Lentamente
cerré la puerta de mi dormitorio, con el
sigilo que mi temblorosa mano me permitía, intentando borrar la imagen que mis
ojos de gata, como los llamaba mi marido
Peter, habían registrado y archivado para siempre, escena marcada a fuego
abrasador en mi retina. En tan solo unos segundos que me habían parecido años se
habían roto mi corazón, mis deseos, mis esperanzas, mis anhelos de mujer.
¡Ahora
empezaba a comprender tantas cosas!
Mis
pesados pies me llevaron a la escalera
de caracol, me quité los zapatos de tacón, para no hacer ruido, no quería que
me pudieran oír y romper el infinito y
verdadero amor que había contemplado, ese deseo apasionado, que por primera vez
mi lecho estaba disfrutando. Sentía celos de las sábanas negras de satén que
eran testigos y envolvían los sudorosos
y preciosos cuerpos de los dos seres que más amaba en el mundo.
Eran
mi vida. Cada escalón que bajaba me sumergía más profundamente en un pozo de
miseria, me envolvía la oscuridad, respiré profundamente y cristales minúsculos
en forma de aire hicieron mi pecho.
Al
descender, la luz de la lámpara del salón, eternamente encendida, me indicó el
camino. El espejo del recibidor me devolvió mi propia imagen. Siempre bella,
siempre perfecta, una sensualidad que todos veían, menos él. Seguí avanzando
hacia el salón y me senté en la glamurosa chaisse longe, miré a mi alrededor,
todos los muebles, adornos, cada tela de cada rincón, cada porcelana china, cada
espectacular lienzo, cada terciopelo, todo elegido por los tres.
Mi
casa, mi hogar, mi refugio, por fin, después de una infancia de hogares
adoptivos, pobres en amor y abundantes en odio y castigos.
Recordé
aquella tarde, hacía ya unos años, en la que en la coqueta cafetería que
trabajaba en París, por unos míseros euros, servía café y croissants, al
viandante, al escritor, al joven enamorado, al eterno ir y venir diario de
sentimientos humanos. Ellos dos me hicieron sonreír, tan guapos, me miraron y
me enamoré. Me acogieron en su vida, me rodearon con sus brazos y en aquel
instante me sentí viva. Ya tenía una familia. A mis 21 años me dieron mi primer
beso, uno de amigo, otro de hombre.
De
pronto, sentí risas arriba y recordé dónde estaba, con premura me levanté y
rápidamente me dirigí a la salida del lujoso apartamento. Me apoyé en la pared
y pensé, lloré, reflexioné durante horas, como estatua, de piel y carne por
fuera, sangrante por dentro.
Y
tomé una decisión….
Decidí
olvidar lo que mi alma nunca olvidaría, decidí olvidar los besos y caricias que
regalaba Harry, mi mejor amigo, mi confidente, mi eterno apoyo en las noches,
donde triste, le hablaba de mis carencias como mujer, de la indiferencia
masculina de mi marido.
¿Cómo
no me había dado cuenta de todo? Habían existido muchas señales que me guiaban
hacia la realidad. Yo misma me puse una venda invisible y seguí justificando
detalles injustificados.
Siempre
juntos los tres, siempre felices, tan unidos, tan complementados, un todo
uniforme inseparable en nuestro propio
Universo.
Decidí
olvidar y perdonar que me hubieran utilizado de pantalla, en un mundo áspero y
cruel, donde no se aceptaba el amor por amor. Sólo el amor entre un hombre y
una mujer era el correcto, el perpetuo, el verdadero, el sagrado vínculo que
nadie debía romper.
Decidí
olvidar y perdonar, que me hubieran mentido, porque sólo ellos dos me habían
mirado, cuidado, agasajado, mimado por primera vez, me querían de verdad,
aunque no me necesitaran como mujer.
Decidí
olvidar y perdonar y volví a entrar, con paso firme y seguro esta vez, haciendo
tanto ruido como pude para delatar mi presencia y diciendo con voz alta y
desenfadada….
¡AMOR!
¡YA ESTOY EN CASA!
¡
ESTARÉ EN LA COCINA PREPARANDO LA CENA!....
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