Todo lo que quisiste te lo di. Bien lo sabes tú. Siempre ha sido así, desde que me miraste por primera vez en aquel café. Llevabas ese suéter rojo de lana que tanto
te gusta y unos
tejanos de un color azul desvaído. Yo, que no distinguía los colores porque
vivía sumergido en un mar de grises, tengo grabado en mi pensamiento ese momento, quizás porque algo dentro de mí me dijo que sería definitivo, que tú serías
definitiva e irrevocablemente mi perdición.
Fuiste
tú quién se acercó a mí. Mi paquete de cigarrillos
Marlboro descansaba sobre el mantel de cuadros, y me pediste
uno con una sonrisa
amplia y descarada, la sonrisa
de alguien que sabe que nada le será negado.
Porque tú ya sabías,
oh sí, sabías que yo era irremisiblemente tuyo, que si alguna vez tuve voluntad alguna ahora estaba ligada
al azar de tus caprichos, al albur de tus sonrisas.
Te he complacido siempre. ¿Quieres
dejar ese trabajo
de dependienta que tanto te aburre? No pasa
nada, mi pensión
es de sobra suficiente para mantenernos a los dos holgadamente.
¿Tienes demasiado tiempo
libre y quieres apuntarte a clases de tenis para mantenerte en forma?
No hay problema, mi niña, yo solo quiero que seas feliz.
¿Necesitas ir de compras
con tus amigas, salir con ellas todos los días,
pasar la noche fuera de casa, un coche
nuevo porque vivimos en las afueras y todo te pilla a desmano? Pide,
pide por esa boquita. Nada me parece
bastante. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, aunque
haya sido tan tarde. Mi casa no sería lo mismo sin ti. Antes
era demasiado fría, y
demasiado grande. Tú acabaste con los grises,
trajiste contigo toda una paleta de colores y
pintaste cada rincón
de mi mundo de un tono distinto.
Afortunadamente no sabes lo que es
despertarse a media noche con sofocos, ahogándote en la conciencia de una pesadilla reciente en la que estás solo, en la que te acecha la muerte.
Eres demasiado joven
y nunca has estado
sola. Yo en cambio
sí. Y voy detrás de ti lamiendo
cada paso, olisqueando
tu perfume en cada esquina,
solapando mi sombra
con la tuya para sentir que me fundo contigo.
Entonces me miras incómoda, con esa mirada
tuya tan oblicua
que la siento como un puñal en las entrañas, y que no quiero pensar
que es de desprecio. Y dices que me aleje,
que te asfixias, echándome de esa habitación que antes era mía y que ahora es solo tuya, como todo lo que tengo, como mi vida, como mi voluntad. A la
mañana siguiente abres la puerta
y allí estoy yo, como un perro,
tumbado en el suelo
esperando, siempre esperando, las sobras de tu afecto.
Me miras un segundo apenas
y después te alejas
pavoneándote. Mis ojos se quedan
prendidos de tu núbil cuerpo semidesnudo, y mi boca susurra tu nombre, pero todo es inútil. Pasan los días y tú apenas
me diriges la palabra. Tengo una sensación extraña,
como de disolución. Si tú no me miras, si no me hablas, yo no existo.
No salgo de casa y siento que estoy
desapareciendo, que me estoy consumiendo. Ayer clavaste
tus ojos en mí pero estoy
seguro de que no me viste. Miraste
a través de mí. Escalofrío, terror. Siento que me estoy
volviendo invisible, el peso leve, la piel translúcida, las venas delicuescentes, los ojos glaucos. Ahora
estoy aquí, en el vano de la habitación de la que he sido desterrado, con un lamento de horror atrapado
en la garganta, el pecho doliente y la mandíbula rígida. Otro ha ocupado mi lugar en nuestro lecho.
Tu esbelto cuerpo de amazona se contonea
furiosamente encima de él. Los dos gemís al unísono.
No soy más que un fantasma, un fantasma solitario. La muerte
acecha de nuevo,
y esta vez, me llevará
con ella, lo sé.
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