Llegé
a la estación de autobuses arrastrando de una maleta con ruedas. Pedí un
billete sin destino. El hombre que estaba detrás de la ventanilla, elevó los
ojos por encima de sus gafas de cerca y con sarcástica mirada y voz aguda me
espetó:
- ¡Oiga, váyase a tomarle el pelo a otro!.
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En
ese momento reaccioné de mi ensimismamiento y me disculpé con aquel hombre cuya
vida parecía haberse ido justo al sitio a dónde yo le había pedido un billete
momentos antes. Requerí uno con destino a Santander. «Santander será una
elegante ciudad para empezar una vida nueva» pensé.
Hacía
dos años que había llegado aquel pueblo de vuelta del mío. Con un contrato
debajo del brazo empecé a trabajar en el casino que habían construidos unos
forasteros. Yo me ocupaba de recoger la mesa de juegos y de cambiar billetes
por fichas de colores para proveer de víveres a las ansiosas criaturas que con
cada partida flirtreaban con el aroma de la adicción. Con el tiempo me di
cuenta que cuanto más corta era mi falda más grande eran las propinas que me
daban. No tardé en quedarme a hacer horas extras para acompañar a los hombres
al finalizar las partidas, y una noche, la primera, uno de ellos me pidió que
le hiciera una felación a cambio de un billete de cien euros.
No
estuvo mal, era un tío joven y olía a perfume caro. Su sexo me supo bien. Con
cada lamido pude degustar el sabor de una verga de tintes pijos, que venía
estuchada en unos sexys calzoncillos Calvin Klein. Luego llegó el sexo vaginal.
Y después el sexo anal. La primera vez que lo practiqué me mareé, casi pierdo
el conocimiento por el dolor, pero, cuando consigues relajar el esfínter, la
penetración te llega a proporcionar los orgamos más intensos que nunca un
cuerpo humano haya experimentado.
El
público que frecuentaba el casino era el mismo cuyos titulares tenían negocios
por todo el pueblo. Jacinto, el de la agencia de transportes; Ramón, el del
almacén de materiales de construcción, Abelardo, el de la tienda de
comestibles..., bodegueros, albañiles... gente de todo tipo dispuesta a jugarse
sus sueños y algo más, en el tablero de una mesa. Las vecinas comenzaron a mirarme mal. La
casera me echó de la vivienda que me tenía alquilada, alegando la necesidad de
prepararla para la boda de su hija, y eso que aquella pobre infeliz no tenía ni
novio. El supermercado dejó de suministrarme los encargos semanales que le
hacía, por supuestos retrasos en la entrega de la mercancía, retrasos que,
casualmente, solo yo sufría. Y el farmaceútico optó por quitar del local la
máquina dispensadora de preservativos asegurando que ya no los vendía. Un goteo
de zancadillas que terminaron por erosionar mi autoestima y mi propia calidad
de vida.
Por
eso decidí marcharme esta vez a una ciudad. Una urbe donde mi difuminación me
brindara el anonimato que necesitaba para vivir la vida que me apetecía.
El
autobús fue parando en todas las estaciones. El viaje fue largo, pero a mí no
se me hizo ni siquiera un poquito pesado. Me senté en el penúltimo sitio, antes
de la última fila de asientos que no tiene pasillo. Había poco público, y el
poco que subió se fue quedándo en los destinos anteriores. Tres asientos por
delante de mí quedaba sentada una joven religiosa, negra.
Como
era invierno anocheció temprano, y con la oscuridad empezaron las danzas de
pensamientos y fantasías eróticas que llegaban a mi cabeza como salmones que
transitan río arriba, para desasosiego de mi vulva afanosa por llenarse de
sexo.
Intenté
no dejarme llevar por el ansia y opté por despejarme sentándome en el asiento
de al lado de la devota hermana, que iba
rezando un rosario que sujetaba entres sus manos. Tenía unos profundos ojos
negros y unos pechos ingentes y redondos cuyos pezones taladraban el paño de su
hábito. La mujer comenzó a relatarme los avatares vividos en muchas de las
misiones donde había estado, y la cantidad de personas y de vidas que había
podido conocer alrededor de todo el mundo. Y yo, apoyada en la confianza que
sus ojos me transfirieron, le conté las mías propias. Para mi sorpresa su
reacción no fue como se esperaría que lo hiciera una monja clásica. Primero, me
regaló una generosa sonrisa de aprobación, y luego, me recitó una bonita
párabola que se trajo de su visita a
África: «Ama y te amarán».
Para
Dios, su Dios, grande de alma y tolerante de acción, amantes son aquellos que
se aman, y con disfrute carnal o sin él, el ser humano que ama estaría libre de
todo pecado divino.
Eso
me lo dijo soltando el rosario sobre su lecho y dándome un cálido beso en los
labios que agitó por completo mi cuerpo. Mi imaginación comenzó a cabalgar
desbocada. Nunca antes me habían besado unos delicados labios femeninos, suaves
y atercipelados, y nunca por mi mente había pasado la imagen deseada de una
mujer. La humedad empezó a surcar el algodón de mis bragas. Me arrojé sobre su boca e introduje mi
lengua dentro, mientras con mi mano
derecha le amasaba sus pechos.
Se
incorporó y echó una ojeada por encima del reposacabezas al conductor, que
tenía fijada la mirada en la carretera abstraído por el sonido de un receptor
de radio. Pegó un tirón del hábito que le cubría el cuerpo entero y se lo quitó
por encima de su cabeza. Estaba completamente desnuda. Sus pezones eran grandes
onzas de chocolate puro que se fueron desleyendo en mi boca, y su vulva un
monte de vellos negros y espesos como su piel. Con mis manos busqué sus labios
inferiores y le introduje los dedos índice y corazón dentro de su matriz.
Comencé a frotarlos hacia dentro y hacia fuera bañándolos en un fluido corporal
que los lubricaba.
Sus
párpardos se abrían y cerraban queriendo ser tetigos del placer y los gemidos
que dieron inicio suaves y tímidos, terminaron sonoros y vulgares hasta ser
ahogados con un libro de la Biblia, que sacó de la faldriquera y lo puso
tapándose la boca. La toca que le cubría la frente se
desplazó hacia la cabeza como una diadema de tela ancha blanca que la
santificaba, a semejanza de una virgen, cuando el intenso orgasmo llegó
como un tsunami a su cuerpo.
Mientras
tanto yo cerraba fuerte las piernas aprisionando mi clítoris contra los muslos
que lo acurrucaban.
Nunca
había vivido una experiencia tan placentera sin introducir nada por ningún
orificio de mi cuerpo.
Ambas
nos quedamos exhaustas en nuestros sillones mirando la señal de prohibido fumar
pegada en el cristal de la ventanilla, que parecía incitarnos a hacer
precisamente todo lo contrario.
Ya
casi estaba amaneciendo cuando me quedé dormida. El conductor aparcó en el
apeadero y desde lejos me despertó con un «final del trayecto». Cuando abrí los
ojos la mujer ya no estaba. Le pregunté si sabía en que momento la religiosa
había abandonado el autocar, a lo que el hombre respondió con otro
interrogante:
-
Religiosa ¿de qué religiosa me habla? No
vi ninguna monja entre mis pasajeros.
Confusa
cogí mi equipaje del compartimento superior y me bajé del vehículo. Abri el
bolso para fumar un cigarrillo y al tirar de la pitillera algo salió colgando
engachado en la tapa superior. Era un rosario circular con una cruz en la cola
y una leyenda en africano, que a la traducción significaba: «Ama y te amarán».
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