jueves, 16 de febrero de 2017

Maquillaje invisible, por María del Mar Quesada Lara




El rímel corrido, bajo el ojo de una mujer, es una señal palpable de que el llanto ha sido  amargo. El maquillaje churreteado por la cara de una mujer es síntoma de que ya todo le da igual, nada importa ya. El llanto desesperado arrastra los grumos negros del lápiz de ojos junto con la amargura del alma femenina.

Esa imagen es la que vio Kate en el reflejo del escaparate de una tienda de juguetes. La rabia le consumía dentro y fuera de su piel. Había sido una estúpida pensando que su resolución iba a tener un buen final. 

Kate, en un intento desesperado de hacer las cosas bien, había ido al apartamento de Robert a hacerle partícipe de su nueva situación. Habían cortado hacía meses, pero en la fiesta de la hermana de Robert habían coincidido. La mezcla de alcohol y coca se combinaron con la falta de sexo y aquello terminó en el cuarto de baño; ella con el vestido de punto subido hasta el ombligo y él con los pantalones bajados hasta la rodilla. La resaca de aquel encuentro fue que Kate estaba de 8 semanas. Con 36 años no se había planteado tener hijos, pero estar embarazada a esa edad y estando sola, se le presentó como su última oportunidad de ser una mujer normal. 

Tendría ese bebé. 

Kate había probado todo lo que la vida le había ofrecido de joven; sexo con chicos, con chicas, en pareja, en tríos, y un menú variado de alcohol para desayunar, porros para comer, y las noches consistían en una cena frugal, un simple raya de coca. El último día que fue pareja de Robert resultó ser casi su último día en este mundo. Estar cerca de la muerte la llevó a un centro de desintoxicación que su padre pagó. Todo iba como debía hasta la maldita noche que se reencontró con su ex. Tuvo que volver al centro en una nueva recaída.

En cuanto supo que estaba embarazada se tomó su vida más en serio, incluso apareció en ella un sentido de responsabilidad antes ausente. Su sentido común la invitaba a comunicar a Robert que estaba embarazada. Un hijo debe saber quién es su padre y un padre debe saber que ha lanzado un hijo al mundo. Callarse sería lo más sensato, pero ella quería hacer lo correcto.

Allí estaba ella, mirándose en el escaparate y sumida en la miseria más profunda después de escuchar las palabras de su ex. No esperaba que le pidiera matrimonio, pero tampoco se esperaba esas duras palabras de su boca: “¡Qué dices loca! ¡Eres una borracha, una  puta, una drogata, una torpe! ¡Cómo te atrevas a tener un hijo mío, te mato! Aborta ese engendro y, de paso, abórtate a ti misma”.
Cuando rememoró esas palabras pensó: “Voy  a seguir con el embarazo sí o sí. Ese cabrón va a tragarse sus palabras. Yo puedo ser una madre estupenda, solo tengo que hacer todo lo contrario a lo que hizo mi propia madre”.

Su padre y su madre no podían ser más diferentes. El padre de Kate era comercial en una fábrica de puertas y tenía que estar fuera de casa mucho tiempo, siempre iba impecable con sus trajes baratos. Su madre era ama de casa según rezaba en la ficha del colegio de su hija, pero la verdad era que la mayoría de los días Kate comía bocadillos, tenía que ponerse la ropa sin planchar o incluso sin lavar y el frigorífico estaba como el alma de su  madre, vacío. Pese a que económicamente no estaban del todo mal, la casa era un desastre, la madre había dirigido toda su frustración hacia aquel hombre al que apenas veía. Kate tenía que oír una ristra de insultos y barbaridades sobre su padre todos los días, pero nunca conseguía descubrir al ogro en aquel hombre que venía cada quince días a casa. Su padre aguantaba el fin de semana en el hogar, sin apenas hacer ni decir nada que pudiera alterar a su mujer con la ilusión de compartir unos días con su hija. Pero todo empeoró cuando su madre empezó a gastarse medio sueldo en las máquinas tragaperras. Mientras su madre estaba jugando, Kate disfrutaba de la libertad de ser una adolescente que hacía lo que le venía en gana  y a la que su quincenal padre mimaba y consentía.

Su estado iba avanzando sin molestias hasta que a las diez semanas empezaron las náuseas matutinas, el asco perforando su estómago cada vez que olía algo de comer y la continua sensación de estar cansada como si estuviera en una resaca constante. Después de dos semanas sin apenas comer, con el cuerpo dolorido por los vómitos y el alma destrozada por la soledad y la frustración, buscó una botella de whisky y llamó a su padre por teléfono de madrugada.

-          Papá, necesito que me lleves mañana a la clínica.
-          ¿Estás bien, cariño? ¿Te recojo ahora?
-          No, estoy bien. Solo necesito ir a la clínica mañana.
-          Está bien. ¿A qué hora te recojo?
-          A las 10.

A la mañana siguiente se despertó a las nueve, se duchó, se secó el pelo y se maquilló el rostro para no asustar a su padre con su aspecto. Kate le dio la dirección a su padre, él le preguntó si esa clínica era nueva. Ella lo miró con una sonrisa falsa y le dijo que sí. Cuando llegaron a la puerta y su padre vio el membrete, le preguntó qué pretendía hacer.  Kate se volvió a su padre y con determinación le dijo: 

-          Voy a ser una buena madre. Voy a abortar antes de que sea tarde.

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