viernes, 15 de diciembre de 2017

Ariana, por Carmen Gómez Barceló

- Sólo lo tenía a él y me ha dejado Louis. No me queda nada, quiero morirme- decía Ariana desgarrándose la garganta en cada palabra,  sintiéndose desamparada y sola ante el mundo.

Viéndola en este estado, su amigo Louis le recomendó un reconocido terapeuta, experto en depresión postraumática, pues Ariana le había contado  que se estaba volviendo loca y  no podría vivir sin Alex, a pesar de  las palizas y vejaciones que había sufrido a su lado.-

-No estás loca- Fue la primera frase del terapeuta. - Crees que estás sola porque vives en un mundo cruel donde reina el egoísmo de los hombres, Y desamparada porque no saben quererte. Sal de este mundo que te hace daño y deshazte de todo lo que te ata a él. Confía en mí y te sacaré de este sufrimiento que no mereces. Al principio te parecerá extraño el tratamiento pero pronto comprobarás sus efectos. Comenzaremos con este jarabe azul. Ahora respira. Empieza tu liberación.

Las consultas se sucedieron  por algún tiempo. Empezaban con la ingestión de una bebida azul y con la frase “quítate la ropa y siéntete libre ” y ella, sin saber porqué obedecía. Él sesión tras sesión, se convirtió  en su maestro de vida, y como buena seguidora, aceptaba incluso  sus extrañas peticiones  sexuales, que según el galeno, eran curativas.
Un día, su guía le propuso trasladarse  a una granja. En ella convivían otros maestros con personas necesitadas de amor como ella, para así, conseguir la curación. Ella aceptó enseguida, pues le aterraba la idea de no estar cerca de su salvador. Una vez allí, comprobó que no era la única que gozaba de su amparo, otra mujer, mayor que ella, también le acompañaba en la casa y las sesiones curativas. Ariana se sintió incómoda y Patricia, que así se llamaba la mujer, también, pero pronto el médico les dio el brebaje azul y la calma hizo acto de presencia. La medicina era mágica, con ella  la quietud invadía el espacio y la meditación se hacía posible.

Esta circunstancia se repetía con frecuencia, y a veces Patricia, parecía sentirse mal tras el fármaco misterioso.

La vida en la granja bajo la custodia del maestro le llenaba de gozo. El trabajo no le pesaba y la escasa comida le era suficiente. Las mujeres se turnaban en la cocina  para preparar la comida y la dos se prestaban con gusto a las actividades nocturnas que proponía el gurú, pero Ariana, a pesar de la pasividad de su mente, era capaz de sentir que amaba de una manera sublime a su salvador y compartirlo le hacía mucho daño.

Una tarde Ariana estuvo meditando más de lo normal.  Era su turno para  preparar la cena. Sirvió los platos bajo la mirada impaciente de su compañera, que esa noche tenía el privilegio de gozar de la  cura sensorial con el maestro. Todos se sentaron por fin a cenar. La sopa de Patricia tenía un leve reflejo azul. Ariana sonreía.

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