miércoles, 26 de noviembre de 2014

Silencio sepulcral, por Juan Carlos García Reyes


Era el día elegido, no podía ser otro. Aquella tarde estaba reservada para el triunfo, aunque la jornada no se había presentado del todo propicia: unos negros nubarrones anunciaban aguacero, pero al menos el temible viento no había hecho acto de presencia.

Subí desde el comedor hasta su habitación y tras tocar suavemente en la puerta y sin esperar respuesta, entré. Allí estaba él, en ropa interior, con la mirada ausente. Me estaba esperando para comenzar con nuestro ritual. Necesitaba de mí, de su compañero, de su amigo.

Me acerqué a él lentamente y comencé a ayudarlo a vestirse, a ajustarse la taleguilla y a abrocharle los cordoncillos rematados en finos machos. Le fui pasando el fajín, la camisa, la corbatilla…

Luego llegó el momento de recogimiento, donde yo me aparté hacia un rincón de la habitación. Lo observé rezar en silencio, moviendo lentamente los labios, arrodillado, con un rosario colgado de su mano derecha y las imágenes del Cristo del Gran Poder y la Virgen de La Macarena frente a él. Fueron momentos de concentración, de pedir ayuda divina para lo que pudiera venir. Instantes en los que el torero, el maestro… mi amigo, estaba sólo con sus padres celestiales.

La habitación se quedó en penumbra porque el sol se había ocultado por las nubes, pero Juan Torres no se inmutó, no pareció darse cuenta; tal era su grado de concentración.

 A partir de ahí silencio, solo silencio. Salir del hotel, subirse a la furgoneta y llegar a la plaza. Todo silencio, todo concentración. La algarabía exterior se sometió a la calma que provocaba su actitud callada y serena.

El paseíllo lo llevó a cabo de la misma forma en que había vivido toda la tarde. Tan sólo, cuando recibió el capote de mis manos, un leve movimiento de agradecimiento en su cabeza se atisbó. Era la forma de reconocer la amistad que nos unía. Pero nuestros destinos eran diferentes: uno en la arena sacando a relucir el arte que atesoraba, el otro tras el burladero dispuesto al quite.

La plaza gritaba ensordecida y volvió a rugir al ver salir al adversario, un toro negro zaíno, de quinientos noventa kilos. Un difícil rival para el maestro, que embestía con nobleza y sentido. Tan sólo un aspecto empañaba la estampa que estaban fabricando juntos: el toro era bizco y esa disparidad de cuernos alteraba el orden establecido.

Pronto llegó el primer capotazo, la primera verónica, los primeros lances… y el primer y único descuido. Su cuerpo salió volteado por los aires y cayó a plomo. No se movía, no respiraba. Silencio en la plaza tras un primer grito de horror. El mundo se acababa. Salí corriendo y un silencio sepulcral me inundó.
 

Julia, por Luisa Yamuza Carrión



El primer encuentro con ella sucedió en la celebración de la comunión de mi sobrino Tomás a primeros de junio de 1985. Fue un desastre de día porque desde por la mañana llovió a cántaros y cuando llegamos al restaurante, el chiquillo tenía los pantalones mojados hasta la rodilla y los invitados nos sacudíamos el agua de los trajes nuevos como podíamos. Justo en ese momento la vi entrar, apresurada, tapándose el pelo rizado con un primaveral foular de tulipanes como improvisado paraguas. Llevaba un vestido veige, con manga abullonada y falda vaporosa que se ajustaba con suavidad a su cuerpo con un cinturón ancho color oro con hebilla en forma de flor semejante a las del foular . Sin medias, sus piernas lucían ya ligeramente bronceadas y las sandalias doradas de tacón mediano dejaban al descubierto unos pies delgados y frágiles. Iba  poco maquillada y sin apenas accesorios, solo un gran anillo con un gran tulipán vestía su mano izquierda y en la derecha tenía una alianza que indicaba su compromiso. La escasa luz del día enmarcaba su figura por la espalda y yo no podía dejar de mirar hacia allí. Junto a ella había un hombre que la ayudó a componerse, su marido como poco después supe, y un niño rubio de ojos vivarachos como los suyos.
 
Fue mi hermana Elisa la que nos presentó un rato después de cortar y repartir la tarta, las fotos del niño y la cajita a modo de recordatorio del feliz acontecimiento llena de pequeños  bombones en forma de pelota de tenis, el deporte favorito de Tomás. Por fin tenía un momento de tranquilidad, se había sentado en la mesa de ella y conversaba con la pareja con familiaridad. Yo me acerqué con idea de despedirme pues estaba cansado del  jolgorio de niños y además tenía que estudiar para el examen de derecho romano que tenía esa semana. Mi hermana no quería que me fuera y como para entretenerme me presentó al matrimonio:  Julia y Felipe, amigos y vecinos míos, tienen un niño de la edad de Tomás- dijo sonriente. Nos estrechamos las maños en un rápido ademán y a esa distancia pude comprobar el dulce color de sus ojos. Su fragancia de flores frescas inundó mis sentidos y tuve que cerrar los ojos para no seguir mirándola pues temía ser descubierto por su marido. Apenas mantuvimos una corta conversación sobre el tiempo tan malo para una celebración y, curiosamente,  sobre el progreso de mis estudios. Ella era diseñadora de interiores y su marido arquitecto, un tándem perfecto, me dijo. Yo asentí a todo lo que decía. Su marido no abrió la boca y miraba hacia el grupo de niños que correteaban por el jardín buscando a su hijo. Pasados unos minutos me dirigí hacia Tomás al que no le quedaba ni un ápice de traje blanco, le di un beso y un achuchón y me fui a casa.

Durante los años siguientes la vi en varias ocasiones cuando iba a visitar a mi hermana pero nuestra relación no pasó de un saludo y,  al principio, cierta curiosidad por mis avances académicos. Para mí, siempre estaba espléndida aunque jamás me atreví ni siquiera a insinuarle las sensaciones que me producía verla.  En 1995 mi hermana se separó de su esposo,  se mudó y desde ese momento ya no volví a verla. Elisa seguía manteniendo la amistad con ella pero  ya nunca coincidimos en su casa. Los años siguieron pasando, el trabajo como abogado ocupaba todo mi tiempo y yo casi me olvidé de ella, aunque cada primavera  al ver florecer los tulipanes en la terraza de mi vecina Inés no podía evitar recordar su imagen cubierta por aquel bonito foular. 

Unas semanas después de cumplir 45 años, un domingo por la tarde en la cola del viejo cine Bécquer, la vi de repente acercarse a mí con decisión. Iba sola y me había conocido al instante. - Eres Andrés, verdad? El hermano de Elisa. ¿Cómo te va? Hace mucho que no veo a tu hermana, y Tomás se decidió por Filosofía?.....Yo respondí como pude a sus  preguntas pero mi sorpresa iba en aumento. No podía creer que me hubiera reconocido, pero así era. Entramos juntos a ver la película, yo la vi como en un sueño porque su perfume no me dejaba concentrar la atención en el film. Luego fuimos a cenar a una crepería del centro y no dejamos de hablar ni un minuto. Me contó que su marido había fallecido de un infarto 8 años atrás, que su hijo estaba en Londres perfeccionando su inglés y que ella solo había podido superar su soledad con su afición a la pintura. A eso se dedicaba actualmente, a pintar al óleo y acababa de inaugurar una exposición en la pequeña sala Acuarela de la ciudad. El resumen de mi vida en esos 25 años fue corto pues solo me había dedicado a mi trabajo y a mi afición de senderismo que practicaba cuando podía porque me ayudaba a descargar el estrés del día a día. 

Desde ese encuentro, como por arte de magia mi mundo se transformó porque ya no nos volvimos  separamos. Julia se convirtió en el centro de mi vida. Sus exposiciones eran un éxito cada vez mayor y su  vida social fue en aumento. Yo  la acompañaba a todos los eventos en los que ella, sin duda,  era el centro de atención por sus cuadros, por su estilismo y por su personalidad. Su mente libre y su espíritu joven propiciaba el acercamiento de personas de todo tipo y edad, desde pintores como ella a deportistas, toreros, músicos, profesionales liberales y  políticos de todas las facciones aunque ella sentía predisposición hacia la izquierda por proceder de familia humilde. Sin embargo, siempre mantuvo su domicilio en el mismo barrio y era conocida por todo el vecindario por su naturalidad de modo que se codeaba con el frutero, la camarera del bar de la plaza de abastos o el dentista Ojeda de forma familiar e incluso afectuosa después de casi cuarenta años viviendo allí. Yo me limitaba a seguirla, a dejarme guiar por sus costumbres y su vida. Mi trabajo era lo único que me alejaba de ella. Sin embargo, a los pocos años de iniciar nuestra relación reduje mi horario laboral porque sus continuados viajes, al principio por Europa, después por América donde tuvo mucho éxito, requería que estuviera cada vez  más tiempo con ella. Y así fue sucediéndose la vida junto a Julia durante casi 15 años.

Hoy hemos vuelto de la clínica de rehabilitación a la una, como todos los días desde hace tres años. A Julia le dio un ictus del cual no se ha recuperado por completo y la parte derecha de su cuerpo necesita movilizarse a diario para evitar que su dificultad motora empeore. Puede andar pero con mucho trabajo, así que usa una silla de ruedas para los desplazamientos más largos y fuera de casa. No puede pintar pero a pesar de ello, sigue espléndida, alegre y feliz, con la mirada brillante de ilusión. Muchos nos han criticado. A mí  porque soy 20 años más joven que Julia. A ella porque por amor pone su fortuna en peligro.  Pero a mí nada me interesa más que ella, que compartir su tiempo, que amarla y hacerla sentir bien. Nada es más importante que ella, ni el dinero, ni los lujos. Ni siquiera yo soy más que un simple bastón que la acompaña por si tiene un momento de debilidad, de flaqueza del alma o por si la emoción la desborda y la hace tambalear. Ella es la vida, mi vida.

Beta, por Samuel Lara




Desde que era pequeño, la manada de Roi le había rechazado. Siempre sintió una gran tristeza, por mucho que quisiera, esos ojos azules le destinaba a ser un lobo omega, solitario. Pero en el fondo de su pequeño corazón estaba la sensación de querer a alguien que lo guiara en su viaje.

Solo, sin nadie que pudiera transmitirle los conocimientos que crean su naturaleza, vagaba por el bosque hasta encontrar un camino hacia algún lugar al que llamar hogar, pero lo que deseaba en realidad era tener una manada a la que pertenecer. Empezó a llover. La lluvia se convirtió en una tormenta que asustaba a Roi. Llevaba varias horas sin descansar de su búsqueda, cuando el cansancio venció al cachorro. Inconsciente, aquel lobezno yacía desmayado en un charco de agua y barro.

Una mujer que vivía cerca de allí, en medio del bosque, recogió en sus brazos al animal, lo envolvió en una toalla de secar el pelo y se lo llevó a su cabaña. Era pequeña, pero tenía todo lo que una persona necesita para vivir. La mujer se sentó junto a la chimenea que iluminaba el lugar mientras secaba a Roi, que seguía inconsciente. El calor que desprendía el fuego lo despertó suavemente. Abría los ojos lentamente y podía apreciarse que estaba mirándose el hocico, aunque al abrirlos completamente restauró su mirada y la dirigió hacia arriba, donde encontró la sonrisa de aquella mujer. No le importó, se acurrucó y esbozó un sonrisa  dirigida a ella. Los ojos de Roi cambiaron de azul a amarillo. Desde ese día la mujer y el lobo compartieron años de fidelidad y compañía. Ocasionalmente la familia de aquella mujer la visitaba y jugaba con él aunque fuera mucho más grande que antes, no hacía falta que Akane tuviera ojos rojos, Roi sabía que ella era su Apha y él su Beta, a pesar de no tener la misma sangre. Compartían algo mayor, la naturaleza que les rodeaba y de la que sacaban su supervivencia. Ya no estaba solo, era parte de una pequeña manada a la que se unió un bebé y un hombre que les amaba a ambos.