martes, 12 de marzo de 2019

La estupidez de viste de plomo, por Carmen Gómez Barceló.


B3 ha encontrado hoy una máquina con caracteres alfabéticos que se levantan al pulsarlas y tocan un rulo oscuro y la ha traído aquí, a este agujero.

Unos dicen que es un artilugio musical, otros apuestan por un artefacto de espionaje anterior a la mítica Enigma aunque yo no le encuentro sentido alguno.

B3 es un elemento inquieto que a veces sale a la superficie en busca del mar. Le gusta sumergirse en el océano. Allí encontró la extraña máquina, en un antiguo edificio de Cádiz, una ciudad que desde el año 2100 se encuentra sumergida en el mar a merced de las impetuosas corrientes marinas, bajo el rugir de las olas.

La curiosidad siempre me pudo y por eso decidí volver al lugar donde apareció la extraña máquina. Quizás encuentre alguna pista que nos ayude a solucionar el misterio, pensé. Esperé a que llegara la noche, me puse la pesada túnica plomiza sobre el traje acuático, me cubrí la cabeza y el rostro y comencé mi andadura sobre la inhóspita tierra seca, atravesando lo que hacía cientos de años había sido una ciudad donde parece ser que se podía vivir en la superficie. Nadie pensó que el sol, amigo y creador de vida un día se convertiría en el peor enemigo que tuvo nunca la tierra además de absurdas guerras por el poder que acabaron sembrando el planeta de cabezas nucleares, exterminándolo todo. Y nadie pudo sospechar que los miserables nos veríamos obligados a sobrevivir bajo tierra, casi enterrados en vida y  que los privilegiados escaparan en sus poderosas naves hasta otros planetas lejanos dejándonos en la más absoluta precariedad.


Estuve caminando toda la noche. Miré al cielo que pintaba nubes amarillas. Era de mañana cuando llegué a lo que un día fue Cádiz. Me introduje en el mar y buceé buscando el habitáculo como me instruyó B3. Apenas necesitaba oxígeno después de tanto tiempo casi sin aire. A pesar del desapacible elemento, la bravura de sus aguas y sus monstruosas olas, conseguí llegar al sitio y encontré la casa. Toda su arquitectura estaba tapizada de conchas adheridas, crustáceos y algas que le otorgaban un aspecto tétrico y oscuro. Recorrí la estancia buscando algún vestigio del pasado y de pronto vi cómo en un rincón descansaba un cofre cerrado. Cogí una piedra y golpeé el candado hasta que se abrió dejando salir papeles escritos. Rápidamente los abarqué con mis manos y regresé a mi refugio. Una vez allí los puse a secar, había hojas sueltas y libros antiguos. Las letras impresas allí se podían leer y en cada página, un nombre, Rafael Alberti. Agradecí que la escritura no hubiera desaparecido de nuestro mundo aunque se mantenía viva por pura necesidad. Los diferentes grupos de humanos que malvivíamos en los agujeros, nos comunicábamos a base de notas escritas que un correo se encargaba de llevar y traer.

En ese libro antiguo se hablaba de palomas. Nosotros, los miserables, no habíamos visto nunca una paloma ni nada que surcara los cielos excepto los drones vigilantes, aunque nunca supe para qué necesitábamos vigilancia ni por parte de quién.

 Hablaba también el libro de caballos que galopaban. Cómo me hubiese gustado galopar a lomos de uno de ellos, piel con piel, sintiendo la brisa en el rostro. ¿Qué habían hecho con la tierra? El libro también hablaba de amor. Bajo tierra no había lugar para el amor. Respirar era la prioridad. Y comer gusanos. Y murciélagos. Y cangrejos albinos de lagunas subterráneas. Ya no quedaban ni ratas ni cucarachas.

Decidí acondicionar una parte de la galería para poner esos libros y todos los que encontrara en las ruinas de la ciudad destruida. Los libros en papel desaparecieron con internet en el 2186. Ilusos los hombres que creyeron que los satélites eran inmortales, invencibles. No contaron con la maldición del sol y ahora no había aparato en el que se pudiera leer ni una triste frase.

La vida bajo tierra seguía su curso pero ahora un poco más llevadera. Las horas muertas tenían algo más de vida, todas las vidas escritas.

Un día cuando salí al exterior con mi pesada túnica de plomo, vi algo que danzaba en el aire. Era de color blanco y de aspecto suave. Me recordó a la paloma de Alberti y en el pico traía la esperanza. Comprobé que podía respirar mucho mejor. La tierra empezaba a recuperarse, no había duda, y era nuestra tarea devolverle su sentido.