martes, 12 de mayo de 2015

La petición del reloj, por Luisa Yamuza Carrión



Si, me llamo Tomás y soy experto en salir de los bares sin pagar lo que haya tomado, ya sea un simple café o tres botellas de champán francés. 

Empecé a practicar esta afición por casualidad. Un domingo, después de dar cuenta de un mi desayuno preferido, café capuchino y tostadas con jamón ibérico,  descubrí que no llevaba la cartera en el bolsillo. No era la primera vez que desayunaba en aquél bar del centro de la ciudad pero no podía decirse que fuera cliente habitual, de hecho ni siquiera conocía al dueño. La angustia se apoderó de mi cuando tras revisar cada uno de los bolsillos de mi vestimenta constaté que no tenía ni un céntimo. Traté de disimular los nervios mirando distraídamente por el ventanal que daba a una plaza con una fuente sin agua. El tiempo pasaba con lentitud al compás del sonido que marcaba el segundero de un enorme reloj de pared que enfrente pedía con insistencia que resolviera aquélla situación. Según avanzaba la mañana los clientes entraban, tomaban su desayuno y salían en intervalos de poco más de media hora. Todos menos yo, que permanecía allí solitario en mi mesa, con la taza y el plato vacíos. De repente supe lo que tenía que hacer. Aproveché el momento justo en que el camarero se volvía hacia la barra del bar para poner una nueva comanda en la bandeja mientras que su compañera recargaba el casquillo de la cafetera, para levantarme y salir del local. Con naturalidad, así, sin más. El primer paso que di en la acera me hizo vibrar todo el cuerpo y el segundo y el tercero. Pero a partir del cuarto me sentí liberado de tensión y mis piernas recobraron su entereza. Aceleré el ritmo sin llegar a correr para no llamar la atención y cuatro calles más allá, de mi boca brotó una carcajada inquietante para los transeúntes que se cruzaron conmigo aquélla mañana. Una sensación de satisfacción me invadió durante todo el día y hasta me pareció divertido. 


Después de esa primera vez, casi sin querer, vinieron otras y cada vez me resultaba más fácil hacerlo y me divertía aún más. Al principio lo hacía solo en los desayunos de los domingos, como auto-premio al final de semanas atiborradas de trabajo. Los minutos de risa que me proporcionaban aquéllas fugas eran el aliciente para mantener mi estado anímico en buena forma. Luego fui extendiendo mis actuaciones a otros días y a otro tipo de bares: de tapas, de copas vespertinas, nocturnos, karaokes, discotecas. Casi siempre iba a cara descubierta, haciendo de mí mismo, pero al pasar el tiempo descubrí un gran placer en disfrazarme de distintos personajes logrando con ello no ser reconocido en locales donde actuaba en más de una ocasión. Cada vez me divertía más y que no me cogieran incrementaba mi confianza por lo que en ningún momento deseé dejar de hacerlo. Al contrario, en mi cabeza bullían miles de formas distintas para poner en práctica mi afición.

 Mis fechorías se difundieron primero a través de las propias víctimas que, sin éxito, se organizaron para darme caza y después, por ciudadanos anónimos que jalearon mi valentía para continuar haciéndolo impunemente. Me salieron muchos imitadores, pero todos fueron pillados infraganti tarde o temprano. Mi fama se extendió al resto del mundo e incluso llegué a impartir  clases magistrales secretas en varios países, convocado por grupos mafiosos italianos, croatas, rusos o chinos. Gané mucho dinero, más del que podía gastarme, pero me pasaba la vida en los aeropuertos y perdí el contacto con muchos de mis amigos que dejaron de preguntarme a qué me dedicaba ante mis absurdas e infumables explicaciones. 

De repente, esperando un avión hacia Nueva York, me sentí solo, rodeado de gente pero solo al fin y al cabo. Yo mismo era un total desconocido para mí a fuerza de pretender ocultar mi identidad durante todos esos años. Había disfrutado mucho y me había divertido tanto que no me daba cuenta de que me había perdido en un mundo de fantasía. Mucha gente admiraba mi capacidad para engañar y me envidiaba, pero nadie estaba interesado en conocerme en profundidad ni en compartir mis sentimientos. Constatar esa realidad provocó un estado de desasosiego en mí que  perdí el vuelo a la gran manzana. 

Ni siquiera quise recuperar mis maletas llenas de disfraces. Dejé el aeropuerto y a pie me dirigí a mi casa donde permanecí encerrado muchos días ordenando todas las estanterías y cajones, limpiando el polvo acumulado en tantos años de imparable trasiego. En el jardín preparé un pequeño huerto del que me abastecía todo el año y apenas necesitaba salir a comprar el resto de ingredientes para alimentarme de forma sana. Por las tardes veía la televisión y me acostaba pronto. Nunca sonaba el teléfono y lo quité. Nadie me visitaba ni yo iba a ver a nadie. 

Hasta que apareciste en la puerta de mi casa y enseñando tu acreditación de policía, preguntaste por Tomás. Yo, impresionado, incrédulo, me desmayé a lo largo del pasillo y cuando recobré el conocimiento vi tu rostro observándome con preocupación mientras refrescabas mi frente con un paño mojado. En realidad solo venías a avisarme de que un ladronzuelo había dado varios golpes en los alrededores a personas mayores como yo y sabías mi nombre por el buzón así que el susto se me quedó en nada. Sin embargo, aquél casual encuentro supuso el inicio de una buena relación de amistad que alegró muchos de mis monótonos días. Recibí tu compañía a menudo y compartimos chanzas, dolores, tristezas y  confidencias hasta hace poco. 

Sin embargo, hoy aprieto tu mano esperando una respuesta que no llega. Tu estado en los últimos meses me ha mantenido cerca de ti pero la desesperación se ha adueñado de mí y ya no puedo esperar más para contarte mi verdad. Es lo justo para quien devolvió la alegría a mi vida.

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