martes, 12 de mayo de 2015

El encuentro, por Luisa Yamuza Carrión



Tu tiempo es limitado. No lo desperdicies viviendo el sueño de otras personas. (Steve Jobs).


Hallarse por fin frente a aquélla imponente puerta de hierro oxidado causó en Adán la mayor emoción de su vida. Temblando por el ingente esfuerzo que culminaba en ese instante, cayó de rodillas sobre la tierra húmeda y las lágrimas de sus ojos alcanzaron el suelo formando un charco.

Adán era el mayor de cuatro hermanos y desde muy temprana edad se comportó de forma muy responsable y coherente. Sus padres no tuvieron que estar atentos a sus estudios como con el resto de los hijos ni observaron en el  muchacho actitudes problemáticas al llegar a la pubertad. Siempre confiaron en Adán que creció con espíritu de éxito ante la mirada de sus hermanos que lo admiraban aunque con cierta suspicacia. 

Cuando Adán cumplió 25 años era ya un hombre alto y fornido, de aspecto atlético. Su tez morena, la frente despejada y la nariz recta enmarcadas en un cabello corto rizado, le daban un aire de perfil romano que no pasaba desapercibido a nadie. Tenía una sonrisa amplia, confiada y franca que marcaría su futuro. Lo ojos negros eran el complemento perfecto en un rostro que atraía las miradas de todo el mundo. Tras finalizar la carrera de ingeniero agrícola había estado buscando trabajo sin lograr nada estable pero estaba satisfecho pues poco a poco iba adquiriendo experiencia y confiaba en encontrar algo mejor más adelante. Sin embargo, de ningún modo podía prever cuál iba a ser su destino.

La debacle no fue repentina sino que se había ido preparando durante siglos ante la pasividad de la mayor parte de la población mundial. Durante los últimos 100 años los científicos habían barajado varias hipótesis sobre las consecuencias derivadas del cambio climático que venían observando y  advertían insistentemente a las grandes potencias para que tomaran medidas. Pero los avisos fueron poco considerados y las acciones realizadas, insuficientes. De modo que, tras un largo periodo de calentamiento global de la atmósfera y fuertes subidas de temperatura, se produjo el gran cataclismo anunciado. En pocos años una nueva glaciación afectó al planeta y solo las zonas más calurosas lograron escapar a duras penas de la devastación. Las ciudades de la mayor parte de Europa, Norte América y  Asia se congelaron literalmente. La población huyó en los primeros azotes del frío pero apenas una décima parte consiguió llegar a lugares de clima suave y sobrevivir ante las nuevas circunstancias que les rodeaban. Uno de los grandes problemas a los que la población se enfrentaba era alimentarse pues los animales se extinguieron en su mayoría y las producciones agrícolas no soportaron un cambio tan radical. El hambre y la rapiña se extendió al unísono por los escasos asentamientos humanos e incluso el canibalismo era frecuente en situaciones extremas.

Adán lo perdió todo en tan poco tiempo que su actividad apenas consistía en mordisquear con desgana los escasos víveres que le quedaban dentro de su choza a orillas del Guadalquivir. Sus padres, sus hermanos, amigos y todo el mundo en el que felizmente había crecido habían desaparecido para siempre. Sólo él estaba vivo y a menudo se preguntaba la razón pues no se sentía mejor ni más fuerte que los que le habían abandonado para siempre. Nadie vivía cerca de aquél lugar donde, unos meses antes, había llegado caminando y donde se refugió provisionalmente para dormir. Allí todavía no había llegado el hielo. Pasados unos días se sintió a gusto y por inercia se quedó en la rústica vivienda sin pensar en el futuro. La vida del gran río le proporcionaba el alimento para mantenerse más o menos fuerte aunque la mayor parte de las especies que antaño lo habitaban habían desaparecido. Entre la hierbas que rodeaban la frágil construcción había algunas comestibles, pocas, pero lo suficiente para completar un menú austero y simple. Adán fue recuperando fuerza física y dedicó su tiempo a investigar por los alrededores en busca de otros supervivientes aunque no tuvo éxito. No había nadie en todo el terreno que fue alcanzando. El miedo a perder la choza no le permitía alejarse demasiado y a esas alturas no estaba dispuesto a arriesgar su única pertenencia. 

Los días fueron pasando entre altibajos emocionales del hombre que, si bien estaba curtido por la experiencia vital que le había tocado en suerte, sentía el dolor de la soledad y el agotamiento por combatirla empezaba a ganarle el pulso. En unas de las jornadas de mayor abatimiento los vio llegar como fantasmas por los huecos de las cañas de su pobre hogar. Eran cinco. Tres hombres y dos mujeres que caminaban con decisión entre los matojos de la planicie que antecedía a la vivienda. Adán se incorporó lentamente e incrédulo se frotó los oscuros ojos mientras avanzaba hacia la puerta. 

El encuentro fue amistoso, sin manifestación de temor por ninguno de ellos. Tal era la necesidad de relacionarse que los seis se saludaron como si se conocieran de siempre. Adán se dejó llevar por la emoción y tras abrazar con franqueza a cada uno de ellos les ofreció su casa. Sentados en el suelo en círculo al estilo indio se presentaron.

Manuel era valenciano, sin estudios y había dedicado sus cerca de cuarenta años al cultivo del arroz de forma tradicional con su familia. Rogelio venía de Vigo, era el más joven apenas tenía 22 años y el submarinismo había sido su afición hasta que el mar se congeló allá en su Galicia amada. Enzo trabajaba la madera en la construcción de casas en el norte de Italia, vivía en Turín cuando empezó a helarse el mundo. Valentina y Paula eran hermanas, procedía de Jaén y mientras Paula terminaba sus estudios de contable, Valentina dirigía el negocio de hostelería que sus padres les dejaron en herencia a ambas al fallecer en un trágico accidente de tráfico. Las dos mujeres estaban muy unidas, luchaban codo con codo por ampliar su horizonte empresarial cuando la ciudad recibió el duro azote del frío para no irse jamás.

Tras escucharlos con atención, Adán expuso su vida ante aquéllos extraños a los que extrañamente, sentía tan cercanos. Les contó que el hielo lo había dejado solo en el mundo y que aunque no había tenido tiempo de aplicar su formación en ningún proyecto de continuidad, hasta el mismo día en que todo se derrumbó estuvo preparándose para el futuro con ilusión. Les transmitió que los primeros envites del clima los afrontó con serenidad incluso soportó las muertes de sus padres y de sus hermanos con entereza, con resignación, como algo propio de la vida. Pero que lo que vino después, la desaparición de todo su entorno conocido, la desafectación de la sociedad, la miseria, la destrucción generalizada, la soledad... eso pudo con él. Ya no tuvo otra opción que huir en un intento desesperado de hallar otro mundo, otra oportunidad, una nueva motivación. Ahora allí estaba frente a ellos y la ilusión le nacía del pecho ante la atenta mirada de sus congéneres. Un abismo se abría ante Adán, un abismo en el que no estaba solo.

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