reciben la atención médica necesaria, etc.

A esto habría que añadir que cada vez hay más menores, procedentes de países vecinos, cuyos padres les envían a las daaras de Dakar en un intento desesperado por aliviar las cargas familiares. No aportan ningún dinero y los marabouts en las ciudades no disponen de tierras para cultivar. Tampoco pueden exigir a los progenitores una aportación porque serían sancionados por la comunidad, y aunque no tengan recursos para alimentar a un niño no pueden rechazar su ingreso en la daara.

Senegal posee leyes para luchar contra esta lacra y es responsable de la protección de los derechos de estos cientos de miles de niños dentro de sus fronteras. Sin embargo, no cumple con la misión y fracasa estrepitosamente a la hora de aplicarlas.
También hay que decir que no todos los mendigos son talibés, ni todos los estudiantes coránicos practican la mendicidad. En este sentido numerosos maestros coránicos han unido sus voces en una asociación que lucha por erradicar la mendicidad y toda forma de violencia contra los niños.

El testimonio de Abdou narra cómo fue escolarizado oficialmente en la daara de Baakir Fall, en Saint-Louis, donde convive hoy junto con otros 32 niños y se esfuerza por aprender de memoria los ciento catorce suras o capítulos del Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Acaban de despertar, tras 2 horas de sueño, ya que entre las 5 y las 7 han tenido su primera sesión. Los chicos se disponen a comenzar las abluciones, un ritual de purificación del cuerpo que se lleva a cabo antes de comenzar el acto religioso.  Algunos hacen una inmersión de todo el cuerpo y otros sencillamente realizan una aspersión de agua sobre las manos. Depende de la suciedad moral.

Pero no siempre corrió la misma suerte. El pequeño, de doce años de edad, llegó a esta escuela coránica de la mano de cooperantes de una ONG internacional establecida en Dakar. Fueron ellos quienes lo encontraron, en mitad de la noche, tras ser alertados por uno de los conductores de la estación de autobuses. El niño dormía, plácidamente, bajo el abrigo de un saco de arroz vacío. La situación de extremo estrés a la que estaba sometido en la anterior daara hizo que huyera lejos de su maestro, pues le obligaba a mendigar en las urbes, alejados e incomunicados de sus padres, prácticamente desde que asomaban los primeros rayos de sol y hasta lograr alcanzar el irin, la mínima cantidad de dinero que debía recaudar diariamente en una lata de tomate oxidada, lo que equivale a 300 francos CFA (medio euro).

Tras pasar nueve horas mendigando, Abdou regresaba a la escuela para recitar los versos escritos en una tablilla de madera mientras el ayudante del maestro hacía restallar un látigo sobre sus cabezas. Y esto no era lo peor que le podía pasar. Lo peor de todo era regresar a la escuela con las manos vacías tras deambular por las calles de la ciudad recubiertos de una fina capa de arenilla del Sahel.

Ahora, Abdou y el resto de niños internados en esta escuela, regresan a la oración con un orden sorprendente. Postrados en el suelo sobre sus rodillas y con un ejemplar del Corán en sus manos, recitan los versículos mientras se balancean adelante y atrás. El sonido monótono de sus voces se escabulle a través de las ventanas e inunda las calles. Es la constante banda sonora de esta daara y de las miles que existen en todo el país.