martes, 13 de febrero de 2018

Una misionera diferente por Mónica Sánchez



Llegé a la estación de autobuses arrastrando de una maleta con ruedas. Pedí un billete sin destino. El hombre que estaba detrás de la ventanilla, elevó los ojos por encima de sus gafas de cerca y con sarcástica mirada y voz aguda me espetó:

 - ¡Oiga, váyase a tomarle el pelo a otro!. Siguiente -

En ese momento reaccioné de mi ensimismamiento y me disculpé con aquel hombre cuya vida parecía haberse ido justo al sitio a dónde yo le había pedido un billete momentos antes. Requerí uno con destino a Santander. «Santander será una elegante ciudad para empezar una vida nueva» pensé.

 
Hacía dos años que había llegado aquel pueblo de vuelta del mío. Con un contrato debajo del brazo empecé a trabajar en el casino que habían construidos unos forasteros. Yo me ocupaba de recoger la mesa de juegos y de cambiar billetes por fichas de colores para proveer de víveres a las ansiosas criaturas que con cada partida flirtreaban con el aroma de la adicción. Con el tiempo me di cuenta que cuanto más corta era mi falda más grande eran las propinas que me daban. No tardé en quedarme a hacer horas extras para acompañar a los hombres al finalizar las partidas, y una noche, la primera, uno de ellos me pidió que le hiciera una felación a cambio de un billete de cien euros.

No estuvo mal, era un tío joven y olía a perfume caro. Su sexo me supo bien. Con cada lamido pude degustar el sabor de una verga de tintes pijos, que venía estuchada en unos sexys calzoncillos Calvin Klein. Luego llegó el sexo vaginal. Y después el sexo anal. La primera vez que lo practiqué me mareé, casi pierdo el conocimiento por el dolor, pero, cuando consigues relajar el esfínter, la penetración te llega a proporcionar los orgamos más intensos que nunca un cuerpo humano haya experimentado.

El público que frecuentaba el casino era el mismo cuyos titulares tenían negocios por todo el pueblo. Jacinto, el de la agencia de transportes; Ramón, el del almacén de materiales de construcción, Abelardo, el de la tienda de comestibles..., bodegueros, albañiles... gente de todo tipo dispuesta a jugarse sus sueños y algo más, en el tablero de una mesa.  Las vecinas comenzaron a mirarme mal. La casera me echó de la vivienda que me tenía alquilada, alegando la necesidad de prepararla para la boda de su hija, y eso que aquella pobre infeliz no tenía ni novio. El supermercado dejó de suministrarme los encargos semanales que le hacía, por supuestos retrasos en la entrega de la mercancía, retrasos que, casualmente, solo yo sufría. Y el farmaceútico optó por quitar del local la máquina dispensadora de preservativos asegurando que ya no los vendía. Un goteo de zancadillas que terminaron por erosionar mi autoestima y mi propia calidad de vida.

Por eso decidí marcharme esta vez a una ciudad. Una urbe donde mi difuminación me brindara el anonimato que necesitaba para vivir la vida que me apetecía.

El autobús fue parando en todas las estaciones. El viaje fue largo, pero a mí no se me hizo ni siquiera un poquito pesado. Me senté en el penúltimo sitio, antes de la última fila de asientos que no tiene pasillo. Había poco público, y el poco que subió se fue quedándo en los destinos anteriores. Tres asientos por delante de mí quedaba sentada una joven religiosa, negra.

Como era invierno anocheció temprano, y con la oscuridad empezaron las danzas de pensamientos y fantasías eróticas que llegaban a mi cabeza como salmones que transitan río arriba, para desasosiego de mi vulva afanosa por llenarse de sexo.

Intenté no dejarme llevar por el ansia y opté por despejarme sentándome en el asiento de al lado de la devota  hermana, que iba rezando un rosario que sujetaba entres sus manos. Tenía unos profundos ojos negros y unos pechos ingentes y redondos cuyos pezones taladraban el paño de su hábito. La mujer comenzó a relatarme los avatares vividos en muchas de las misiones donde había estado, y la cantidad de personas y de vidas que había podido conocer alrededor de todo el mundo. Y yo, apoyada en la confianza que sus ojos me transfirieron, le conté las mías propias. Para mi sorpresa su reacción no fue como se esperaría que lo hiciera una monja clásica. Primero, me regaló una generosa sonrisa de aprobación, y luego, me recitó una bonita párabola que  se trajo de su visita a África:  «Ama y te amarán».
Para Dios, su Dios, grande de alma y tolerante de acción, amantes son aquellos que se aman, y con disfrute carnal o sin él, el ser humano que ama estaría libre de todo pecado divino.

Eso me lo dijo soltando el rosario sobre su lecho y dándome un cálido beso en los labios que agitó por completo mi cuerpo. Mi imaginación comenzó a cabalgar desbocada. Nunca antes me habían besado unos delicados labios femeninos, suaves y atercipelados, y nunca por mi mente había pasado la imagen deseada de una mujer. La humedad empezó a surcar el algodón de mis bragas. Me arrojé sobre su boca e introduje mi lengua  dentro, mientras con mi mano derecha le amasaba sus pechos.

Se incorporó y echó una ojeada por encima del reposacabezas al conductor, que tenía fijada la mirada en la carretera abstraído por el sonido de un receptor de radio. Pegó un tirón del hábito que le cubría el cuerpo entero y se lo quitó por encima de su cabeza. Estaba completamente desnuda. Sus pezones eran grandes onzas de chocolate puro que se fueron desleyendo en mi boca, y su vulva un monte de vellos negros y espesos como su piel. Con mis manos busqué sus labios inferiores y le introduje los dedos índice y corazón dentro de su matriz. Comencé a frotarlos hacia dentro y hacia fuera bañándolos en un fluido corporal que los lubricaba.

Sus párpardos se abrían y cerraban queriendo ser tetigos del placer y los gemidos que dieron inicio suaves y tímidos, terminaron sonoros y vulgares hasta ser ahogados con un libro de la Biblia, que sacó de la faldriquera y lo puso tapándose la boca. La toca que le cubría la frente se desplazó hacia la cabeza como una diadema de tela ancha blanca que la santificaba, a semejanza de una virgen, cuando el intenso orgasmo llegó como un tsunami  a su cuerpo. 

Mientras tanto yo cerraba fuerte las piernas aprisionando mi clítoris contra los muslos que lo acurrucaban.

Nunca había vivido una experiencia tan placentera sin introducir nada por ningún orificio de mi cuerpo.

Ambas nos quedamos exhaustas en nuestros sillones mirando la señal de prohibido fumar pegada en el cristal de la ventanilla, que parecía incitarnos a hacer precisamente todo lo contrario.

Ya casi estaba amaneciendo cuando me quedé dormida. El conductor aparcó en el apeadero y desde lejos me despertó con un «final del trayecto». Cuando abrí los ojos la mujer ya no estaba. Le pregunté si sabía en que momento la religiosa había abandonado el autocar, a lo que el hombre respondió con otro interrogante:

- Religiosa ¿de qué religiosa me habla?  No vi ninguna monja entre mis pasajeros.

Confusa cogí mi equipaje del compartimento superior y me bajé del vehículo. Abri el bolso para fumar un cigarrillo y al tirar de la pitillera algo salió colgando engachado en la tapa superior. Era un rosario circular con una cruz en la cola y una leyenda en africano, que a la traducción significaba: «Ama y te amarán».

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