miércoles, 8 de marzo de 2017

Terciopelo y satén, por Lola N.G.




Lentamente cerré  la puerta de mi dormitorio, con el sigilo que mi temblorosa mano me permitía, intentando borrar la imagen que mis ojos de  gata, como los llamaba mi marido Peter, habían registrado y archivado para siempre, escena marcada a fuego abrasador en mi retina. En tan solo unos segundos que me habían parecido años se habían roto mi corazón, mis deseos, mis esperanzas, mis anhelos de mujer. 

¡Ahora empezaba a comprender tantas cosas!

Mis pesados pies me llevaron  a la escalera de caracol, me quité los zapatos de tacón, para no hacer ruido, no quería que me pudieran oír  y romper el infinito y verdadero amor que había contemplado, ese deseo apasionado, que por primera vez mi lecho estaba disfrutando. Sentía celos de las sábanas negras de satén que eran testigos y  envolvían los sudorosos y preciosos cuerpos de los dos seres que más amaba en el mundo.

Eran mi vida. Cada escalón que bajaba me sumergía más profundamente en un pozo de miseria, me envolvía la oscuridad, respiré profundamente y cristales minúsculos en forma de aire hicieron mi pecho.

Al descender, la luz de la lámpara del salón, eternamente encendida, me indicó el camino. El espejo del recibidor me devolvió mi propia imagen. Siempre bella, siempre perfecta, una sensualidad que todos veían, menos él. Seguí avanzando hacia el salón y me senté en la glamurosa chaisse longe, miré a mi alrededor, todos los muebles, adornos, cada tela de cada rincón, cada porcelana china, cada espectacular lienzo, cada terciopelo, todo elegido por los tres.

Mi casa, mi hogar, mi refugio, por fin, después de una infancia de hogares adoptivos, pobres en amor y abundantes en odio y castigos.

Recordé aquella tarde, hacía ya unos años, en la que en la coqueta cafetería que trabajaba en París, por unos míseros euros, servía café y croissants, al viandante, al escritor, al joven enamorado, al eterno ir y venir diario de sentimientos humanos. Ellos dos me hicieron sonreír, tan guapos, me miraron y me enamoré. Me acogieron en su vida, me rodearon con sus brazos y en aquel instante me sentí viva. Ya tenía una familia. A mis 21 años me dieron mi primer beso, uno de amigo, otro de hombre.

De pronto, sentí risas arriba y recordé dónde estaba, con premura me levanté y rápidamente me dirigí a la salida del lujoso apartamento. Me apoyé en la pared y pensé, lloré, reflexioné durante horas, como estatua, de piel y carne por fuera, sangrante por dentro.

Y tomé una decisión…. 

Decidí olvidar lo que mi alma nunca olvidaría, decidí olvidar los besos y caricias que regalaba Harry, mi mejor amigo, mi confidente, mi eterno apoyo en las noches, donde triste, le hablaba de mis carencias como mujer, de la indiferencia masculina de mi marido.

¿Cómo no me había dado cuenta de todo? Habían existido muchas señales que me guiaban hacia la realidad. Yo misma me puse una venda invisible y seguí justificando detalles injustificados.

Siempre juntos los tres, siempre felices, tan unidos, tan complementados, un todo uniforme  inseparable en nuestro propio Universo.

Decidí olvidar y perdonar que me hubieran utilizado de pantalla, en un mundo áspero y cruel, donde no se aceptaba el amor por amor. Sólo el amor entre un hombre y una mujer era el correcto, el perpetuo, el verdadero, el sagrado vínculo que nadie debía romper.

Decidí olvidar y perdonar, que me hubieran mentido, porque sólo ellos dos me habían mirado, cuidado, agasajado, mimado por primera vez, me querían de verdad, aunque no me necesitaran como  mujer.

Decidí olvidar y perdonar y volví a entrar, con paso firme y seguro esta vez, haciendo tanto ruido como pude para delatar mi presencia y diciendo con voz alta y desenfadada….

¡AMOR!
 ¡YA ESTOY EN CASA!  
¡ ESTARÉ EN LA COCINA PREPARANDO LA CENA!....

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