martes, 13 de febrero de 2018

Disolución por Mar Rojo



Todo lo que quisiste te lo di. Bien lo sabes tú. Siempre ha sido así, desde que me miraste por primera vez en aquel café. Llevabas ese suéter rojo de lana que tanto te gusta y unos tejanos de un color azul desvaído. Yo, que no distinguía los colores porque vivía sumergido en un mar de grises, tengo grabado en mi pensamiento ese momento, quizás porque algo dentro de me dijo que sería definitivo, que serías definitiva e irrevocablemente mi perdición. 

Fuiste quién se acercó a mí. Mi paquete de cigarrillos Marlboro descansaba sobre el mantel de cuadros, y me pediste uno con una sonrisa amplia y descarada, la sonrisa de alguien que sabe que nada le será negado. Porque tú ya sabías, oh sí, sabías que yo era irremisiblemente tuyo, que si alguna vez tuve voluntad alguna ahora estaba ligada al azar de tus caprichos, al albur de tus sonrisas. Te he complacido siempre. ¿Quieres dejar ese trabajo de dependienta que tanto te aburre? No pasa nada, mi pensión es de sobra suficiente para mantenernos a los dos holgadamente.

¿Tienes demasiado tiempo libre y quieres apuntarte a clases de tenis para mantenerte en forma? No hay problema, mi niña, yo solo quiero que seas feliz. ¿Necesitas ir de compras con tus amigas, salir con ellas todos los días, pasar la noche fuera de casa, un coche nuevo porque vivimos en las afueras y todo te pilla a desmano? Pide, pide por esa boquita. Nada me parece bastante. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, aunque haya sido tan tarde. Mi casa no sería lo mismo sin ti. Antes era demasiado fría, y demasiado grande. acabaste con los grises, trajiste contigo toda una paleta de colores y pintaste cada rincón de mi mundo de un tono distinto. Afortunadamente no sabes lo que es despertarse a media noche con sofocos, ahogándote en la conciencia de una pesadilla reciente en la que estás solo, en la que te acecha la muerte. 

Eres demasiado joven y nunca has estado sola. Yo en cambio sí. Y voy detrás de ti lamiendo cada paso, olisqueando tu perfume en cada esquina, solapando mi sombra con la tuya para sentir que me fundo contigo. Entonces me miras incómoda, con esa mirada tuya tan oblicua que la siento como un puñal en las entrañas, y que no quiero pensar que es de desprecio. Y dices que me aleje, que te asfixias, echándome de esa habitación que antes era mía y que ahora es solo tuya, como todo lo que tengo, como mi vida, como mi voluntad. A la mañana siguiente abres la puerta y allí estoy yo, como un perro, tumbado en el suelo esperando, siempre esperando, las sobras de tu afecto. Me miras un segundo apenas y después te alejas pavoneándote. Mis ojos se quedan prendidos de tu núbil cuerpo semidesnudo, y mi boca susurra tu nombre, pero todo es inútil. Pasan los días y tú apenas me diriges la palabra. Tengo una sensación extraña, como de disolución. Si no me miras, si no me hablas, yo no existo. No salgo de casa y siento que estoy

desapareciendo, que me estoy consumiendo. Ayer clavaste tus ojos en pero estoy seguro de que no me viste. Miraste a través de mí. Escalofrío, terror. Siento que me estoy volviendo invisible, el peso leve, la piel translúcida, las venas delicuescentes, los ojos glaucos. Ahora estoy aquí, en el vano de la habitación de la que he sido desterrado, con un lamento de horror atrapado en la garganta, el pecho doliente y la mandíbula rígida. Otro ha ocupado mi lugar en nuestro lecho. Tu esbelto cuerpo de amazona se contonea furiosamente encima de él. Los dos gemís al unísono. No soy más que un fantasma, un fantasma solitario. La muerte acecha de nuevo, y esta vez, me llevará con ella, lo sé.

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