Por fin Andrés ha tomado
la decisión de su vida. A punto de cumplir treinta años cree llegado el momento
de tirar la toalla. Se acabaron los buenos propósitos, terminó para él el
tiempo de la esperanza y la lucha por conseguir una vida mejor. Desde ahora renuncia
a los valores que le han acompañado durante su infancia, siempre nadando contra
corriente por defender la honestidad y la confianza en un futuro dentro de la
ley.
En su barrio cada día es
una lucha por la supervivencia. Sólo hay dos opciones: o sigues la inercia del
clan o eres un apestado. Y ya se cansó de ese papel que no le ha traído nada
bueno. En el colegio prestaba especial atención a las explicaciones del
maestro, intentando retenerlo todo en su memoria, a sabiendas de que en casa
era imposible ponerse a estudiar. Es más que probable que tenga una mente
privilegiada porque a pesar de todos los obstáculos, consiguió su certificado.
Salió al mundo convencido de que su etnia no sería un impedimento para alcanzar
sus sueños, pero la realidad parecía empeñada en demostrarle lo contrario.
Todos sus intentos por conseguir un trabajo resultaron vanos. En primer lugar,
tenía que ocultar sus intenciones a su gente, luego presentarse a las
entrevistas y finalmente digerir la frustración del rechazo.
Tuvo que escuchar
todo tipo de comentarios hipócritas a modo de justificación para negarle
cualquier oportunidad: que si lo sentimos mucho pero no da el perfil adecuado,
que si en estos momentos no hay nada disponible, vuelva dentro de un mes, quizá
entonces tengamos algo, que si debería cambiar su aspecto, que su imagen no es
la apropiada, etc. Cualquier excusa con tal de no decir abiertamente que un
gitano no tiene cabida en el mundo laboral.
Así que se acabó. Esta
mañana se ha echado a la calle dispuesto a todo. Se siente un poco nervioso y
palpa de manera compulsiva el bolsillo de su pantalón. Sigue ahí, se dice para
sí, mientras camina a grandes zancadas olvidando el frío. Ahora se trata de
elegir a la víctima adecuada, el momento y el lugar. Observa con atención a su
alrededor y tras descartar a la anciana que empuja su carrito camino de la
compra, a los chavales cargados con mochilas que se dirigen al instituto, a la
empleada de hogar que se apresura para no llegar tarde al trabajo, al jubilado
que pasea a su perro de buena mañana y también al joven que se desplaza en su
silla de ruedas, piensa que la tarea es más complicada de lo que creía. Por
fin, al doblar la esquina del callejón amparado en la penumbra de un amanecer
que tarda en clarear, se acerca a un viandante bien trajeado. Debe ser un
empleado de banco, seguro que lleva la cartera repleta de billetes, y sin
pensárselo dos veces, saca la navaja y coloca la punta en la espalda de su
víctima.
El hombre lleva un abrigo de paño tan grueso que no se da cuenta de la
amenaza y no reacciona. Andrés tiene que apretar el objeto punzante y se hace
daño en la muñeca, pero no hay tiempo para lamentos. La cartera, dice en un
susurro, parece que le falla la voz, carraspea y lo intenta de nuevo; la
cartera, repite, tratando de adoptar un tono intimidatorio, entonces el
asaltado se vuelve y sonríe: -Hombre, por fin estás donde te corresponde, le
espeta en plena cara y él se echa a temblar y casi se mea en los pantalones al
reconocer al comisario de policía.
En estos momentos,
acurrucado en el asiento trasero del furgón que lo lleva camino del calabozo,
Andrés sólo tiene un pensamiento en su mente: no sirvo ni para elegir a mis
víctimas.
Qué bueno, Rosa! Un relato para reflexionar¡ Enhorabuena!
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