El rímel corrido, bajo el ojo de
una mujer, es una señal palpable de que el llanto ha sido amargo. El maquillaje churreteado por la cara
de una mujer es síntoma de que ya todo le da igual, nada importa ya. El llanto
desesperado arrastra los grumos negros del lápiz de ojos junto con la amargura
del alma femenina.
Esa imagen es la que vio Kate en
el reflejo del escaparate de una tienda de juguetes. La rabia le consumía
dentro y fuera de su piel. Había sido una estúpida pensando que su resolución
iba a tener un buen final.
Kate, en un intento desesperado
de hacer las cosas bien, había ido al apartamento de Robert a hacerle partícipe
de su nueva situación. Habían cortado hacía meses, pero en la fiesta de la
hermana de Robert habían coincidido. La mezcla de alcohol y coca se combinaron con
la falta de sexo y aquello terminó en el cuarto de baño; ella con el vestido de
punto subido hasta el ombligo y él con los pantalones bajados hasta la rodilla.
La resaca de aquel encuentro fue que Kate estaba de 8 semanas. Con 36 años no
se había planteado tener hijos, pero estar embarazada a esa edad y estando
sola, se le presentó como su última oportunidad de ser una mujer normal.
Tendría ese bebé.
Kate había probado todo lo que la
vida le había ofrecido de joven; sexo con chicos, con chicas, en pareja, en tríos,
y un menú variado de alcohol para desayunar, porros para comer, y las noches
consistían en una cena frugal, un simple raya de coca. El último día que fue
pareja de Robert resultó ser casi su último día en este mundo. Estar cerca de
la muerte la llevó a un centro de desintoxicación que su padre pagó. Todo iba
como debía hasta la maldita noche que se reencontró con su ex. Tuvo que volver
al centro en una nueva recaída.
En cuanto supo que estaba
embarazada se tomó su vida más en serio, incluso apareció en ella un sentido de
responsabilidad antes ausente. Su sentido común la invitaba a comunicar a
Robert que estaba embarazada. Un hijo debe saber quién es su padre y un padre
debe saber que ha lanzado un hijo al mundo. Callarse sería lo más sensato, pero
ella quería hacer lo correcto.
Allí estaba ella, mirándose en el
escaparate y sumida en la miseria más profunda después de escuchar las palabras
de su ex. No esperaba que le pidiera matrimonio, pero tampoco se esperaba esas
duras palabras de su boca: “¡Qué dices
loca! ¡Eres una borracha, una puta, una
drogata, una torpe! ¡Cómo te atrevas a tener un hijo mío, te mato! Aborta ese
engendro y, de paso, abórtate a ti misma”.
Cuando rememoró esas palabras
pensó: “Voy a seguir con el embarazo sí o sí. Ese cabrón
va a tragarse sus palabras. Yo puedo ser una madre estupenda, solo tengo que
hacer todo lo contrario a lo que hizo mi propia madre”.
Su padre y su madre no podían ser
más diferentes. El padre de Kate era comercial en una fábrica de puertas y
tenía que estar fuera de casa mucho tiempo, siempre iba impecable con sus
trajes baratos. Su madre era ama de casa según rezaba en la ficha del colegio
de su hija, pero la verdad era que la mayoría de los días Kate comía
bocadillos, tenía que ponerse la ropa sin planchar o incluso sin lavar y el
frigorífico estaba como el alma de su
madre, vacío. Pese a que económicamente no estaban del todo mal, la casa
era un desastre, la madre había dirigido toda su frustración hacia aquel hombre
al que apenas veía. Kate tenía que oír una ristra de insultos y barbaridades
sobre su padre todos los días, pero nunca conseguía descubrir al ogro en aquel
hombre que venía cada quince días a casa. Su padre aguantaba el fin de semana
en el hogar, sin apenas hacer ni decir nada que pudiera alterar a su mujer con
la ilusión de compartir unos días con su hija. Pero todo empeoró cuando su
madre empezó a gastarse medio sueldo en las máquinas tragaperras. Mientras su
madre estaba jugando, Kate disfrutaba de la libertad de ser una adolescente que
hacía lo que le venía en gana y a la que
su quincenal padre mimaba y consentía.
Su estado iba avanzando sin
molestias hasta que a las diez semanas empezaron las náuseas matutinas, el asco
perforando su estómago cada vez que olía algo de comer y la continua sensación
de estar cansada como si estuviera en una resaca constante. Después de dos
semanas sin apenas comer, con el cuerpo dolorido por los vómitos y el alma
destrozada por la soledad y la frustración, buscó una botella de whisky y llamó
a su padre por teléfono de madrugada.
-
Papá,
necesito que me lleves mañana a la clínica.
-
¿Estás
bien, cariño? ¿Te recojo ahora?
-
No, estoy
bien. Solo necesito ir a la clínica mañana.
-
Está bien.
¿A qué hora te recojo?
-
A las 10.
A la mañana siguiente se despertó
a las nueve, se duchó, se secó el pelo y se maquilló el rostro para no asustar
a su padre con su aspecto. Kate le dio la dirección a su padre, él le preguntó
si esa clínica era nueva. Ella lo miró con una sonrisa falsa y le dijo que sí.
Cuando llegaron a la puerta y su padre vio el membrete, le preguntó qué
pretendía hacer. Kate se volvió a su padre
y con determinación le dijo:
-
Voy a ser
una buena madre. Voy a abortar antes de que sea tarde.