B3 ha encontrado hoy una
máquina con caracteres alfabéticos que se levantan al pulsarlas y tocan un rulo
oscuro y la ha traído aquí, a este agujero.
Unos dicen que es un
artilugio musical, otros apuestan por un artefacto de espionaje anterior a la
mítica Enigma aunque yo no le encuentro sentido alguno.
B3 es un elemento inquieto
que a veces sale a la superficie en busca del mar. Le gusta sumergirse en el
océano. Allí encontró la extraña máquina, en un antiguo edificio de Cádiz, una
ciudad que desde el año 2100 se encuentra sumergida en el mar a merced de las
impetuosas corrientes marinas, bajo el rugir de las olas.
La curiosidad siempre me
pudo y por eso decidí volver al lugar donde apareció la extraña máquina. Quizás
encuentre alguna pista que nos ayude a solucionar el misterio, pensé. Esperé a
que llegara la noche, me puse la pesada túnica plomiza sobre el traje acuático,
me cubrí la cabeza y el rostro y comencé mi andadura sobre la inhóspita tierra seca,
atravesando lo que hacía cientos de años había sido una ciudad donde parece ser
que se podía vivir en la superficie. Nadie pensó que el sol, amigo y creador de
vida un día se convertiría en el peor enemigo que tuvo nunca la tierra además
de absurdas guerras por el poder que acabaron sembrando el planeta de cabezas
nucleares, exterminándolo todo. Y nadie pudo sospechar que los miserables nos
veríamos obligados a sobrevivir bajo tierra, casi enterrados en vida y que los privilegiados escaparan en sus
poderosas naves hasta otros planetas lejanos dejándonos en la más absoluta
precariedad.
Estuve caminando toda la
noche. Miré al cielo que pintaba nubes amarillas. Era de mañana cuando llegué a
lo que un día fue Cádiz. Me introduje en el mar y buceé buscando el habitáculo
como me instruyó B3. Apenas necesitaba oxígeno después de tanto tiempo casi sin
aire. A pesar del desapacible elemento, la bravura de sus aguas y sus
monstruosas olas, conseguí llegar al sitio y encontré la casa. Toda su
arquitectura estaba tapizada de conchas adheridas, crustáceos y algas que le
otorgaban un aspecto tétrico y oscuro. Recorrí la estancia buscando algún
vestigio del pasado y de pronto vi cómo en un rincón descansaba un cofre
cerrado. Cogí una piedra y golpeé el candado hasta que se abrió dejando salir
papeles escritos. Rápidamente los abarqué con mis manos y regresé a mi refugio.
Una vez allí los puse a secar, había hojas sueltas y libros antiguos. Las
letras impresas allí se podían leer y en cada página, un nombre, Rafael
Alberti. Agradecí que la escritura no hubiera desaparecido de nuestro mundo
aunque se mantenía viva por pura necesidad. Los diferentes grupos de humanos
que malvivíamos en los agujeros, nos comunicábamos a base de notas escritas que
un correo se encargaba de llevar y traer.
En ese libro antiguo se
hablaba de palomas. Nosotros, los miserables, no habíamos visto nunca una
paloma ni nada que surcara los cielos excepto los drones vigilantes, aunque
nunca supe para qué necesitábamos vigilancia ni por parte de quién.
Hablaba también el libro de caballos que
galopaban. Cómo me hubiese gustado galopar a lomos de uno de ellos, piel con
piel, sintiendo la brisa en el rostro. ¿Qué habían hecho con la tierra? El
libro también hablaba de amor. Bajo tierra no había lugar para el amor.
Respirar era la prioridad. Y comer gusanos. Y murciélagos. Y cangrejos albinos de
lagunas subterráneas. Ya no quedaban ni ratas ni cucarachas.
Decidí acondicionar una
parte de la galería para poner esos libros y todos los que encontrara en las
ruinas de la ciudad destruida. Los libros en papel desaparecieron con internet
en el 2186. Ilusos los hombres que creyeron que los satélites eran inmortales,
invencibles. No contaron con la maldición del sol y ahora no había aparato en
el que se pudiera leer ni una triste frase.
La vida bajo tierra
seguía su curso pero ahora un poco más llevadera. Las horas muertas tenían algo
más de vida, todas las vidas escritas.
Un día cuando salí al
exterior con mi pesada túnica de plomo, vi algo que danzaba en el aire. Era de
color blanco y de aspecto suave. Me recordó a la paloma de Alberti y en el pico
traía la esperanza. Comprobé que podía respirar mucho mejor. La tierra empezaba
a recuperarse, no había duda, y era nuestra tarea devolverle su sentido.