miércoles, 14 de febrero de 2018

La dama de piedra por Mar Rojo

Temblaba de frío aquella helada noche de invierno. Las otras cinco doncellas pétreas que la acompañaban en la fuente no parecían acusar el viento gélido. Permanecían hieráticas, eternamente ensimismadas. Las sentía distintas, lejanas. No eran de la misma especie. ¿Por qué ella despertaba cada anochecer, mientras las demás permanecían dormidas? ¿Por qué adoptaba una forma humana, la forma de esos seres desconcertantes que espiaba incansablemente durante el día desde su privilegiado puesto?

Sabía que lo humano no le era ajeno. Escuchaba sus poemas de amor, sus confidencias, sus chismes. Presenciaba besos furtivos, manotazos, rubores, citas indiscretas, suspiros ignorados. Todo eso le dolía en el alma, un alma que sabía escondida bajo su manto de mármol. ¿Por qué sentía el irrefrenable deseo de bajar de su pedestal en la fuente y caminar siempre en la misma dirección?

 Sus pies la llevaban invariablemente hasta el arroyo que lindaba junto al bosque de hayas salvajes, allá abajo, cerca del valle encantado. Y allí se encaminó de nuevo, los níveos pies descalzos apenas hollando el suelo escarchado, con la ligereza de una gacela. Cuanto más se acercaba al arroyo más feliz se sentía, pero también más angustiada. El corazón le palpitaba en el pecho, desbocado. Sus pasos proseguían firmes su camino sin desviarse ni un centímetro. Llegar, llegar y sumergirse en el agua pura. Meter la cabeza bajo la superficie y aguantar la respiración. El arroyo cantarín danzaba a sus pies y la invitaba al baño. Se despojó de su liviana túnica blanca y se zambulló sin pensarlo. Un recuerdo fugaz la atravesó de parte a parte. Un rostro moreno, unos enormes ojos verdes y unos brazos fuertes que la apretaban dulcemente. Risas y abrazos húmedos, sobre la hierba. Dos cuerpos desnudos y enlazados bajo la luz de la luna.


Salió del agua casi sin resuello. Lisandro, Lisandro… ¿Quién era él? ¿Y ella? ¿Quién era ella antes de convertirse en la fría estatua de la fuente?

Se levantó de un salto y se vistió precipitadamente. Debía encontrar una respuesta, y algo le decía que sería en el valle encantado. Sus pasos la condujeron entre zarzas, jaramagos y ortigas que le herían las piernas. Dejó atrás cientos de flores de lenguas bífidas que le lamían las pantorrillas, y se asustó con los ruidos de las criaturas de la noche que poblaban el bosque, como los búhos de dos cabezas, los más sabios del mundo. Se internó en el valle con la determinación del que sabe que hallará respuestas. Decenas de duendecillos se escurrían entre sus piernas silbando y levantándole la túnica, traviesos, y las dríades cantaban con voz melodiosa abrazadas a los altos árboles. Estaba cerca, muy cerca, lo sabía. Apenas oculta por un parterre de luciérnagas de colores atisbó la puntiaguda torre de una casa. Se estremeció. No podría decir durante cuánto tiempo más estuvo andando entre mimosas hasta que llegó al umbral. Estaba como hipnotizada. Se disponía a llamar a la puerta cuando ésta se abrió con un sonido de goznes chirriantes. Una anciana encorvada y de ojos velados se apartó a un lado invitándola a pasar con una mano que era como una garra.

-    Siéntate - le dijo con una voz cargada de milenios - Te estaba esperando.

Ella obedeció y se sentó junto a la lumbre. Entonces la anciana posó en ella sus ojos ciegos y comenzó a hablar.
-    Érase una vez una hermosa doncella llamada Helena que vivía en un pequeño pueblo cerca del

valle encantado. Su padre, el hombre más rico y poderoso del lugar, era un viejo déspota y celoso que la mantenía encerrada en su habitación día y noche. La pobre muchacha no tenía más consuelo que el asomarse a la ventana y mirar como los lugareños se reunían alrededor de la fuente y charlaban, y reían y se hacían confidencias. Un buen día se sobresaltó al ver que un apuesto joven la miraba desde la fuente. Era Lisandro, un caballero recién llegado al servicio del padre de la muchacha. Desde aquella primera mirada ambos quedaron irremediablemente unidos por un lazo invisible de amor eterno, que nada podría romper. Todas las noches la joven se escapaba por la ventana para encontrarse con Lisandro en un claro del bosque cerca de aquí. Retozaban y se amaban hasta el amanecer. Pero el tiránico padre sospechaba algo, y una noche siguió a su hija hasta el bosque y los descubrió abrazados y desnudos bajo la luz de la luna. Montó en cólera y agarrándola por el cabello, la trajo hasta mí, dejando a Lisandro malherido.

La anciana calló un instante, y después prosiguió con una voz dulce y maternal.
-    Sabes muy bien que eres esa joven. Tu padre me obligó bajo pena de muerte a hechizarte, de manera que te convertí en una de las ninfas de la fuente que tanto te gusta mirar desde tu ventana. Sentí compasión de ti, joven y enamorada, y dejé tu alma intacta bajo tu pecho marmóreo.
-    ¿Y de qué me sirve, dime anciana, mi humanidad? - exclamó la doncella sollozando

desconsoladamente. - ¿De qué me sirve si Lisandro ha muerto?
-    Lisandro no ha muerto, Helena. Cuando tu padre se fue, tras convertirte a ti en estatua, fui hasta el claro del bosque donde yacía malherido, y compadeciéndome de su dolor lo transformé en arroyo. Si vuestro amor era lo suficientemente fuerte, encontrarías la manera de reunirte con él. Y así ha sido.

La doncella dejó de sollozar al instante y abrazó a la anciana como un pajarillo tembloroso. Después se dirigió hasta el arroyo, cuyas aguas eran tan verdes como los ojos de su amado, y se sumergió lentamente. Lisandro, Lisandro, susurraba. Abrió los ojos bajo la superficie y sonrió. El agua llenó sus pulmones. Lisandro…Jamás volverían a separarlos.

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