miércoles, 29 de marzo de 2017

Asesinatos por placer, por Lola N.G.




-         - ¿Quién es?

-        -  ¡Vuelve a dormir!, -le dije a la puta de turno.

La miré, ya estaba cansado de esa puerca. Había dejado el móvil en… ¡Dios!, seguí el sonido hasta llegar al montón de ropa del suelo, todo me daba vueltas, tendría que tener más cuidado con el whisky, solté la siniestra risita que me caracterizaba y que todos odiaban en la comisaría.
-       -   ¡Dígame Teniente!
-     - ¡Inspector, se ha cometido un nuevo crimen y todo apunta a que el autor es el mismo de los dos últimos asesinatos!
-         - ¡Mándeme la dirección!

Al ponerme el rolex, vi que eran las tres de la madrugada. Dejé 500 francos en la mesita de noche con una nota ¡VETE! La oscuridad blanquecina me envolvió al salir del garaje, parecía la típica estampa navideña, época preferida por los asesinos más crueles y perversos, ¿verdad Peter?, le pregunté a mi compañero.

Mientras la chirriante voz del coche, me iba indicando el camino, empecé a ponerme nervioso. ¿Me habría distraído y mis recuerdos me habían jugado una mala pasada?, ¿era mi conciencia?, oí la carcajada de Peter…  ¡Tú no tienes de eso, hermano!

Era verdad, mi escultural cuerpo por fuera, una alimaña por dentro, se estremeció de orgullo.

¡Inspector! 

Un policía uniformado se acercó a mí. Al bajarme, con incredulidad observé, que habían cambiado el nombre de la calle, pero que el lugar era el mismo, mantuve el tipo y empecé a preguntar detalles.

-¡Todos están arriba, señor!, ¡En la segunda planta! ¡Es lo peor y más sangriento que he visto en mucho tiempo!, me dijo el imbécil con la cara blanca.

-¡Cinco cuerpos, todos desmembrados, tres niños y sus padres! ¿Quién haría una cosa así, Inspector?

Sin mirarlo pasé a su lado, ¿por qué no se callaba y dejaba de decir majaderías?, pensé. Agarré el pomo de la puerta y al entrar el olor a sangre recorrió mis fosas nasales, respiré profundamente, ¡era mi perfume preferido! Observé la escena, parecía una carnicería en el momento de despiece.

¿Por qué tenían todos esas caras de horror?, para mí era una obra de arte, aquel en particular era un maravilloso cuadro cuyo título podría ser “Niños Rotos”. Mis oídos comenzaron a oír las “Cuatro Estaciones” de Vivaldi, melodía que convertía mi mente en un instrumento de plenitud y mi ritual de investigación, que todos tachaban de macabro, comenzó.

Cada puñalada que mostraba el interior del cuerpo humano era una pincelada realizada con meticulosidad para hacer el mayor daño posible, y aquellas eran perfectas. Admiré de inmediato al desconocido pintor. Por los detalles, parecía que era el tercer cuadro que pintaba esa semana. Evadido como estaba ante tanto placer, no observé que el imbécil de la entrada se dirigía a mí con algo entre las manos. Cuando me tocó en el hombro, me volví, mi mirada le hizo sudar, nadie me debía molestar en esos momentos.

Con voz entrecortada, que me producía gusto y repugnancia a la vez, me dijo:

-         - ¡Señor, hemos encontrado este objeto, estaba escondido en un recoveco de la habitación infantil!

 Bajé la mirada lentamente, sin abrirlo, sabía que era un pequeño libro negro, mi primer diario, con un invisible temblor de mi mano, se lo arrebaté de sus, sí, temblorosas manos. Su miedo hacia mí, en otro momento, me hubiera regocijado, ahora me fastidiaba.

-         - ¡Señor, las huellas!, alcanzó a decir entre balbuceos. 

Oía cada vez más fuerte las silenciosas notas musicales en mi cabeza. Peter me miró, pero ahora no podía ocuparme de él. De reojo vi que el miedica me observaba mirar el espectacular espejo que ocupaba un lugar encima de la chimenea. Le repetí a Peter que se fuera y su imagen se desvaneció. 

Con reverencia abrí mi olvidado diario, testigo silencioso de mi primera vez. Todo estaba escrito allí, recordaba aquel día como si fuera ayer. Empecé a leer y aquellas letras infantiles abrieron las puertas de mi pasado hacía 25 años. Entré en él y vi otro cuadro, con las imperfecciones del que pintaba por primera vez, en él también cinco cuerpos, manantiales de sangre roja bordeaban las facciones sin vida de todos, miradas de incredulidad y horror de mis padres, que no comprendían por qué su amado y a veces cruel y sádico hijo Peter, les estaba haciendo eso. El estupor en sus ojos y su amor incondicional hacia mí, hasta en esos últimos momentos, se reflejaba en el lienzo que yo mismo estaba recreando.

Con el tiempo había perfeccionado mis pinturas, aunque ya no mostraba al asesino en ellas, como en aquel, donde pinté a Peter, cubierto de rojo, daga en mano, mirada de orgullo y placer en sus retinas.

Cerré el diario con un golpe seco y dije:

-¡Yo lo llevaré al departamento de pruebas!

-¡Pero… ¡Señor…, el protocolo dice…!

miércoles, 8 de marzo de 2017

Terciopelo y satén, por Lola N.G.




Lentamente cerré  la puerta de mi dormitorio, con el sigilo que mi temblorosa mano me permitía, intentando borrar la imagen que mis ojos de  gata, como los llamaba mi marido Peter, habían registrado y archivado para siempre, escena marcada a fuego abrasador en mi retina. En tan solo unos segundos que me habían parecido años se habían roto mi corazón, mis deseos, mis esperanzas, mis anhelos de mujer. 

¡Ahora empezaba a comprender tantas cosas!

Mis pesados pies me llevaron  a la escalera de caracol, me quité los zapatos de tacón, para no hacer ruido, no quería que me pudieran oír  y romper el infinito y verdadero amor que había contemplado, ese deseo apasionado, que por primera vez mi lecho estaba disfrutando. Sentía celos de las sábanas negras de satén que eran testigos y  envolvían los sudorosos y preciosos cuerpos de los dos seres que más amaba en el mundo.

Eran mi vida. Cada escalón que bajaba me sumergía más profundamente en un pozo de miseria, me envolvía la oscuridad, respiré profundamente y cristales minúsculos en forma de aire hicieron mi pecho.

Al descender, la luz de la lámpara del salón, eternamente encendida, me indicó el camino. El espejo del recibidor me devolvió mi propia imagen. Siempre bella, siempre perfecta, una sensualidad que todos veían, menos él. Seguí avanzando hacia el salón y me senté en la glamurosa chaisse longe, miré a mi alrededor, todos los muebles, adornos, cada tela de cada rincón, cada porcelana china, cada espectacular lienzo, cada terciopelo, todo elegido por los tres.

Mi casa, mi hogar, mi refugio, por fin, después de una infancia de hogares adoptivos, pobres en amor y abundantes en odio y castigos.

Recordé aquella tarde, hacía ya unos años, en la que en la coqueta cafetería que trabajaba en París, por unos míseros euros, servía café y croissants, al viandante, al escritor, al joven enamorado, al eterno ir y venir diario de sentimientos humanos. Ellos dos me hicieron sonreír, tan guapos, me miraron y me enamoré. Me acogieron en su vida, me rodearon con sus brazos y en aquel instante me sentí viva. Ya tenía una familia. A mis 21 años me dieron mi primer beso, uno de amigo, otro de hombre.

De pronto, sentí risas arriba y recordé dónde estaba, con premura me levanté y rápidamente me dirigí a la salida del lujoso apartamento. Me apoyé en la pared y pensé, lloré, reflexioné durante horas, como estatua, de piel y carne por fuera, sangrante por dentro.

Y tomé una decisión…. 

Decidí olvidar lo que mi alma nunca olvidaría, decidí olvidar los besos y caricias que regalaba Harry, mi mejor amigo, mi confidente, mi eterno apoyo en las noches, donde triste, le hablaba de mis carencias como mujer, de la indiferencia masculina de mi marido.

¿Cómo no me había dado cuenta de todo? Habían existido muchas señales que me guiaban hacia la realidad. Yo misma me puse una venda invisible y seguí justificando detalles injustificados.

Siempre juntos los tres, siempre felices, tan unidos, tan complementados, un todo uniforme  inseparable en nuestro propio Universo.

Decidí olvidar y perdonar que me hubieran utilizado de pantalla, en un mundo áspero y cruel, donde no se aceptaba el amor por amor. Sólo el amor entre un hombre y una mujer era el correcto, el perpetuo, el verdadero, el sagrado vínculo que nadie debía romper.

Decidí olvidar y perdonar, que me hubieran mentido, porque sólo ellos dos me habían mirado, cuidado, agasajado, mimado por primera vez, me querían de verdad, aunque no me necesitaran como  mujer.

Decidí olvidar y perdonar y volví a entrar, con paso firme y seguro esta vez, haciendo tanto ruido como pude para delatar mi presencia y diciendo con voz alta y desenfadada….

¡AMOR!
 ¡YA ESTOY EN CASA!  
¡ ESTARÉ EN LA COCINA PREPARANDO LA CENA!....

Un instante en nuestra vida, por Esther Pujol




Sin duda, esta es una de las mejores fotografías que conservo. Menudos piezas estábamos hechos. De derecha a izquierda aparecemos, Pepín, Toño y yo, envueltos en una nube de nicotina, fumando como carreteros. 

El recuerdo que encierra la imagen de esta estampa es especial. Pero ¿cuál, no? Todas ellas guardan un instante que permanece intacto en la trayectoria del tiempo, un pedazo de historia. No importa si son buenos o malos momentos, nada perdura. Y el aprendizaje siempre es positivo. 

Caray, discúlpenme. En ocasiones suelo salirme por la tangente. Si mi viejo amigo Gregorio me escuchara, diría - Fermín, Fermín, no empieces con la moralina.

En fin, a lo que iba. El marido de mi tía Polonia tenía una cuchillería en la calle Sagasta. Lo apodaban “ El Gallego “ por su lugar de procedencia, claro está. En la parte trasera de la tienda había un patio y fue allí donde tuvo lugar la instantánea. Los dos que me acompañan son los hijos de Manuel, el que trabajaba para mi tío. Me pregunto ¿qué habrá sido de ellos?

Recuerdo que aquel día no hubo colegio; no puedo poner en pie por qué. El caso, es que esos chicos solían aprovechar cualquier tiempo libre para aprender el oficio del padre. Por aquel entonces yo vivía con mis tíos. Era una especie de reemplazo encargado de suplantar, o por decirlo de otra forma, de aliviar el dolor que padecía mi tía por la pérdida de su tercer y único hijo varón. De esta manera, mi madre se deshizo de una boca que alimentar. Y, sinceramente, no salí mal parado, pues mi vida experimentó un cambio de ciento ochenta grados. Pasé de vivir en un pueblo perdido, rodeado de bestias, a instalarme en la gran ciudad con toda clase de comodidades. De ser uno más en una jauría de hermanos varones, a disfrutar los privilegios de ser el único. Aunque mi madre se encargó de no hacerme olvidar mis orígenes y cada vez que iba de visita me despojaba de mis prendas delicadas y me vestía de harapos como al resto.

Ya he vuelto a cambiar de tercio. ¿Por dónde iba? Ah, sí...

Cuando llegué aquel día a la tienda de mi tío, estaba al frente del mostrador, atendiendo a la clientela. Entré en silencio con idea de no molestar, tal cual me habían enseñado, y accedí al interior del taller. Dentro no había nadie, sin embargo escuché el ruido del esmeril. 

En el patio, al sol, estaban los chicos a cargo del trabajo del señor Manuel, mientras este se tomaba un descanso. Recuerdo que entré, hablamos, les enseñé mis cromos de fútbol y sin saber por qué terminamos cigarrillo en mano. El encargado de inmortalizar el momento fue mi tío con su recién estrenada Polaroid. Y de tanto recordar, recuerdo que todavía me duele el tirón de orejas que me dio la tía al ver la fotografía.