Eran los años oscuros de una España diferente, finales de los
cincuenta, una España apartada del mundo, un mundo de pecado; pues aquí eran
tiempos de “misiones” y “ejercicios espirituales”; y el dictador se paseaba
bajo palio.
Eran tiempos de silencio, donde el conocimiento si no iba
acompañado de la inquebrantable adhesión, era casi prohibitivo; donde el
recurso al humor, a la risa y a la ternura, se ofrecía para ocultar la tragedia
y huir del llanto.
Eran tiempos de seriales radiofónicos, sonaban las sintonías
del consultorio de “Elena Francis”, o carrusel deportivo de los domingos, o los
pitidos que precedían a los “informativos” de RNE.
Las escuelas eran centros de adoctrinamiento ideológico;
“Santiago y cierra España”, “los Reyes Católicos”, “Evangelización del nuevo
mundo”, “la cruzada contra las hordas rojas”, “el caudillo”, “la Patria”. Lo
demás carecía de importancia, se cantaban las tablas, los ríos y cordilleras de
España, y se recitaban como papagayos los verbos. Y como no, cada día, se izaba
la bandera y se cantaba el “Himno Nacional”, y sobre todo rezaba, se rezaba al
entrar, al salir y en clase, era el alimento del “espíritu”, aunque también del
cuerpo, pues si hacías de forma obediente todo esto y te tomabas por las
mañanas la leche en polvo, una tarde a la semana, te obsequiaban con una viena
y mantequilla americana.
Así, cuando terminaban las clases, huyendo del sometido oscurantismo
y porque no, de la falta de recursos, los niños y niñas se refugiaban en un
mundo de fantasía e ilusión, en el que se volcaban con sus juegos y desbordaban
con su capacidad imaginativa; solo interrumpida por los gritos de las madres, a
la caída del día; “Pepito, vamos pa casa”; “Carmeli, tu padre está a punto de
llegar”; “Manolito, Loren, vamos pa dentro, que no se hartáis de calle”, etc.
A Luis y María, la llamada, a veces les cogía de vuelta de su
paseo furtivo junto al puente del rio, habían estado como siempre atentos a las
campanadas del reloj de la torre, para que no les sorprendiera el tiempo; pues,
aunque gustaban de jugar con los demás chicos y chicas, él a la pelota (futbol)
con los amigos del barrio, y ella a los recortables, con Carmeli, Manolita y
sobre todo con Ana; no perdían oportunidad de estar juntos. Luis remoloneaba
por las mañanas hasta ver aparecer a María, corría a su encuentro y hacían el
recorrido juntos hasta el colegio; el edificio era el mismo pero separado en la
zona de recreo por una tapia, a la que Luis, cuanto veía oportunidad, se aupaba
para buscar a María; su cabellera azabache, recogida siempre en dos trenzas o
largas colas, y sus grandes y despiertos ojos de marrón-verdoso, la hacían inconfundible,
pese a la uniformidad que daba el vestir todas el mismo babi.
Con esto se arriesgaba, si le sorprendían, a ganarse un
“capón” o algún que otro castigo; por ejemplo, perderse esa semana la viena con
mantequilla.
A la salida de clase se buscaban para hacer la vuelta juntos.
Ella decía nerviosa:
-“Voy de prisa, ya sabes, tengo que hacerles unos mandados a
mi madre antes que llegue mi padre para comer”.
El llegaba y besaba a
su madre, si ésta le respondía:
- “Ya estás aquí, tu padre estará también al llegar y aún no
he comprado el pan”
El se ofrecía rápidamente para hacer el recado y así
coincidir de nuevo con María en la abacería de la esquina, “Casa Paco”; al
encontrarse se les escapaba una sonrisa cómplice, que no pasaba desapercibida
para la dueña, Josefa, que refunfuñaba:
-“que te parece, valientes dos, ya os veo, ya”, “anda que
queréis”
Después, con el tiempo, llegaron los paseos solos por el
campo; los baños furtivos en el rio; tumbarse al sol sobre las espigas y cogidos
de la mano sonrojarse hasta confundir sus mejillas con las amapolas. Poco a
poco se iban haciendo inseparables; provocando en ellos sentimientos y
sensaciones hasta entonces ocultos, pero que percibían y sentían con la
naturalidad de quienes lo viven desde el candor que da la inocencia. Descubrieron
la perturbación azarosa que produce el primer beso, el sentir el tacto suave y
cálido de sus labios, el latir acelerado de sus corazones cuando apretaron sus
pechos en un abrazo, sentir como arde la piel cuando se producía el contacto;
prometieron que se querrían y respetarían siempre; era un amor limpio, se
sentían recompensados con pasar el mayor tiempo juntos, abrazarse y besarse
aprovechando el momento o el lugar que les permitiera pensar que estaban solos
en el mundo y que nada ni nadie pudiera robarles el disfrutar de ese instante.
Pero el destino intervino desplaciente, no habían cumplido
los diecisietes años, cuando diagnosticaron una grave enfermedad a la madre de
María, Aurora; les recomendaron para su tratamiento y poder estar mejor
atendida su traslado a Barcelona; su familia tenía parientes allá, por lo que
en breve aviaron el viaje y traslado de todos.
El mundo se derrumbo para María, que ocurriría ahora, un
mundo de incertidumbre e inseguridad se le abría; donde quedarían las promesas,
los besos y abrazos, donde su complicidad para disipar y solventar enredos y
santiamenes; podrían volver a mirar juntos el horizonte que representa la
ilusión, la utopía de un mañana. Por otra parte su madre la necesitaba en estas
circunstancias.
La noche anterior a la partida, el abrazo quería ser eterno,
se prometieron que volverían a verse, que pronto volverían a estar juntos, que
jamás se olvidarían.
Durante algún tiempo se mantuvieron en contacto a través del
correo escrito, pero los cambios de domicilio y las atenciones que necesitaba
la madre, por parte de María; así como la ayuda a las tareas del campo, y la
necesidad de rendir servicio a la patria, es decir, “la mili”, por parte de
Luis, hicieron que estos fueran cada vez más distanciados y extemporáneos,
hasta perderse definitivamente. Pese a esto, jamás se olvidaron, pero con el
paso del tiempo asumes vivir en ese limbo de lo desconocido e idílico, al temor
de una realidad que fracture lo que de onírico aun guarden tus recuerdos.
A lo largo de los años Luis intentó varias relaciones con
otras mujeres, pero ninguna de ellas cristalizó, siempre pesó el recuerdo de
María. Cuando Luis visitaba a su hermana o viceversa, disfrutaba con la compañía
de sus sobrinos, y se imaginaba lo que podría haber sido la vida con María.
Pasaron los años de la madurez, la crisis de los cuarentas,
de los cincuentas, etc. Y cumplidos ya los sesentas, Luis había asumido su vida
en solitario, es decir sin una compañía estable; aunque ello no significaba
soledad, ni resignación ante la vida.
Fue en el verano de 2010, en un viaje vacacional y durante la
estancia en un establecimiento de reposo y termas medicinales; Luis, entró en
el comedor dispuesto a tomar un buen desayuno, que le proporcionase las energías
suficientes para el paseo que había proyectado realizar por los alrededores; en
la bandeja, un zumo de naranja, un plato con fruta variada, una pequeña tostada
con aceite de oliva y un humeante descafeinado con leche, cuando fue a
depositarlo sobre la mesa, tuvo que hacer un esfuerzo y equilibrio para que este
no se le precipitara de golpe, la visión
de aquella mujer, sentada en la mesa
junto a la que él pretendía ocupar, le trastorno visiblemente; no era
posible, su cabello era más claro posiblemente teñido para ocultar las posibles
canas, su rostro reflejaba el paso del tiempo pero conservaba su natural
belleza, sus labios pintados, aunque nada pretensiosos, exhibían su frescura,
pero sobre todo sus ojos grandes y vivos, marrones-verdosos, eran
inconfundibles; después de tanto tiempo, así de repente se mostraba frente a él,
no había duda ¡María! Sin darse cuenta había pronunciado su nombre en voz alta.
Ella fijo su mirada en Luis.
-Le ocurre algo, está usted pálido.
-¡María! ¡Eres tú!
-Sí, pero ¿Quién es…? ¡no! ¡Luis!
Afortunadamente ella se encontraba sola y el hecho pasó
desapercibido para el resto de los que se encontraban en esos momentos en el
comedor, María le invitó a sentarse, él cogió sus manos, y a pesar del tiempo,
volvió a sentir aquella sensación ya casi olvidada al tacto de su piel.
Charlaron largo rato, sin dejar de mirarse a los ojos, hasta que recordaron que
habían quedado para almorzar, interrumpieron su animada charla, no sin antes
quedar verse para la cena.
La tarde era tórrida y se les hacía eterna, Luis deseaba y
temía al mismo tiempo el reencuentro, no soportaría perderla de nuevo. Llegó
con tiempo suficiente para observar desde la mesa acercarse acompasadamente a
María, conservaba aun una peculiar belleza, tocaba su peinado con una ancha
diadema a juego con el vestido, sobrio pero actual, de color verde oscuro, con
estampados en negro y otros tonos verdes; conservaba la misma sonrisa y viveza
en la mirada.
La noche era calurosa, la luna lucía y llenaba de luz
aquellos jardines, el aroma a jazmín impregnaba y embriagaba el ambiente, se
besaron y abrazaron con pasión pero al mismo tiempo con ternura, sus corazones
volvieron a latir aceleradamente. Sin saber cómo, pero al parecer con la misma
complicidad de aquellos encuentros furtivos, se encontraron en la habitación,
primera vez sintieron plena su desnudez, el calima de la noche y el ardor del
deseo les abrazaba la piel, pero no impedía que se abrazaran, se acariciaran y
besaran cada centímetro de sus cuerpos, amarse hasta quedar exhaustos y
sudorosos, experimentar el placer que el destino les había privado.
Luis quiso decir algo, pero María le silencio poniendo un
beso en sus labios, se reclinaron sobre la almohada y el sopor les pudo. Cuando
Luis despertó, María no estaba. A la mañana siguiente salían y con prudencia
trató de localizarla, por fin la vio, alguien la acompañaba y la ayudaba a
subir al autobús, ella giró la cabeza y se cruzó con su mirada, sonrió al
tiempo que sus grandes ojos se humedecieron sin perder la alegría en la mirada,
dos lágrimas resbalaron luminosas sobre sus mejillas enrojecidas como amapolas,
al igual que aquellos días junto al río Luis correspondió a su sonrisa,
comprendió la situación, y a pesar de ver cómo María se le escapaba de nuevo,
quizás definitivamente, no pudo sentir más que amor, un amor que había esperado
toda la vida.
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