Temblaba de frío aquella helada
noche de invierno.
Las otras cinco doncellas pétreas
que la acompañaban en la fuente
no parecían acusar el viento
gélido. Permanecían hieráticas, eternamente ensimismadas. Las sentía distintas, lejanas. No eran de la misma especie.
¿Por qué ella despertaba cada anochecer, mientras las demás permanecían dormidas? ¿Por qué adoptaba
una forma humana, la forma
de esos seres desconcertantes que espiaba incansablemente durante el día desde su privilegiado puesto?
Sabía que lo humano no le era ajeno. Escuchaba sus poemas de amor, sus confidencias, sus chismes. Presenciaba besos furtivos, manotazos, rubores, citas indiscretas, suspiros ignorados. Todo eso le dolía en el alma, un alma que sabía
escondida bajo su manto de mármol. ¿Por qué sentía
el irrefrenable deseo de bajar de su pedestal en la fuente
y caminar siempre
en la misma dirección?
Sus pies la llevaban invariablemente hasta el arroyo
que lindaba junto al bosque
de hayas salvajes,
allá abajo, cerca del
valle encantado. Y allí se encaminó de nuevo, los níveos pies descalzos apenas
hollando el suelo escarchado, con la ligereza
de una gacela. Cuanto más se acercaba
al arroyo más feliz se sentía, pero también más angustiada. El corazón le palpitaba en el pecho,
desbocado. Sus pasos proseguían firmes su camino
sin desviarse ni un centímetro. Llegar, llegar
y sumergirse en el agua pura. Meter la cabeza
bajo la superficie y aguantar la respiración. El arroyo cantarín
danzaba a sus pies y la invitaba al baño. Se despojó de su liviana
túnica blanca y se zambulló
sin pensarlo. Un recuerdo fugaz la atravesó
de parte a parte. Un rostro moreno,
unos enormes ojos verdes y unos
brazos fuertes que la apretaban
dulcemente. Risas y abrazos húmedos,
sobre la hierba.
Dos cuerpos desnudos y enlazados bajo la luz de la luna.
Salió del agua casi sin resuello. Lisandro,
Lisandro… ¿Quién era él? ¿Y ella? ¿Quién
era ella antes de convertirse en la fría estatua de la fuente?
Se levantó de un salto y se vistió precipitadamente. Debía encontrar una respuesta, y algo le decía
que sería en el valle encantado. Sus pasos la condujeron entre zarzas, jaramagos y ortigas que le herían las piernas. Dejó atrás cientos
de flores de lenguas bífidas
que le lamían las
pantorrillas, y se asustó con los ruidos
de las criaturas de la noche que poblaban el bosque, como los
búhos de dos cabezas, los más sabios
del mundo. Se internó en el valle con la determinación
del que sabe que hallará
respuestas. Decenas de duendecillos se escurrían entre sus piernas silbando y levantándole la túnica, traviesos, y las dríades
cantaban con voz melodiosa abrazadas a los altos árboles.
Estaba cerca, muy cerca, lo sabía. Apenas
oculta por un parterre de luciérnagas de colores atisbó
la puntiaguda torre de una casa. Se estremeció. No podría decir durante cuánto tiempo más estuvo andando
entre mimosas hasta que llegó al umbral.
Estaba como hipnotizada. Se disponía a llamar a la puerta
cuando ésta se abrió con un sonido
de goznes chirriantes. Una anciana encorvada y de ojos velados se apartó a un lado invitándola a pasar con una
mano que era como una garra.
-
Siéntate - le dijo con una voz cargada de milenios - Te estaba esperando.
Ella obedeció y se sentó
junto a la lumbre. Entonces
la anciana posó en ella sus ojos ciegos y comenzó a hablar.
-
Érase una vez una hermosa
doncella llamada Helena
que vivía en un pequeño
pueblo cerca del
valle encantado. Su padre, el hombre más rico y poderoso del lugar, era un viejo déspota
y celoso que la mantenía encerrada
en su habitación día y noche. La pobre muchacha
no tenía más consuelo
que el asomarse a la ventana y mirar como los lugareños se reunían alrededor de la fuente y charlaban, y reían y se hacían
confidencias. Un buen día se sobresaltó al ver
que un apuesto joven la miraba desde
la fuente. Era Lisandro, un caballero recién
llegado al servicio del padre de la muchacha. Desde aquella primera
mirada ambos quedaron irremediablemente unidos
por un lazo invisible de amor eterno,
que nada podría
romper. Todas
las noches la joven se escapaba por la ventana
para encontrarse con Lisandro en un claro
del bosque cerca de aquí. Retozaban y se amaban
hasta el amanecer. Pero el tiránico
padre sospechaba algo, y una noche
siguió a su hija hasta
el bosque y los descubrió
abrazados y desnudos bajo la luz de la luna. Montó en cólera
y agarrándola por el cabello,
la trajo hasta mí, dejando a Lisandro
malherido.
La anciana calló un instante,
y después prosiguió
con una voz dulce y maternal.
-
Sabes muy bien que tú eres esa joven.
Tu padre me obligó
bajo pena de muerte a hechizarte, de manera que te convertí
en una de las ninfas
de la fuente que tanto te gusta mirar desde tu
ventana. Sentí compasión de ti, joven y enamorada, y dejé tu alma intacta
bajo tu pecho marmóreo.
-
¿Y de qué me sirve,
dime anciana, mi humanidad? - exclamó la doncella sollozando
desconsoladamente. - ¿De qué me sirve si Lisandro ha muerto?
-
Lisandro no ha muerto,
Helena. Cuando tu padre se fue, tras convertirte a ti en estatua, fui hasta el claro del bosque donde yacía malherido, y compadeciéndome de su dolor lo transformé en arroyo. Si vuestro
amor era lo suficientemente fuerte,
encontrarías la manera de reunirte
con él. Y así ha sido.
La doncella dejó de sollozar
al instante y abrazó a la anciana
como un pajarillo tembloroso. Después se dirigió
hasta el arroyo,
cuyas aguas eran tan verdes
como los ojos de su amado, y se
sumergió lentamente. Lisandro, Lisandro, susurraba. Abrió
los ojos bajo la superficie y sonrió. El agua
llenó sus pulmones.
Lisandro…Jamás volverían a separarlos.