La llamaban la loca.
Manuela era una mujer alta, delgada y valiente. Tenía dos hijas a las que
arropaba con su gran pañolón negro de lana, cuando salían a buscar comida los
días de invierno.
Le llamaban la loca
porque ella era toda pasión, pero sobretodo, por la obsesión entre amor y
posesión que sentía por su marido. La verdad es que era difícil entender tanta
devoción. Él, Rafael era un hombre de baja estatura. Su piel lucía oscura y
cuarteada por tantas horas en altamar a merced del sol, el viento y el agua ya
que el hombre era pescador.
Fumaba en pipa. Quizás fuera esa manera tan peculiar de echar el
humo despacio, con la mirada perdida, lo que hacía que Manuela estuviera
siempre al acecho. Pendiente de su mirada. Tratando de adivinar qué pensaba.
Qué significaban esas ausencias perdidas en el humo del tabaco.
Rafael pasaba 6 meses en
tierra y 6 en el mar surcando las costas de Marruecos y Mauritania llenando las
redes de aquél pesquero. Eso significaba el pan de su familia. Un pan que escasamente
se podía encontrar en los duros años de la posguerra en algunas ciudades de
España.
Cuando se quedaba en
tierra, Rafael se ocupaba de sus pájaros. Decenas de jaulas de canarios y
jilgueros colgaban de la pared del patio de la casa de vecinos dónde vivía. Cada
mañana los atendía limpiándolos y alimentándolos. Manuela solía decir que su
marido hablaba más con sus pájaros que con ella. Y es que ciertamente Rafael
era un hombre de pocas palabras.
La casa de en la que
vivían estaba situada en un conocido barrio de la ciudad de Cádiz, denominada la otra Habana por la similitud con esta
ciudad de Cuba.
Desde el portalón de
entrada de la casa, se podía ver un patio con solería de mármol resquebrajado.
Un aljibe ocupaba el centro. De aquí se
cogía el agua que surtía a todos los vecinos.
La casa constaba de dos
plantas y una escalera que comunicaba el patio con la azotea. En la planta baja
había dos viviendas, una en frente de la otra. En una de ellas vivía Manuela y
su familia, en la de en trente, La Pepa con la suya. Enemigas desde el primer
día en que Manuela sospechó del interés de ésta por su marido. También se
encontraban en esa planta un retrete, la cocina y los lavaderos. Todo esto era
zona común para todos los residentes. En la planta alta se encontraban
habitaciones individuales dispuestas una al lado de la otra. Cada una de ellas
ocupada por una familia. Estaban delimitadas por una barandilla, desde donde
las mujeres hablaban unas con otras sobre cómo conseguir productos de
estraperlo, la zurrapa del café que tiraban los bares para rehervirla y las
cáscaras de los plátanos y las patatas para poner la comida. Eran los tiempos
del hambre en España.
En la planta baja, la
tensión era constante. La Pepa era la pesadilla de Manuela. Cada vez que Rafael
salía a arreglar sus pájaros, La Pepa lo observaba desde su puerta
entreabierta.
Una mañana, Manuela se
percató de que los pájaros estaban desatendidos y la puerta de su vecina casi
cerrada. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia la entrada e irrumpió sin
permiso en la estancia. El cuarto estaba ordenado y limpio, como siempre, pero
la cama grande estaba deshecha. De un manotazo levantó la cobertera y encontró
lo que nunca habría querido ver, a su Manuel revuelto con su odiada vecina.
-¡Hija de la gran puta!-dijo
cogiendo a la mujer del pelo y tirando de ella con fuerza. -¡La madre que te
parió! vas a ver lo que le pasa a las guarras como tú- y arrastrando por el suelo a su vecina, abrió la tapa de la
alcantarilla del lavadero y la metió
allí de cabeza.
Con los ojos
desencajados, despeinada y casi muda, se dirigió ahora hasta su marido.
-La loca me dicen… porque
no puedo vivir sin ti, que tienes la culpa de toítos mis males. Malas puñalás
te den, cacho cabrón, que tan jartita
me tienes. Y mira que eres chico, y hasta feo, pero no sé qué me has dao pa quitarme las tapaeras del sentío. No
estaba tan loca por desgracia. Ahora sí
que me has vuelto majareta de verdad. ¡Al carajo! ¡No vuelvas por aquí, ya no
quiero verte nunca más!
Mientras ocurría esto en
el cuarto de La Pepa, los municipales, alertados por la vecindad, levantaba la
tapa de hierro de la alcantarilla, sacando a La Pepa por los pies, sin vida,
ya.
-¡Alto ahí Manuela!-
Gritó el guardia dirigiéndose a la causante de la desgracia.
Manuela, haciendo caso
omiso al guirigay que había montado en el patio, se dirigió hacia la pared de
los pájaros, abriendo una a una todas las jaulas.- ¡A tomar por culo!- dijo
mientras los pajarillos dudaban si salir o no de las que desde su nacimiento
habían sido sus casas.
Seguidamente, la mujer,
deshecha, salió esposada hacia el cuartelillo.
Rafael observaba la escena. La
luz se reflejaba en las gotas saladas que recorrían sus mejillas.