viernes, 30 de noviembre de 2012

La mirada de Sitael, por Matilde López de Garayo.


Por aquel entonces yo compaginaba mis estudios de Bellas Artes con el trabajo de cocinera en el pequeño restaurante de mis padres, ubicado a las afueras de la ciudad. En la planta de arriba se encontraba mi apartamento.  Me tenía que desplazar  treinta kilómetros para poder ir a clase, y aunque a veces acababa totalmente agotada, merecía la pena.

Hubo aquel invierno dos acontecimientos importantes para mí: Fue una de las estaciones más lluviosas de los últimos veinte años, y conocí a Sitael.

La personalidad distante y a la vez cálida de nuestro nuevo modelo, era comentada por mis compañeros, que al igual que yo nos sentíamos subyugados por la armonía de sus rasgos, por el dominio de sí mismo, por la fuerza vital que emanaba y por la sensación de que podía ver las imágenes de nuestras más secretas  agitaciones.  Todo eso lo percibíamos sin haber  hablado nunca con él, porque cuando entrábamos en el estudio, ya estaba sentado en el taburete, y permanecía en él hasta que nos habíamos marchado.

Después de haber pasado tanto tiempo, aún si cierro los ojos, y rememoro aquella época,  soy capaz de seguir esbozando sus rasgos en un papel, o en un lienzo. Reproducir sus facciones en carboncillo, o lápiz. Colorear sus sombras con óleo, acrílico o acuarelas.

No me hace falta sacar del armario del desván mis primeros bocetos. Ni limpiar el polvo que envidioso se hubiera adherido al dibujo como una rectificación de última hora. No me hace falta, para acordarme del rostro de Sitael. Pero no hago el intento de coger el lápiz, sé que no volvería a conseguir dibujar aquella expresión que me rebeló quien era.

A lo largo de mi vida profesional he hecho cientos de retratos de hombres, de mujeres  y niños, pero la impresión que me dejó su mirada no ha sido superada por nadie.

Se gravó como la huella que dejan los acontecimientos significativos en el lienzo de una vida: como el primer viaje con los amigos, el primer beso, el primer amante, la ausencia de los seres queridos, el primer signo de vida en tu vientre... Pinceladas de nuestra existencia, tatuajes del alma.

En mi obstinada dedicación por realizar un trabajo perfecto, influyó –no me cabe la menor duda- la obsesión que poco a poco fue apoderándose de mí. Obsesión por querer plasmar en el dibujo aquella expresión de calma completa, espejo de la tranquilidad de sus sentimientos, muestra de su vida interior, de su potencial irradiante.

Quizás fue esa personalidad magnética, el halo de misterio que le envolvía, la languidez con que dejaba descansar sus manos en las rodillas. Manos que disimuladamente yo observaba cuando creía que nadie me miraba, estilizadas y delgadas, con dedos largos, uñas bien recortadas, ninguna mancha que indicara enfermedades en la hoja de ellas, el pliegue de la piel a los dedos, o  la región entre el extremo de la piel sobre la superficie superior de la uña y la porción próxima a ella, perfectamente delimitados, sin piel despegada ni excesiva. Lúnula blanca y amplia. Las venas resaltadas por debajo de una piel pálida, sin vello y suave. Eran unas manos que no pasaban desapercibidas fácilmente, no hacía falta que  tuvieras espíritu artístico.
Comenzaba el encaje, primero el óvalo de la cara, después las líneas imaginarias que me permitirían esbozar sus orejas, su nariz, sus labios, sus ojos y su cabello. Una vez encajado  con grandes trazos, comenzaba a perfilar más detenidamente sus facciones. Conjugaba carboncillos de distinto grosos y dureza o lápices según de que boceto se tratara, y así a base de combinar distintas intensidades y el uso de la goma para producir brillo, conseguía que poco a poco esas primeras líneas dieran vida a un rostro.

 Pero no, no me convencía y repetía una y otra vez el boceto, sin alcanzar a  reproducir todo lo que me transmitía su mirada.

Cuando los profesores me daban el visto bueno, yo les rebatía su decisión diciéndoles que no, que mi retrato sólo representaba los rasgos físicos y no los emocionales, los psicológicos, o internos, que había algo más que no acababa de captar. Se daban por vencidos, y me dejaban ante el caballete, delante  de un retrato casi prefecto, de un rostro casi perfecto.

Una noche salí antes de clase, las lluvias torrenciales amenazaban el desbordamiento del arroyo que tenía  que atravesar para ir a mi casa. El agua me impedía ver con claridad, y me tuve que salir del empedrado que hacía de  puente. Mi 4x4 no pudo aguantar la fuerza del torrente. Me vi arrastrada hasta que se detuvo cerca de la orilla. Atrapada en el coche y el agua que llegaba a la altura de media puerta creí que había llegado mi hora. Puedo asegurar que yo no salí por mis propios medios de allí, por mucho que me dijeran que me habían encontrado sola. Recuerdo con toda nitidez unos brazos que me sacaban del coche.

La sangre de mi cara  me impedía ver a la persona que me estaba ayudando. Una vez fuera, echada en el suelo y apoyada la cabeza en sus rodillas, comenzó a limpiarme la cara, reaccioné impulsivamente agarrándole una mano  y a pesar de que tenia los ojos manchados sangre, barro y agua, pude reconocer esos dedos largos, esas manos casi marmóleas a pesar de la tibieza de su roce. Era  Sitael.

Desorientada levanté un poco la cabeza y comprobé que sus ojos me observaban fijamente. A pesar del mareo que estaba sintiendo, noté que aquella mirada me traspasaba. Sus ojos me llevaron a épocas remotas, al principio de los tiempos, a su existencia de equilibrada  soledad, a la misión encomendada por no sé quien, “la custodia y ayuda al ser humano”.

Me sumergí en su mirada, y percibí momentos de mi más tierna infancia, de mi adolescencia, de mi juventud. Aunque su presencia hasta ese momento, nunca  la había percibido, él había estado siempre a mi lado. De no ser por su intervención en algunos momentos de mi vida,  hoy  posiblemente no podría  estar contado esta historia.

Me desmayé, el último sonido que recuerdo antes de recobrar el conocimiento fueron las sirenas de la ambulancia.

Después del accidente Sitael no volvió por clase. Un mes más tarde, en el silencio de mi estudio, conseguí por fin dibujar  la mirada de un ángel.

Hay un cuadro en el salón de exposiciones de la Escuela de Bellas Artes de mi ciudad natal. Es una composición de varios bocetos que representan a un varón de unos veinticinco años.

En el catálogo de la exposición  se puede leer:

"Cara ovalada, sin arrugas, pelo hasta los hombros, negro, ondulado y suelto. Pegadas a la cabeza, las orejas nacen a la altura de los ojos y terminan en la base de la nariz. Cuello largo, nariz  recta. Boca de labios finos y cerrados. Parece un retrato teórico,  todos los rasgos son perfectamente proporcionados, dando una sensación de equilibrio natural. El cuadro representa el rostro de un hombre bello, en varias posiciones, frontal de perfil, escorzo... Sin embargo los ojos parecen difuminados en todos menos en el central. La cabeza un poco bajada, mirada  al frente,  y con los ojos bien abiertos, el iris parece prisionero por las pestañas, que espesas y negras le rodean.

En una primera impresión su mirada es dulce, franca, abierta. Y el brillo de sus pupilas transmite honestidad e  inocencia. 

Pero hay algo más, si se fija con detenimiento en su rostro, los ojos muestra lo que con palabras nadie puede imaginar, se percibe  un influjo  de vitalidad, la calma como reflejo de la tranquilidad de sus sentimientos, de la nobleza de su corazón, apacible siempre, seguro de sí mismo"

En la parte baja del cuadro, a la derecha en una pequeña placa reza lo siguiente: “Mirada del ángel Sitael” – Curso 1984-1985 – Por Nuria Vela Luque

jueves, 29 de noviembre de 2012

La Escalada, por José Miguel García.



Desde hacía unos minutos mostraba signos de cansancio y respiraba con dificultad; aquella subida en vertical, que ya superaba los mil metros, se estaba complicando mucho más de lo esperado. De cualquier manera no había vuelta atrás, la tarde caía y el equipo de apoyo no tenía forma de ayudarlo: el móvil estropeado había sido la penúltima desgracia del día. Tendría que centrarse en la grieta que vislumbraba a diez metros sobre su cabeza, pasar la noche como pudiera y esperar a que en el día siguiente la diosa fortuna le fuera propicia.


Tras asegurar un par de picas, hizo un alto necesario para darse un respiro: no detenerse unos minutos a evaluar la situación con frialdad podría llevarle a cometer errores que lo arrastrarían al desastre. No era la primera vez que se enfrentaba a una situación parecida, pero esta superaba con creces a todas las anteriores lo que le obligaba a ser en extremo prudente.

Xavier, a pesar de contar escasamente con treinta y cuatro años y estar en su plenitud física, sabía que sólo si mantenía su mente clara y evitaba que el pánico le invadiera podría contar dentro de unos días esta aventura a sus alumnos del Centro de Escalada de Ayud.

Cerró por un instante los ojos e hizo un esfuerzo mental para concentrarse en lo que en esos momentos era importante. El entrenamiento y el propio sentido de la supervivencia lograron que se pusieran en alerta todos sus instintos; mesó su barba sopesando la situación cuando fue consciente de que la temperatura había bajado de golpe: en la poblada barba que cubría gran parte de su cara, las gotas de sudor, que por el esfuerzo le habían caído desde la frente, comenzaban a tomar la sólida consistencia del hielo. Giró el cuerpo hacia el oeste, se subió las gafas dejando ver unos ojos profundos y expresivos que a la luz de los últimos rayos recordaban el tono verdoso de los pinos; respiró lenta pero intensamente, tensó por partes cada músculo del torso y de la espalda para un instante después abandonarse durante unos segundos a un relax que preludiaba el esfuerzo que le esperaba.

 La experiencia adelantaba a Xavier que en el mismo momento en que la luz se marchara, una fría mano de hielo complicaría hasta lo indecible la subida. La noche siempre llega demasiado presurosa en la montaña, pensó.

Conocía que estos eran los peores instantes de una escalada en solitario. Consciente de la gravedad de la situación, como también lo era de que, aunque sus músculos estaban al borde de la extenuación, el cerebro le seguía funcionando correctamente, volvió a mirar al oeste y no pudo evitar embelesarse con el espectáculo del sol despidiéndose entre los picos cuajados de nieve: era el momento mágico que desde siempre le había impulsado a ser escalador, la causa de estar allí hoy y no lo iba a perder por nada del mundo. Unos segundos después el cielo estalló en una apoteosis de naranjas y rojos rompiendo la armonía del azul cristalino que envolvía las cumbres de la cordillera.

Un clic imperceptible le trajo de nuevo a la realidad, calculó que aproximadamente  faltaban veinte minutos para que la oscuridad y el hielo hicieran acto de presencia. Había que actuar rápido: soltar cuerda de los arneses cuando la hubiera asegurado a otro punto, buscar un saliente de sujeción para agarrarse a él con dedos de hierro, subir, volver a clavar,  repetir sin prisas cada gesto, huir del pánico y tener la seguridad de conseguirlo, eran las claves para sobrevivir.

            Volvió la mirada hacia el punto por donde la luz huía en el horizonte, miró hacia arriba  y calculó la distancia que le quedaba para llegar a la grieta. Decidido y sin perder tiempo trasteó en los laterales de la mochila hasta encontrar la linterna. La aseguró a su frente y  pulsó el interruptor de encendido. La clara luz de la potente bombilla iluminó con un círculo fantasmagórico su entorno. Una mirada hacia arriba le sirvió para determinar el mejor camino  a seguir hasta la oquedad que ahora aparecía como una mancha difusa.
            Desató una de las cuerdas de seguridad, con mano firme colocó un reluciente clavo en la roca treinta centímetros más arriba, tres golpes dados con toda su alma fueron suficiente para encastrarlo. Con el pie derecho apoyado y la mano izquierda sujeta a un minúsculo saliente logró que el resto del cuerpo se izara hacia arriba. Golpe a golpe y repitiendo sin  error cada gesto comenzó a luchar contra la noche y la montaña.

            El equipo de apoyo situado en el valle gritó de júbilo al descubrir la minúscula luz sobre la pared desnuda. Julia acudió ante el alborozo y tomó los prismáticos enfocándolos hacia la visión. A pesar de lo mucho que lo intentó, la oscuridad no le dio oportunidad de ver el estridente atuendo que Xavier vestía. Diez horas antes lo había visto partir envuelto en un traje rojo chillón para que pudiera distinguirse en cualquier punto de la grisácea roca, sin embargo la noche lo hacía invisible. Nerviosa, insistió moviendo de aquí a allá las ruedas de los prismáticos sin conseguir ver, a pesar de casi los dos metros que medía Xavier, algo más que un círculo diminuto de claridad que se movía lentamente.

            Desechó las dudas: era Xavier, el chico rebelde y decidido que conoció en los tiempo de instituto. Recordó su despedida por la mañana: Hasta luego dijo al equipo con la sonrisa franca que siempre le precedía y que a ella le recordaba la majestuosidad de las esculturas clásicas . El pasado acudió de golpe y en ese instante la piel de su vientre se erizó al imaginar  los poderosos brazos de aquel hombre cerrando su cuerpo y su feminidad. Sintió los labios sobre su cuello y el cabello moreno que, abierto en canal, rozaba sobre su hombro mientras le besaba con la pasión de los dieciocho años. Notó su presencia grande como la montaña que hoy le tenía preso y sonrió llena de ternura al imaginar el hoyuelo, que en medio del mentón, concentraban las miradas de todas las compañeras de clase y que ahora cubría una espesa barba negra. La lengua le trajo sabores de miel mientras el pensamiento le sumergía en la vorágine de piel morena que había sido suya y que tiró por la borda cuando no pudo, o no supo, plegarse al otro amor de Xavier: la montaña. Se sentó el suelo, cerró su rostro con las manos y le dolió el amor inacabado al que siempre estaría unida. Dejó escapar lágrimas con sabor a felicidad y amargura mientras agradecía a Dios que siguiera vivo.

            No habían transcurrido aún treinta minutos desde que el sol se ocultara cuando las manos del escalador se asieron al saliente de la grieta. Fue suficiente empinarse unos centímetros para llenarla de luz con la linterna. La claridad lechosa holló por primera vez el espacio virgen que apareció antes sus ojos como una madre salvadora. Tres metros cuadrados y un suelo casi horizontal era mucho más de lo que había imaginado. Por fin un poco de suerte, pensó Xavier.  Tras una revisión rápida por toda la cueva  concluyó que era suficiente para pasar la noche, calmar el hambre, la sed y el cansancio que anidaba en cada célula de su cuerpo. En ese momento  tuvo la seguridad de que sobreviviría.

Libre las manos de los guantes, descolgó la mochila de sus hombros, la apoyó en el suelo y deshizo el nudo para extraer la pequeña cocina de gas que situó lo más lejos posible de donde colocaría la tienda, a continuación volcó en el piso el resto del contenido de la mochila  hasta dejarlo esparcido. Tomó de entre los múltiples objetos algo parecido a un saco que desplegó con mimo por la parte más profunda a la vez que retiraba las pequeñas piedras que, por efecto de la erosión, se diseminaban por todas partes. Una vez asegurado en sus extremos, giró de la espita que destacaba en uno de los costados del saco; instantáneamente el sonido de aire comprimido llenó el espacio y como por arte de magia, el rectángulo se transformó en una confortable tienda. Se mostró satisfecho al comprobar que la cremallera funcionaba correctamente.

Con la tranquilidad del refugio, encendió la cocina, colocó un trozo de hielo sobre la tapa de la cantimplora, se agachó buscando por el desordenado montón un sobre de sopa energética hasta encontrarlo. Tras leer su composición, un gesto de resignación asomó a su rostro mientras rasgaba el papel plastificado. El olor acre del compuesto subió hasta su nariz recordándole que olvidó comprar otra marca con más contenido de fibras y sobre todo con mejor sabor.

Repartió por la superficie del líquido ya humeante una pizca de sal que, como un amuleto, siempre llevaba en un bolsillo. Al contacto con la sal, el agua comenzó a borbotear subiendo y bajando en desorden decenas de grumos amarillentos. Guió la cuchara metálica hasta el fondo del recipiente deshaciéndolos con movimientos rítmicos. Al cabo de unos minutos la sopa estaba dispuesta. Sin darle más tiempo, apagó la cocina, se pudo los guantes y tomó el cuenco metálico entre las manos para calentárselas sin quemarse. Con deleite bebió un trago que le hizo sentir una punzada de quemazón en la lengua. Una sorbo tras otro llenaron su cuerpo del calor que le faltaba.  Al terminarla se sintió satisfecho.

Respiró profundamente el aire limpio y helado de la noche que le llegaba en minúsculos puñales gélidos que sus pulmones licuaron al instante. Se sintió bien, a pesar de todo los dioses de la montaña habían sido esta vez generosos con su vida.

Ante de encerrarse en la seguridad ficticia de la tienda se acercó al precipicio y allí, mirando a la infinita profundidad que envolvía todo,  rindió a la montaña su más profundo agradecimiento. Después miró al valle y distinguió puntos de luz que le recordaron a pequeñas luciérnagas, supuso serían las luces del campamento base. No tuvo dudas, mañana estaría con ellos.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Adiós, Nala; por Víctor Varela.


¡Que día más bonito, Nala! Estoy aquí tumbada en medio de la calle, mirando al cielo, pero no siento vergüenza, ni me importa. La gente, en cambio, se agita a mi alrededor como cuando las hormigas rodean un trocito de pastel. Me hace gracia.

Hace unos minutos también me parecían hormiguitas, pero estaba preocupada porque me descubriera alguna enfermera. Era la novena planta del Hospital. Abrí con cuidado la ventana y me deslicé como una gata por el alféizar. Bueno, como una gata con artritis. Luego me levanté, mis pies se despegaron del edificio y comencé a volar.

Mas vale tarde que nunca... Marco se reía de mí cuando le contaba cuánto deseaba poder volar. Pero si pudiera pedir otro deseo, me gustaría ver otra vez a Marco. Nunca olvidaré aquella fría mañana cuando me despertaste gimoteando porque no lograbas convencerlo de que te sacara a pasear.

Fué su único fallo. Aquel día. Siempre se podía contar con él. De seguro que habría sabido cómo solucionar los problemas financieros del negocio. Luego perdimos el piso y no quise quedarme con Paula y la pequeña Andrea. Ellas tenían ya su vida resuelta y no quería que tuvieran que cargar con su madre. Así que cogí mi vieja mochila y me fuí contigo.

¡Cuántos caminos habremos recorrido desde entonces! Al principio te costaba seguirme. Si te perdía de vista unos segundos te ponías a brincar en un campo de girasoles o intentabas cazar mariposas... Ahora eres más tranquila, pero todavía te gusta jugar con los aspersores de los parques. Nos hemos hecho grandes amigas.

Hubo algún que otro momento difícil. No pocas noches las pasé tiritando de frío abrazada a tí. Y otras tantas me salvaste de yonkis y rateros. Aún recuerdo tus quejidos cuando te pincharon aquellos malnacidos.

Pero los ratos buenos superan a los malos. ¿Cuántos bocadillos de calamares nos habremos comido antes de acurrucarnos en nuestra casita de cartón?

Nala, ya no puedo cuidar de ti. La Doctora me ha dicho que me quedan pocas semanas de vida, que llamara a mis seres queridos. Pero a mí no me gustan las esperas, y solo necesito despedirme de tí. Tu has sido mi mejor amiga. Nunca me abandonaste. Siento que no puedas decir lo mismo de mí. Ojalá encuentres a alguien que te cuide. Te he atado a este árbol con un cartel que dice “SI HACES DAÑO A ESTA PERRA SU DUEÑA REGRESARÁ DE ENTRE LOS MUERTOS Y TE LO HARA PAGAR”. Ahora me voy. Adios, Nala.

Turca, por Carmen Gómez Barceló.


Hola, soy una perra Bóxer y me llamo Turca. 

Me trajeron a mi nueva casa en una caja de cartón. Cuando llegué aún estaba trastornada por el zarandeo del viaje. Tenía miedo y temblaba. Aunque había mucha gente esperándome, no tuve ninguna duda de quién iba a ser mi dueño. El se llama Cristo. Cuando pasó su mano por mi cabeza desapareció el miedo y ya no temblaba. A partir de aquel día se convirtió en mi compañero. Junto a él me encuentro tranquila y feliz. Cristo tiene una voz muy especial, o al menos a mí me lo parece. Se entretiene  enseñándome cosas que a él le hacen feliz. Me sonríe cuando le obedezco.

Desde el momento en que llegué, los días en mi nueva casa pasaban entre juegos y carreras, era verano y los niños disfrutaban de vacaciones. Aquellos fueron mis mejores momentos. Lo único que tenía que hacer para ganarme el sustento y el cariño de todos era sentarme cuando oía “sit”, tumbarme cuando decían “plás” y saltar muy alto para coger una zapatilla que colocaban colgada de un árbol  a la voz de “cógela Turca”.
No sabía lo poco que me quedaba de diversión y buena vida.

Para mí todo cambió cuando a Cristo se le ocurrió que ya era hora de que tuviera cachorros. Me presentó  a Apache. Cuando le vi me gustó bastante. Apache es un bóxer guapo, fuerte y elegante. Su mancha blanca en la nuca destacaba sobre su pelo marrón.  Su olor me cautivó y… ahí me perdí. Al poco tiempo, mi vientre comenzó a cambiar.

Empezé a preparar el nido con esmero. Busqué el sitio apropiado donde no hiciera frío ya que mi prole nacería en invierno. Pensaba en si mis hijos se parecerían a su padre. Si tendrían el mismo lunar blanco. Deseaba poder disfrutar de una experiencia idílica fruto del juego amoroso con Apache  el perfecto.
¡Qué equivocada estaba!El resultado de aquel juego han sido estos siete hijos tragones. Siete hijos rechonchos que se pasan el día enganchados a mi dolorido cuerpo. Estoy cansada y angustiada. Se pelean, se muerden y se me escapan continuamente. Las visitas de Cristo y sus palabras de apoyo me ayudan un poco, pero no impiden que  sienta pena de mí misma al verme de esta guisa. Pobre cuerpo ajado. Pero no solo siento dolor, cansancio, angustia y pena, me siento engañada y estafada por la actitud indolente de Apache. Allí está sentado como un señor, lejos de aquí, en la otra punta del jardín y como si todo esto no tuviera nada que ver con él.

 De noche, cuando mis vástagos me dejan un poco tranquila, salgo de la caseta y  miro a la luna- tan redonda y tan lejana- cómo ilumina el árbol de la zapatilla. ¡Qué tiempos aquellos! No sabía que fuera tan duro ser madre ni que fuera tan fácil ser padre.

Pienso en Apache, en su lunar blanco, en su porte altanero, en su libertad y solo se me ocurre una cosa, quiero volver a ser como antes, poder jugar, no tener preocupaciones, en resúmen… Quiero ser como él.

Argos, por María del Mar Quesada.


Argos es el guardián del bosque de Abaddón, es un ser único que vela por preservar el equilibrio natural de su tierra para que ésta perdure en el tiempo. No se conoce ciertamente su origen, ni su edad, la leyenda dice que fue fruto de la unión de un gran hombre y ser mágico del bosque, pero esa historia  se perdió en el transcurrir de  los tiempos. Argos vive en la torre vigía situada en el límite del gran bosque y la tierra de los hombres.  

Su aspecto exterior es como una ciudad fortificada, cuya muralla de piedra robusta, fuerte e infranqueable  hacer desistir a los enemigos, su gran  fuerza  y  su don para intuir a otros seres, lo hacen imbatible. De lejos, su fisonomía podría confundirse con un hombre, pero sus dimensiones  sobrepasan  los estándares humanos y su piel desnuda brilla tanto con la luz del sol como de la luna, de ahí su nombre, < el que brilla>. Su imponente físico no le resta agilidad a  sus movimientos, éstos son portadores de una ligereza y velocidad poco común. A diferencia de las murallas, su cuerpo no tiene puntos débiles por donde se le pueda atacar, su naturaleza es  mágica e inmortal. 

Como toda ciudad amurallada esconde en su interior un secreto. Su gran secreto es una inteligencia extraordinaria y una capacidad especial de percibir a los demás  seres y las intenciones de éstos, el conocimiento aumenta en su mente como la fuerza en su cuerpo. La mirada de sus grandes ojos refleja el verdor de los árboles, su mirada puede ser aterradora, pero esa sensación desaparece cuando alguien consigue entrar en su alma mágica, aunque ello ha ocurrido en muy pocas ocasiones. Su aspecto atroz es proporcional a su belleza interior, si eres afortunado y te permite adentrarte en su mundo interior, puedes descubrir detalles de su personalidad, como la delicadeza y la honestidad  en el trato con los seres del bosque, la destreza y habilidad con lo que le proporciona el bosque, pero quizás  lo más intenso, se haya en su amor incondicional por el gran coloso verde y sus moradores.


Consciente de la impresión que ejerce su aspecto, una vez que ha percibido las intenciones de quien se le acerca, deja atrás los prejuicios y su cabeza se convierte en  un lienzo blanco, donde cada individuo va dibujando fragmentos de su ser. Alguien le enseñó que toda criatura es como los frutos del bosque, no sabes si están sabrosos hasta que no los pruebas, el aspecto a veces puede confundirnos en la percepción y conocimiento del mundo que nos rodea. Una inteligencia como la de Argos no se permite ese error.

martes, 27 de noviembre de 2012

Abrazo de amor y muerte, por José García.


Pocos podían imaginar la triste y trágica fama que acompañaría a la historia de aquella ciudad cuando en 1.965 se decretaba la instalación de industrias en la zona fronteriza del norte de México con la idea de atraer inversión extrajera, comercio y mano de obra barata fundamental para la “competitividad” de éstas empresas, denominadas maquiladoras. Las maquiladoras son empresas importadoras de materiales, que no pagan aranceles y comercializan sus productos en el país de origen de la materia prima, éste término se originó en México y se deriva de una palabra española del Medioevo, maquila, utilizada para describir un sistema de moler el trigo en molino ajeno, pagando con parte de la harina molida.

Esta actividad se concentró principalmente en tres ciudades, Tijuana (estado de Nueva California), Heroica Nogales (estado de Sonora) y Ciudad Juárez (estado de Chihuahua). Es precisamente en Ciudad Juárez, situada frente a El Paso (estado de Texas, EE.UU.), separadas por el Rio Bravo, donde el auge en 1993/1994 de las maquiladoras atrajo el comercio y a muchas mujeres jóvenes y a sus familias, desarrollándose un incremento intensivo de la demografía y al mismo tiempo de la actividad criminal, sobre todo el fenómeno denominado feminicidio o asesinatos de mujeres, de una violencia extrema, por lo general son adolescentes entre 15 y 25 años que aparecen violadas, mutiladas y asesinadas.

Hasta aquí llegó el matrimonio Castro-Márquez, Emiliano y Juana dos jóvenes de 23 y 20 años respectivamente acompañados de su hijita de 3 añitos Violeta. Procedían de Ciudad Camargo, un viaje en autobús de más de siete horas haciendo trasbordo en Ciudad Chihuahua, llegaron con ilusión buscando mejorar sus condiciones laborales y de vida, Juana encontró pronto ocupación en una maquiladora, ya que las condiciones de trabajo y los bajos salarios hacen que se renueven constantemente, sin embargo Emiliano tuvo más dificultades para conseguir un trabajo de mantenimiento de acorde a sus conocimientos de mecánica y electricidad.

Sin embargo y pese al esfuerzo y trabajo de los dos,  viven casi en la pobreza, ya que ni los salarios ni las condiciones de trabajo podían considerarse dignas, tenían que desplazarse andando por caminos casi sin asfaltar, sin iluminación y prácticamente solitarios para tomar el autobús que les llevara hasta la empresa, apenas si tienen tiempo para verse y estar con Violeta. Juana era una mujer guapa de rasgos indígenas que acentuaban su atractivo. Hacía tres años que habían llegado a Ciudad Juárez y aquella noche, tras salir del trabajo, no llegó a casa. Emiliano desesperó, temía lo peor y Violeta lloraba sin consuelo la ausencia de su madre, a pesar de los esfuerzos y tras 15 días desaparecida se cumplieron los peores augurios, su cuerpo fue hallado en las faldas del Cerro del Cristo Negro, había sido violada y estrangulada, Emiliano se derrumbó, creyó que no le quedarían fuerzas para continuar viviendo, pero pensó en  Violeta, su hija, tenía que protegerla, le necesitaba y Juana no se lo perdonaría si no lo hiciera así. Le dedicó todo el tiempo posible y trabajó sin descanso para que estudiara y pudiera salir de ese mundo de delincuencia y violencia. Violeta contaba por aquel entonces 6 años y jamás olvidó el dolor de aquel momento, ni como y porque murió su madre, recordándola en cada una de las jóvenes que sufrían su misma suerte.

Violeta, a pesar de los deseos de su padre, siempre tuvo claro a que dedicaría su tiempo y energía, combatir la marginación y la violencia que sufrían las mujeres, que como su madre y ella, vivían en la precariedad laboral y social, por lo que realizó, terminó y ejerció de Trabajadora Social.

Violeta había heredado la belleza exótica de su madre, tenía una larga caballera de color castaño oscuro casi siempre recogida en una larga cola, sus grandes ojos de color pardo claro que a veces reflejaban casi verdes destacaban de su piel morena, sus labios finos pero perfectamente dibujados daban armonía a su cara redondeada pero en la que se apreciaban perfectamente sus pómulos, mejillas y mentón, un pequeño lunar adornaba su mejilla derecha y  una pequeña cicatriz bajo su barbilla de unos 15 m/m. recuerdo de un accidente de la infancia, la nariz un tanto abierta y respingona le daba un cierto aire simpático y pícaro, medía 1 m 72 c/m su cuerpo perfectamente moldeado y atlético le hacía aparecer ágil y dinámica. En su actividad diaria vestía normalmente con pantalón, camisa o camiseta a veces completado con un chaleco o chaquetilla y calzado abotinado. Activista social, pasional, emotiva pero sobre todo racional e inteligente. Hacía dos años que mantenía una relación sentimental con Sergio, psicólogo del centro de educación de la zona, con quien compartía no solo sus sentimientos, sino su preocupación y compromiso social. Violeta tanto en su trabajo como en su papel de activista social, chocaba constantemente con una sociedad de hondas raíces machistas y una administración que prefería mirar hacia otro lado en la alarmante y extrema violencia ejercida contra la mujer.

Habían pasado unos meses y la relación con Sergio daba su fruto, se encontraba embarazada de 28 semanas, aunque se sentía feliz su preocupación había aumentado con esta situación pues la hacía más vulnerable a las amenazas de aquellos a los que se tenía que enfrentar a diario. Precisamente en esa semana en el desempeño como Trabajadora Social denunció el acoso y maltrato sobre una menor, tratando de evitar un fatal desenlace, lo que no pudo evitar fue el enfrentamiento con los denunciados y las trabas administrativas. Caía ya la noche y volvía a casa junto a Sergio en el coche que él conducía, se sentía enojada y enrabietada por tales circunstancias, él trataba de tranquilizarla, pararon un momento en el oscuro y solitario camino de vuelta a casa, Sergio le acarició el vientre y besó suavemente, ella le acarició el cabello. A la mañana siguiente seguían en el mismo lugar, estaban abrazados e inmóviles, un hilo rojo en sus sienes visibles denotaba la tragedia, sus caras serenas y relajadas parecían dormir y compartir el mejor de los sueños, pero un solo disparo los había partido, se los había arrancados para siempre, una sola bala había segado sus vidas, más bien tres vidas, no había duda alguna.

La única duda, para quienes observaban la escena, era si fueron sorprendidos abrazados y les dispararon o vieron venir a su asesino y él la abrazó en un desesperado intento de protegerla. En cualquier caso lo que tampoco dejaba lugar a duda alguna es que aquel abrazo era de amor y muerte.

Pensemos como Salvador Allende: “Los procesos sociales no se detienen que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasar el hombre libre para construir una sociedad mejor”. 

El Ultimátum, por Matilde López de Garayo.


Si Celia no hubiera estado tan enamorada hubiera tomado más en serio las advertencias y consejos que toda su familia y amistades le indicaban. ¡Bueno!, Sólo las que son valientes y se arriesgan a decir lo que piensan por amor a aquella persona a la que se dirigen -no las demás- que escudándose en  el traje de la “amistad”, o en  el de “no hacer daño”, esconden ese sentimiento tan humano como es la cobardía.

Si Celia no hubiera estado tan enamorada se habría fijado en las señales que su “enamorado” Luis, y digo enamorado entrecomillas, le mandaba de manera inconsciente. Esto es un decir, ya que analizándolo fríamente, era incomprensible que una persona que se iba a casar en breve, se comportara de manera tan egoísta, indiferente y con esa delicada sutileza para desbaratar todos los planes de su novia y sólo con el propósito de  retrasar por enésima vez la boda.
Si Celia no hubiera estado tan enamorada, ¡Está claro! Que hace tiempo hubiera mandado bien lejos a Luis.

Pero CUPIDO es así, Amor con mayúscula. Que lo pintan tuerto, pero para mí que es ciego y tonto, y ya puestos a divagar hasta pienso que de vez en cuando se va de borrachera con Baco, y apuntando, apuntando  el muy alocado, por no decir otra palabra más sustancial y soez,  hace enamorarse a personas tan dispares, que su matrimonio es como“Crónica de una muerte anunciada”.

Y la de Celia lo era, ¡Vaya! Que si lo era.

El ultimátum que le dio a su “amor” hacía ya  un año, había sentenciado el desastre, o quizás no -que todo es relativo-  y en los tiempos que corren, el que una mujer se quede soltera a los treinta y cinco años no es tan traumático. Lo traumático es que a esa edad, se “quieran quedar” contigo. 

Pero ¡claro!, Hay que estar en la piel de Celia, y sentir la ilusión que produce ser la señora de  Barroso. Su primer amor, su novio desde hace  diez años.

Es mediado de agosto, menos de un mes para la boda, ¿Qué boda?, Piensa  la novia, viendo la lista  de interminables  “cosas pendientes” y sólo una menudencia tachada.

Se acuerda de la ilusión que sentía cuando buscó el cuaderno, donde iba a apuntar todos los acontecimientos que fueran sucediendo y preparativos necesarios hasta la celebración de la boda. Pensaba guardarlo, y recordar este tiempo efervescente de emociones,  con el paso del tiempo, incluso se lo podría leer a sus futuros hijos. Pero el sabor que le está dejando es más amargo cada día.

Ahora lo cierra con más tristeza y acaricia sus tapas duras, de color morado, con el incipiente convencimiento de que se está engañando. Esta sensación le está produciendo dolor de estómago e insomnio.

Lleva una semana intentando comunicarse con Luis, pero las pocas veces que lo ha conseguido, la falta de cobertura ha impedido mantener una conversación en condiciones. Por lo visto no hay buena señal en los Pirineos. Nuestro hombre se ha ido de montañismo porque se encontraba estresado. No sería por la boda, que no tiene aún ni el traje, ni los anillos ni tan siquiera han señalado un lugar idílico para pasar la luna de miel, o posiblemente de ¿hiel?, visto el panorama.

La mujer está nerviosa, todo está saliendo mal, sus amigas, esas que se callaron antes, aún viendo  la cercanía de una desgracia, le repiten una y otra vez que ya está metida en una dinámica que le aboca directamente al casamiento. Los despropósitos comentarios se parecen a la sensación que se produce cuando te rascas una costra que pica y te da cierto gustillo, así es la condición humana, así es la condición de algunas de las que se consideran amigas. El resto de la gente calla, ya no se arriesgan a que Celia, en su estado de histeria encubierta les mande a paseo y se limitan a estar ahí, observándola como sufre en silencio. Ella, por otro lado ve el horizonte cada vez más oscuro y  va creciendo en su interior una semilla de desconcierto, desilusión y abatimiento.

Su padre le llama del trabajo y le dice que tiene las invitaciones de boda. Ella va a recogerlas y se da cuenta que los pies le pesan demasiado. Cuándo se las entrega, el padre le pregunta si le gustan y ella contesta –No papá no me gustan-, -¿y que hacemos?, -Nada, no te preocupes- y vuelve a su casa pensativa. La decisión se va fraguando.

Ya en el salón, telefonea al supuesto próximo suegro y le dice – Llevo una semana queriendo hablar con Luis, y no lo he conseguido, tengo las invitaciones de boda en la mano y no las mando hasta que no me llame.

¡OH! La cobertura parece que se ha arreglado, o restablecido, Luis llama al cuarto de hora. Nota la distancia y la frialdad de su novia y empieza a persuadirla de que su actitud no es la más conveniente para el próximo evento. -¿Evento?, ¡Ha dicho evento a la boda!

Se separa el teléfono un instante, pone cara de circunstancias y  mueve el cuello para relajarse. Con tranquilidad le repite el ultimátum: Hace un año, Luis, te advertí  que llevábamos nueve años de novios, viviendo a trescientos kilómetros, y te daba dos opciones, o nos casábamos el año próximo, o te buscabas a otra mujer a quien entretener. Creo que ya lo has decidido, tu comportamiento de estos últimos meses me lo ha demostrado, podrías haber sido más valiente, y decírmelo a la cara. Y cuelga.

Luis piensa que aún puede convencer a su novia, ya la llamará cuando se calme. Siempre ha dado fruto su habilidad para deshacerle sus argumentos. Aunque quizás sea hora de asentar la cabeza, en el fondo quiere a Celia, y no le hacer gracia pensar que puede perderla.  

Pero a Celia se le ha endurecido el corazón, y despejado la mente, recoge las invitaciones de boda y sale a la calle. Pasea con una tranquilidad inusual en ella, desde hace días. Saca una invitación de la  bolsa que le han dado a su padre en la imprenta y la tira en la primera papelera que encuentra y así va recorriendo el barrio, invitación-papelera, invitación-papelera.

Como   si de un ritual se tratara, acaba con toda su ilusión y su rabia en la basura.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Coloridos escaparates, por Cristina Pérez Rodríguez.



Una noche fría y cubierta por el manto blanco de la nieve, estaban las calles iluminadas por las tenues luces de las farolas mientras la gente paseaba en familia disfrutando de las mágicas fechas de la Navidad.

El olor a castañas asadas, de humildes vendedores ocupaban las aceras de adoquines grisáceos, las chimeneas echaban humo, coros navideños entonaban los más conocidos villancicos a la espera de la caída de monedas sobre sus sombreros, se podía ver cada una de las pequeñas tiendecitas, decoradas para la ocasión con luces de colores, muérdagos y algún que otro árbol de navidad, esperando a que los clientes traspasaran sus puertas e hicieran negocio.

Abundaban las tiendas de juguetes que recibían a la mayor parte de la clientela. Sus escaparates coloridos aguardan todo tipo de juguetes, esperando a estar entre los brazos de cualquier pequeño. Muchos eran los niños y niñas que se acercaban y llegaban a entrar con caras ilusionadas, para elegir la muñeca con el vestido más bonito o el trenecito más veloz.

Todos los años en la misma fecha, una niña pelirroja se asomaba y miraba con detenimiento, a través del cristal polvoriento de una pequeña artesana juguetería salvada de las grandes multitudes y agobios, sus triciclos de madera y sus marionetas sencillas de dos colores. Apoyaba sus manos gorditas abiertas sobre el cristal y acercaba su carita redonda de mofletes rosados, llegando incluso a entrar en contacto su nariz pequeña, con el frío cristal.

Con los ojos azules bien abiertos, pestañeaba tan solo cuando era necesario con aquellas largas pestañas rojizas, para no perder detalle. Siempre acudía cada tarde de invierno, vestida con leotardos de color marrón, falda de cuadros y una camiseta de mangas largas que alternaba cada día con un color distinto, escondida debajo del mismo abrigo de lana celeste.

Protegida siempre su cabeza, con un gorro orejero de color gris, a juego con una bufanda del mismo color que le rodeaba 3 veces su cuello, salía de su casa a la misma hora para ver cómo el viejecito dependiente le daba la vuelta al cartel de la puerta para indicar, un día más de la Navidad, que su tienda estaba abierto.
Jamás se había atrevido a pasar del umbral de la puerta y hacer sonar las pequeñas campanas doradas, que avisaban de que alguien entraba.

Un año tras otro, el dueño de la juguetería consiguió que aquella dulce cara se le grabara en la memoria. Le gustaba observarla desde su taburete de tres patas, justo detrás del escaparate, desde el cual tallaba sus figuras. Nunca habían cruzado mirada, nunca habían intercambiado palabra…pero ella siempre volvía a la misma austera juguetería, y eso él, lo admiraba.

En unas de las pocas corrientes tardes soleadas del invierno, la niña volvió una vez más a la tienda para volver a mirar tras el cristal. Fue entonces cuando escuchó la campana de la puerta sonar.

Tras el replique, pudo ver al viejo juguetero como se acercaba a ella con una bata blanca, sujetando una muñeca de madera entre sus débiles brazos. Se acercó a ella y extendiéndolos, la dejó caer sobre las manos, cubiertas esta vez por guantes, de la pequeña.

Con los ojos muy abiertos, dirigió la cabeza hacia arriba, lo miró y esbozó una amplia sonrisa que dejaba ver, las dos pequeñas paletas que aun le faltaban por crecer. El anciano, inclinó su cintura para acercarse a la cara de aquel angelito y le dijo:

-        Feliz Navidad princesita.

El idioma de las lágrimas, por María del Mar Quesada.


En Sevilla, 7 octubre de 1998
Estimado  Rafael:
Te presto mi historia.
Como sabes, yo apenas había viajado, excepto para ir con mis padres al pueblo, así que cuando conocí a Erika, la distancia entre Sevilla y Granada fue como una oportunidad de viajar y tener independencia aunque solo fueran los fines de semana. Cuando terminé la carrera, me ofrecieron un contrato de dos años en Zurich. Había solo dos opciones: o me iba solo o me casaba para irme acompañado. La política de inmigración de Suiza era muy restrictiva, si no tenías contrato de trabajo no podías quedarte allí y en un matrimonio de extranjeros solo podía trabajar uno de los cónyuges. Decidí irme solo, pero cuando llevaba solo dos semanas allí,  le pedí a Erika que se casara conmigo. La distancia entre Sevilla y Granada era salvable, pero más de  2.000 kilómetros de distancia y vernos cada tres meses eran demasiado sacrificio para mí. Yo estaba tan enamorado de Erika que estaba dispuesto a pisotear unos de mis principios: no casarme. Me casé con ella porque sentía que ella era mi  presente, mi futuro, mi vida. Planteamos una boda rápida y nos fuimos con las maletas llenas de abrigos y de ilusiones. Aterrizamos  en un país donde se hablaban tres idiomas oficiales y ninguno era el inglés, que era en el único en que nos defendíamos. Pronto descubriría que precisamente el idioma sería el primer escollo que nos encontraríamos en nuestra vida diaria.

Cambiamos nuestra ciudad por las montañas de Heidi. En pleno agosto nos encontramos  con las montañas nevadas, aire puro y limpio, casas de madera con tejados a dos aguas y ventanas llenas de flores. Un clima que te permitía disfrutar de esa belleza durante todas las horas del día.  Toda la maravilla visual del paisaje y la mujer de mis sueños, me hacían el hombre más completo, no podía pedir nada más. Después de instalarnos en Zurich, nos apuntamos juntos a un curso de alemán. Un par de meses después tuve que dejar las clases, en mi trabajo no tenía problemas de comunicación y me faltaban horas. Erika continuó asistiendo al curso por las mañanas, aunque no le gustaba.

Cuando el otoño llegó y la temperatura dejo de ser suave para convertirse en congeladora, Erika empezó a pasarlo mal, no entendía la televisión y las horas de soledad, desde las 7  hasta las 6 de la tarde comenzaron a pasarle factura. Una compañera  del laboratorio me comentó que iba a un bar donde enseñaban bailes latinos y casi todos los profesores y alumnos hablaban español. Me pareció una buena idea, a Erika le gustaba bailar, sin embargo mi sentido del ritmo es el mismo que el de una tortuga, para mí el baile era y es un suplicio, pero yo antepuse su felicidad a mi fastidio.  Comenzamos a ir los sábados por la tarde y gastábamos las horas bailando. Yo lo que quería era viajar, así que tenía que plantear  para los fines de semana viajes cortos, pues había que volver para bailar. Mi convencimiento era simple, si ella se era feliz, yo también. Un día Erika me comentó que quería ir tres días a la semana  a las clases de baile, yo le dije que para mí entre semana era imposible por el trabajo y porque estaría cansado, no sería buena pareja de baile. La convencí para que ella fuera sola, allí no tendría problemas para comunicarse.

Así transcurrió más de un año. Un domingo ya de vuelta en casa nos llamó su madre para comunicarnos que a su padre le habían diagnosticado cáncer y estaba muy avanzado, Erika decidió viajar para estar con su padre. Me tuve que acostumbrar a estar solo,  a estar sin Erika. Un mes  después me llamó para decirme que a su padre le quedaban días y fui con ella.

Una vez que pasó el entierro volvimos a Zurich, llegamos un domingo por la noche. Erika no había hablado en todo el vuelo, yo la dejé vivir su dolor en mi compañía. Cuando llegamos a casa dejamos las maletas en el dormitorio, vi que Erika tenía lágrimas en los ojos fui abrazarla para consolarla y cuando iba a acercarla a mí, me puso las manos en el pecho y  me apartó de ella, la miré un poco confuso, ella bajó los ojos y me dijo “No quiero seguir contigo, quiero que nos separemos”. Yo me quedé petrificado, con mi mano en su barbilla alcé su rostro, ella leyó la confusión en mi mirada y repitió con voz firme y mirada fría “Sí, has oído bien, quiero que nos separemos”.  No fui capaz de decir nada. De pronto, comenzaron a brotar lágrimas de plomo del fondo de mi corazón. No daba crédito a lo que había oído. No fui capaz de hacer salir mi voz, así que salí yo de aquella habitación y me fui a la calle con el frío del invierno y de la noche. Necesitaba que el frío helado me despertara de aquella pesadilla. Tenía que pensar, tenía que saber qué preguntar, cómo preguntarlo y sobre todo tenía que convencerla de que no podíamos separarnos, nos amábamos, yo la amaba.

No sé el tiempo que estuve deambulando por las calles nevadas, cuando recordé que había dejado una conversación a medias, tenía que acabarla para abrazarnos y  hacer el amor. Corrí para llegar a nuestra casa cuanto antes, cuando abrí la puerta, todo estaba oscuro, pensé que Erika se había dormido y así evitar la conversación, miré en el dormitorio sin hacer ruido, palpé la cama y ella no estaba, encendí la luz y sus maletas tampoco estaban, en su lugar había una pequeña nota que decía:

Lo siento, pero no quiero seguir contigo, no hay vuelta atrás, se me han agotado el amor y las ganas de estar contigo.  No me busques, mi abogada se pondrá en contacto contigo para preparar el divorcio.

¿Se acabó?  Solo pensarlo me dolía, era un dolor tan fuerte como si se me clavaran garras en el alma. De nuevo unas lágrimas violentas y  pesadas comenzaron a brotar, igual que en tu poema: <No es el llanto por el llanto/ No es el llanto porque haya ganas/ Es que hay heridas que arrancan/ lágrimas desesperadas, /tristezas del corazón/ y humillaciones del alma>

No recuerdo nada de lo ocurrido en los siguientes días. Solo era consciente de que mi futuro feliz se había acabado, sin saber cuándo y cómo había ocurrido. Tardé meses en recuperar la confianza en mí mismo. Nunca pude averiguar cuándo y cómo pasó,  pues ella se encargó de que no me llegara ninguna información, lo único que me llegó fue la notificación de petición de  divorcio.

Evidentemente, con la distancia en el tiempo y ya de vuelta, tengo la certeza de que hubo un quién, mi duda es saber si hablaba español o alemán. 

Un abrazo amigo

Hipérbole de la tristeza, por Alfonso González Ibáñez.


Estoy tan triste que sueño para escuchar mi llanto triste

Estoy tan triste que mi alma se rompe como un espejo en equilibrio 

Estoy tan triste que sería capaz de cortarme las venas con una servilleta

Estoy tan triste que me olvidé como se vive a la orilla del mar

Estoy tan triste que olvidé pasar por el Savoy a tomar mi bourbon

Estoy tan triste que no soy capaz de recordar a Grace Kelly

Estoy tan triste que estar contigo es un regalo loco

Estoy tan triste que necesito unas palabras y no un ladrido

Estoy tan triste que te contagio mi pesar.

jueves, 22 de noviembre de 2012

La noche de los maniquíes, por Carlos J. Fernández.


Una noche cualquiera los maniquíes del centro comercial cobraron vida y se reunieron en asamblea, en la cuarta planta, donde estaban los amplios salones del restaurante. La concurrencia era muy numerosa y procedía de todas las demás plantas y secciones. Había maniquíes masculinos con rostros forrados en lino vistiendo ropa de sport, Maniquíes femeninas con rasgos abstractos en sus caras, realzando en poses elegantes las delgadas siluetas. Maniquíes cromados con trajes de noche y otros de ébano que llegaron desnudos desde el almacén. También había torsos de ambos sexos con medias piernas y sin brazos y maniquíes infantiles que eran muñecos flexibles, a menudo sin cabeza.
Un maniquí de hombre, de cabeza esculpida y figura musculosa  se alzó sobre su base de cristal para dirigirse a los allí reunidos:
 “Compañeros, ha llegado al fin el despertar de nuestra conciencia. Y con ella la vida y el movimiento. Como seres ideales, atléticos y juveniles estamos llamados a conquistar el destino del planeta e imponer nuestra propia civilización. Los humanos aceptarán que ha llegado el ocaso de su reinado y nos darán paso. No en vano nos crearon, depositando en nosotros el reflejo de sus ideales estéticos, materializando en nuestras figuras sus sueños de belleza y perfección.”
 Pese al escaso lenguaje corporal- apenas adquirido aún-, del orador de cabeza esculpida, aquellas palabras calaron hondo en sus congéneres. Los que tenían manos, aplaudieron entusiasmados, los que no tenían manos pero sí cabeza asintieron en gesto de aprobación y los torsos y bustos que carecían de una cosa y de la otra se contentaron con girar sobre sus peanas en señal de júbilo.
 A continuación tomó la palabra un distinguido maniquí maquillado, de proporciones admirables:
  “Estoy de acuerdo con lo dicho por quien me ha precedido –dijo tímidamente, mientras se pasaba la mano por la parte sombreada de la cabeza que simulaba el cabello- “ pero...” -y aquí dejó atrás su tono titubeante- no entiendo qué sueños de belleza pueden representar los bustos sin extremidades, esos más bien expresan una pesadilla para los humanos y por tanto no podemos otorgarles a esas figuras mutiladas plenitud de derechos, y siendo así, es de justicia que sólo los maniquíes integrales tengamos voz y voto en la nueva sociedad.”
   El público pareció desconcertado por unos momentos, pero pronto la mayoría de la sala prorrumpió en aplausos y vítores. Animado por estas muestras de apoyo el orador de pelo sombreado fue más allá:
 “Y aún gozando de la condición de figuras integrales, no sería lógico darle los mismos derechos a los maniquíes de ébano, porque son de un color distinto de la mayoría y casi siempre están desnudos” Nuevamente –salvo los maniquíes de ébano- todos aplaudieron la proposición.
 Pero aún no había concluido aquel maniquí maquillado, que retenía el uso de la palabra para sí y, levantando su brazo articulado continuó su discurso, pleno de confianza en sí mismo: “Hemos visto que los hombres, nuestros creadores, por razón de su mayor fuerza, protegen a las mujeres, dispensándolas en lo posible de las tareas directivas, para ponerlas a salvo de todo riesgo. Por eso propongo que en la sociedad que hoy fundamos, sólo tengan derecho de voz y de voto los maniquíes integrales, de colores claros, vestidos y de género masculino.” Ahora las figuras femeninas mostraron su descontento con silbidos, pero la sección masculina y blanca, ahogó pronto ese clamor con sus voces poderosas y sus estruendosos aplausos en una ruidosa percusión de materiales diversos.
 Vetada la palabra para aquellos que no pertenecieran a la clase dirigente de la nueva sociedad la reunión se disolvió pronto. Así fue decretado el final de la era estática y diseñados los pilares de la inminente civilización escaparatista. Pero las facciones que habían sido postergadas se retiraron a sus secciones de origen sombríamente, maquinando propósitos de conspiración. La clase directiva organizó una gran fiesta para celebrar el inicio de la nueva era, aunque sólo se permitió la entrada a maniquíes integrales, blancos, masculinos y vestidos con ropa de marcas exclusivas.
Los primeros empleados en llegar al centro comercial a la mañana siguiente no sabían explicarse lo ocurrido. Los cuerpos desmembrados de cientos de maniquíes se repartían por todos los rincones. Las escaleras mecánicas eran una cascada que vomitaba piernas y brazos, la sección de caza y la cuchillería del menaje habían sido esquilmadas y cuchillos y tenedores aparecían clavados en los torsos. Las cabezas, desgajadas, presentaban orificios de bala. Los muñecos flexibles aparecieron retorcidos en grotescas contorsiones. Brazos, piernas, torsos y cabezas de todos los materiales se amontonaban como túmulos funerarios. La nueva civilización de los maniquíes no llegó a ver la luz del día. Su andadura fue un sueño que apenas consumió unas horas durante una noche cualquiera.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El Reo, por José Miguel García.



Sobre la mesa  humeaba el vaso de café que instantes antes Jeremy le había sacado de la máquina. Embuída en la lectura del último informe que le había pasado, Mary asió el café para un instante después, al sentir que se quemaba, dejarlo caer y saltar hacia atrás para defenderse del líquido que desde la mesa amenazaba con mancharle la falda. Se le oyó mascullar entre dientes,  mientras con la mano intentaba alejar lo más posible el líquido que se iba extendiendo  sobre el documento.

Miró a Jeremy, que arrojado sobre el sofá parecía dormir plácidamente sin haberse enterado de nada. Lo observó un instante con ternura, no con la que una madre hubiera mirado a su hijo, sino con el cariño de la novia que fue en otro tiempo. Hubo dolor en su interior al detenerse en las arrugas tan marcadas en el rostro como en la chaqueta con la que intentaba defenderse del frío de la madrugada. Sintió una indefinible mezcla de lástima y desazón por aquel hombre que fue parte de su vida y hoy sólo era la triste imagen del investigador privado de cualquier film de segunda fila.

Demasiadas horas sin dormir, pensó en el mismo instante que rechazaba los sentimientos que acudían. “Éste no se ha despertado”, se dijo. Ojalá no ocurra lo mismo si dentro de pocos días el Gobernador decide hacer la llamada de madrugada. Volvió sus ojos hacia el reloj que marcaba las seis menos cuarto; comprobó con tranquilidad que aún quedaban cerca de cuatro horas para la entrevista.

Unas semanas antes, con la esperanza de obtener algo que diera luz a lo que había tomado en mente proporciones de obsesión, había conseguido permiso para entrevistar al último jefe Cherokee: la décima vez en los últimos tres años. Hoy era el día.

A las diez y cuarenta, precedida por dos guardias entró en el corredor. En la única celda ocupada estaba Tony rodeado por cuatro paredes de gruesas rejas. No se sorprendió al verle sentado al modo indio sobre el único sitio posible que no fuera el propio suelo, una especie de banco de la longitud de un hombre y de cincuenta centímetros de ancho, que servía de cama por las noches con un colchón sin sábanas ni mantas que, para evitar que se ahorcaran, retiraban al amanecer. “Hijos de puta, hasta esa posibilidad le niegan”, pensó Mary.

Uno de los guardias acercó un taburete de madera sin respaldo y  tras colocarlo a más de tres metros de las rejas, pegado a la pared opuesta, le ordenó que tomara asiento y que no fumara - algo innecesario porque hacía años que lo había dejado, aunque al oírlo no dudó que de tener un cigarrillo a mano lo hubiera encendido en aquel instante-. El guardia siguió relatando de forma mecánica otra series de prohibiciones hasta que se detuvo, y tras unos segundos de silencio para darle énfasis, levantó algo la voz y dejó caer: “Cualquier contacto físico con el preso será entendido como un delito y juzgada por ello sin tener en cuenta quien sea usted. Inmediatamente se cancelará la entrevista y usted será puesta a disposición de un juez”. Le estaremos observando por las cámaras de seguridad, tiene quince minutos, apostilló. Tras aquella perorata le quedó claro que las normas de seguridad se habían endureciendo considerablemente  desde las anteriores entrevistas.

Tony Adams  -Adahy en lengua india-, no movió  un sólo músculo al oír el saludo de Mary que, sentada frente a él, intentaba permanecer serena aunque su pierna derecha le traicionaba con un tic nervioso que el preso, a pesar de no mirarla, captó al instante. Tal vez por eso o porque sabía de los esfuerzos de la chica, volvió los ojos y mirándola un instante, antes que el carcelero hiciera sonar el zumbido con el que avisaba que se estaba incumpliendo alguna norma, le dijo: Mujer, te agradezco tu preocupación y tus esfuerzos, pero nadie podrá evitar que ocurra lo que debe ocurrir.

Lo dijo con voz grave, pausadamente y con tal seguridad que cualquier otra en su caso hubiera tirado la toalla. Pero Mary no era de esas, aún le quedaban algunas bazas por jugar, estaba la nueva investigación que le había encargado a Jeremy, que en realidad era en la que menos confiaba, la de los grupos contrarios a la pena de muerte que sabía estaban moviendo todos los  hilos posibles y la de la prensa. Sin tener en cuenta lo dicho por Adahy, comenzó con las preguntas que había preparado, pero el jefe ensimismado cantaba en voz baja viejas canciones cherokees y no parecía oírlas. Al cabo de mas de diez minutos desistió resignada aceptando que aquello había sido el último intento.

Desde la puerta se oyó al guardia gritar: “Le quedan tres minutos”. Al oirlo Mary descruzó las piernas y cuando acercaba su mano al bolso con la intención de introducir el bloc donde no había a notado nada relevante,  Adahy volvió a dirigirse a ella y dijo:

       - Voy a contarte una vieja historia cherokee, escúchala en silencio, quizás en ella obtengas la respuesta a tus preguntas y a algunas que te harás pronto.

      Sin volver el rostro y con la misma actitud que Mery había observado en los chamanes cuando entran en trance, pareció irse transformando en uno de ellos y dijo:

      - Una noche un viejo indio le habló a su nieto acerca de la batalla que ocurre dentro de cada persona.

Sentados junto al fuego el abuelo le dijo: - Cada hombre tiene que librar su propia batalla interna en la que se enfrentan los dos lobos que viven en su corazón. Querido muchacho, continuó,- Uno de los lobos representa el mal, por eso está siempre rabioso e inseguro, es arrogante y a la vez siente lástima de si mismo. Guarda resentimiento hacia los demás mientras padece un falso orgullo, es soberbio y esa soberbia le insta a sentirse superior al resto de los hombres volviéndose cada vez más egoísta. Su corazón se transforma en  piedra y su peso le ata a la tierra de tal forma que no deja que su alma pueda volar.

Tras una breve pausa continuó: - El otro lobo en cambio, es bueno, trae la felicidad, la paz, el amor y la esperanza al alma, vuelve a los hombres serenos, humildes y benevolentes, compasivos y generosos. Este lobo representa  lo verdadero y lo auténtico y es capaz de prodigios increíbles para los que creen en él.

           El nieto, tras pensar en lo que su abuelo le había planteado, le preguntó:

      -  Abuelo, si el lobo bueno es todo lo que deberíamos necesitar, ¿como ocurre que sea el lobo malo quien gane la batalla interna de tantos hombres?
El abuelo sonrió, se tomó su tiempo y le contestó: - En esa batalla gana siempre el lobo que cada hombre alimenta. Desde la otra parte del corredor se oyó abrirse una reja, Mary volvió la cabeza y observó a los guardias que se dirigían hacia ella indicando que el tiempo había finalizado.

 Al girarse uno de los guardias volvió su rostro hacia el preso y no lo vio. Se acercó a la celda y observó con atención para cerciorarse de que no había sido una ilusión. Gritó a su compañero que confirmó lo que era evidente. Sonaron todas las alarmas y al instante un batallón de funcionarios comenzó a registrar cada milímetro de la celda. Comprobaron los barrotes de acero  y cualquier hueco en el suelo por donde pudiera entrar o salir una hormiga sin obtener ninguna pista. Continuaron por el pasillo, después por las dependencias, las celdas de los otros presos, los conductos, los desagües, los despachos y hasta los tejados y cinco kilómetros alrededor de la prisión fueron íntimamente revisados.

En la prisión la incredulidad fue ganando cada uno de sus rincones. Desde el pasillo de los condenados hasta el despacho del Director nadie se explicaba lo que había ocurrido. Tras horas de búsqueda no encontraron ni una sola señal que indicara por donde había podido fugarse. Todos sabían que no era posible que ningún ser humano pudiera escapar de aquel centro dotado con los mayores adelantos en vigilancia y aún más, de una de las celdas del pasillo de la muerte, que en vez de paredes tenía rejas de acero y que estaban vigiladas por tres cámaras... y sin embargo había ocurrido. Sólo el mono de reglamentario con el que cubría su cuerpo había quedado  sobre el banco de piedra como mudo testigo.

!Imposible! Se oyó decir al Director en su despacho tras ser informado de lo ocurrido, !Imposible! confirmó el Capitán de los guardias cuadrándose ante su jefe, !Imposible!, aseguraban los carceleros a sus superiores, !Imposible!, gritaban desde sus imágenes las cintas que  guardaban cada gesto de Adahy  en las últimas veinticuatro horas. !Imposible!

Al abrirse las puertas de la prisión para dejar salir a Mary, pasadas ya más diez horas desde la desaparición y tras un exhaustivo interrogatorio, una ráfaga de viento agitó su negra melena; sin prisas se alejó hacia el aparcamiento, al meter la llave en la cerradura de su coche sonrió al recordar que para el lobo bueno  nada era imposible.