jueves, 1 de marzo de 2018

La gran decisión por Rosa Olea



Por fin Andrés ha tomado la decisión de su vida. A punto de cumplir treinta años cree llegado el momento de tirar la toalla. Se acabaron los buenos propósitos, terminó para él el tiempo de la esperanza y la lucha por conseguir una vida mejor. Desde ahora renuncia a los valores que le han acompañado durante su infancia, siempre nadando contra corriente por defender la honestidad y la confianza en un futuro dentro de la ley.

En su barrio cada día es una lucha por la supervivencia. Sólo hay dos opciones: o sigues la inercia del clan o eres un apestado. Y ya se cansó de ese papel que no le ha traído nada bueno. En el colegio prestaba especial atención a las explicaciones del maestro, intentando retenerlo todo en su memoria, a sabiendas de que en casa era imposible ponerse a estudiar. Es más que probable que tenga una mente privilegiada porque a pesar de todos los obstáculos, consiguió su certificado. Salió al mundo convencido de que su etnia no sería un impedimento para alcanzar sus sueños, pero la realidad parecía empeñada en demostrarle lo contrario. Todos sus intentos por conseguir un trabajo resultaron vanos. En primer lugar, tenía que ocultar sus intenciones a su gente, luego presentarse a las entrevistas y finalmente digerir la frustración del rechazo. 


Tuvo que escuchar todo tipo de comentarios hipócritas a modo de justificación para negarle cualquier oportunidad: que si lo sentimos mucho pero no da el perfil adecuado, que si en estos momentos no hay nada disponible, vuelva dentro de un mes, quizá entonces tengamos algo, que si debería cambiar su aspecto, que su imagen no es la apropiada, etc. Cualquier excusa con tal de no decir abiertamente que un gitano no tiene cabida en el mundo laboral.

Así que se acabó. Esta mañana se ha echado a la calle dispuesto a todo. Se siente un poco nervioso y palpa de manera compulsiva el bolsillo de su pantalón. Sigue ahí, se dice para sí, mientras camina a grandes zancadas olvidando el frío. Ahora se trata de elegir a la víctima adecuada, el momento y el lugar. Observa con atención a su alrededor y tras descartar a la anciana que empuja su carrito camino de la compra, a los chavales cargados con mochilas que se dirigen al instituto, a la empleada de hogar que se apresura para no llegar tarde al trabajo, al jubilado que pasea a su perro de buena mañana y también al joven que se desplaza en su silla de ruedas, piensa que la tarea es más complicada de lo que creía. Por fin, al doblar la esquina del callejón amparado en la penumbra de un amanecer que tarda en clarear, se acerca a un viandante bien trajeado. Debe ser un empleado de banco, seguro que lleva la cartera repleta de billetes, y sin pensárselo dos veces, saca la navaja y coloca la punta en la espalda de su víctima. 

El hombre lleva un abrigo de paño tan grueso que no se da cuenta de la amenaza y no reacciona. Andrés tiene que apretar el objeto punzante y se hace daño en la muñeca, pero no hay tiempo para lamentos. La cartera, dice en un susurro, parece que le falla la voz, carraspea y lo intenta de nuevo; la cartera, repite, tratando de adoptar un tono intimidatorio, entonces el asaltado se vuelve y sonríe: -Hombre, por fin estás donde te corresponde, le espeta en plena cara y él se echa a temblar y casi se mea en los pantalones al reconocer al comisario de policía.

En estos momentos, acurrucado en el asiento trasero del furgón que lo lleva camino del calabozo, Andrés sólo tiene un pensamiento en su mente: no sirvo ni para elegir a mis víctimas.

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