miércoles, 8 de marzo de 2017

Un instante en nuestra vida, por Esther Pujol




Sin duda, esta es una de las mejores fotografías que conservo. Menudos piezas estábamos hechos. De derecha a izquierda aparecemos, Pepín, Toño y yo, envueltos en una nube de nicotina, fumando como carreteros. 

El recuerdo que encierra la imagen de esta estampa es especial. Pero ¿cuál, no? Todas ellas guardan un instante que permanece intacto en la trayectoria del tiempo, un pedazo de historia. No importa si son buenos o malos momentos, nada perdura. Y el aprendizaje siempre es positivo. 

Caray, discúlpenme. En ocasiones suelo salirme por la tangente. Si mi viejo amigo Gregorio me escuchara, diría - Fermín, Fermín, no empieces con la moralina.

En fin, a lo que iba. El marido de mi tía Polonia tenía una cuchillería en la calle Sagasta. Lo apodaban “ El Gallego “ por su lugar de procedencia, claro está. En la parte trasera de la tienda había un patio y fue allí donde tuvo lugar la instantánea. Los dos que me acompañan son los hijos de Manuel, el que trabajaba para mi tío. Me pregunto ¿qué habrá sido de ellos?

Recuerdo que aquel día no hubo colegio; no puedo poner en pie por qué. El caso, es que esos chicos solían aprovechar cualquier tiempo libre para aprender el oficio del padre. Por aquel entonces yo vivía con mis tíos. Era una especie de reemplazo encargado de suplantar, o por decirlo de otra forma, de aliviar el dolor que padecía mi tía por la pérdida de su tercer y único hijo varón. De esta manera, mi madre se deshizo de una boca que alimentar. Y, sinceramente, no salí mal parado, pues mi vida experimentó un cambio de ciento ochenta grados. Pasé de vivir en un pueblo perdido, rodeado de bestias, a instalarme en la gran ciudad con toda clase de comodidades. De ser uno más en una jauría de hermanos varones, a disfrutar los privilegios de ser el único. Aunque mi madre se encargó de no hacerme olvidar mis orígenes y cada vez que iba de visita me despojaba de mis prendas delicadas y me vestía de harapos como al resto.

Ya he vuelto a cambiar de tercio. ¿Por dónde iba? Ah, sí...

Cuando llegué aquel día a la tienda de mi tío, estaba al frente del mostrador, atendiendo a la clientela. Entré en silencio con idea de no molestar, tal cual me habían enseñado, y accedí al interior del taller. Dentro no había nadie, sin embargo escuché el ruido del esmeril. 

En el patio, al sol, estaban los chicos a cargo del trabajo del señor Manuel, mientras este se tomaba un descanso. Recuerdo que entré, hablamos, les enseñé mis cromos de fútbol y sin saber por qué terminamos cigarrillo en mano. El encargado de inmortalizar el momento fue mi tío con su recién estrenada Polaroid. Y de tanto recordar, recuerdo que todavía me duele el tirón de orejas que me dio la tía al ver la fotografía. 

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