miércoles, 5 de abril de 2017

La cita, por Rosa Olea






Hoy es un día especial. Andrés cumple 50 años y aunque para muchos hombres supone un conflicto cruzar esa barrera, él se siente pletórico. Y no es para menos.

Puede decirse que es un triunfador; la vida le ha regalado oportunidades que ha sabido aprovechar; es dueño de su empresa, que va viento en popa; vive donde quiere vivir después de viajar a lo largo y ancho del planeta; ha cultivado su gusto por el arte y el conocimiento y está rodeado de belleza. Tan sólo le queda una asignatura pendiente que está a punto de resolver: se llama Ángela, tiene 20 años y es una de las chicas de la oficina.

Andrés ha pasado la tarde en la cocina; con gran esmero ha preparado una deliciosa cena siguiendo las recetas de su abuela; en varias ocasiones el olor del guiso a fuego lento le ha recordado escenas de su infancia, allá en el pueblo, cuando todo estaba aún por venir, como una página en blanco.

Mientras se afanaba entre fogones, las notas dolientes de un saxo se colaban desde el salón, acompañando los aromas suculentos con unas gotas de melancolía.

Ahora está en el baño, y al tiempo que se ducha tararea la canción que ha sonado durante la tarde. El agua caliente resbala por su piel; entonces imagina la suavidad de Ángela y piensa en esos escotes provocadores que lleva sin saber los deseos que suscita. A veces le pide que acerque algo del cajón de abajo, por el mero placer de contemplar la perspectiva que le ofrece su altura.

No ha sido fácil. Ha ido acercándose a la presa despacio, para no asustarla. De vez en cuando un detalle, una palabra amable cargada de sugerencias, miradas cómplices que se cruzan entre los estantes y que los otros empleados ignoran…

Ha elegido para la ocasión una ropa juvenil, lejos del traje formal con el que aparece cada mañana en su despacho. Quiere que todo sea perfecto en este regalo que va a hacerse a sí mismo, por eso los detalles son importantes. Se afeita con sumo cuidado, se rocía abundantemente con su perfume favorito mientras imagina el olor fresco de ella muy cerca, pegado a su nariz. ¡Cuántas noches de insomnio imaginando esos momentos que ahora están a punto de cumplirse!

En el salón van apagándose las últimas luces del día; es el momento de encender las velas que compró esta mañana; están por todas partes; las más esbeltas se yerguen en los candelabros de plata sobre un mantel inmaculado, pero también están sobre la librería y por el suelo, simulando un caminito hasta los ventanales. Las mechas encendidas se reflejan sobre el cristal y parece que bailan al son de la música.

Echa un vistazo al reloj; parece que se retrasa, pero eso no le inquieta, sabe que hacerse esperar es una característica femenina que acrecienta el deseo. Enciende un cigarrillo y observa los juegos del humo que sale de su boca; sin saber por qué le viene la imagen de las piernas cruzadas de Ángela; qué bien le sienta la minifalda; las curvas tersas y un color como de satén. Piensa recorrerlas enteras desde sus pies delicados hasta la rodilla, deslizando sus manos lentamente hacia arriba, deteniéndose justo por detrás, en esas oquedades apetecibles de las corvas, y luego seguir ascendiendo, tanteando por el interior del muslo interminable, acercándose como sin querer hasta tocar sus braguitas que sueña llenas de encajes.

Suena el timbre y su corazón se pone a galopar dentro de su pecho; un rápido vistazo al espejo de la entrada, un gesto de aprobación ante la imagen reflejada y abre la puerta.

Ángela está radiante; sonríe confiada, y en su sonrisa él cree percibir un toque de picardía que nunca le había visto. Es tarde, así que sin mucho preámbulo se sientan a la mesa. No hacen falta demasiadas palabras; el vino y los intensos sabores de la comida van calentando el ambiente. Le sorprende lo cómoda que parece sentirse; sin un atisbo de timidez le sigue las bromas pícaras que él le dedica entre copa y copa. Fuera de la oficina le parece otra chica, y entonces la invita a bailar. Se pega a su cuerpo al compás de la melodía romántica que ha elegido para la ocasión. No hay que precipitarse. Mientras aspira su dulce aroma, la imagina en su cama de dos metros, entregada y sumisa, estremeciéndose con sus atrevidas caricias. Ya no queda mucho, dice para sí. 

De repente suena el móvil en el bolsito que ha traído esta noche y que no le conocía. Se rompe la magia del momento y así sin más ni más, sin saber cómo ni por qué, Ángela se excusa, cambia la expresión de su rostro, se alisa la rubia melena y sale precipitadamente de su casa.

Ya casi no quedan velas encendidas, se han ido consumiendo con el paso de las horas. En mitad de la penumbra una imagen viene a su mente: un pequeño lunar en el hombro izquierdo que sus labios han rozado hace apenas unos minutos y que nunca antes había visto… Ahora recuerda que Ángela tenía una hermana gemela.


Segunda Parte: Mi doble y yo

 

“Son como dos gotas de agua”, es la cantinela que llevo escuchando desde niña. Pero eso lo dice la gente que no nos conoce. Mi hermana Lucía y yo nos parecemos mucho, pero sólo en la apariencia física.

Por supuesto que nos hemos aprovechado de la confusión que nuestra imagen provoca en los demás. Recuerdo la frase repetida en casa cada vez que Lucía hacía una trastada: - “Ha sido Ángela, ha sido Ángela”, gritaba con su voz chillona, como si a fuerza de repetir una mentira se convirtiera en verdad. 


En el instituto más de una vez me he presentado a los exámenes por ella sin que los profesores lo advirtieran nunca, y es que es difícil negarle algo a mi hermanita; yo le digo que es una “encantadora de serpientes”, porque cuando quiere algo ten por seguro que lo consigue; al menos conmigo.

Pero ahora ha llegado mi turno. Le he pedido que me suplante en una situación comprometida que no me atrevo a enfrentar. Se trata de mi jefe. Desde hace algún tiempo vengo observando sus miraditas, los comentarios, a veces impertinentes, que me dedica sin venir a cuento y que no sé cómo cortar, y lo que me molesta especialmente es su proximidad cuando me habla. No soporto a los que se te echan encima sin respetar las distancias; es como si no me dejaran espacio para respirar.

Mi jefe es un hombre mayor, bueno, al menos para mí. Un tío de 50 años tiene la edad de mi padre y claro, ni que decir tiene que me ha sorprendido su última propuesta. Me ha invitado a cenar, ¡en su casa!, ¿pero qué se ha creído? Ni que yo fuera una niñata ingenua que no se entera de nada. En esta ocasión se me han acabado las excusas con las que tantas veces he rechazado sus insinuaciones y no me ha quedado más remedio que aceptar; así que Lucía y yo hemos urdido un plan, bueno, en realidad  ha sido ella la que ha tenido una idea genial.

- ¿Y si le damos el cambiazo como hacíamos en el instituto? Me ha propuesto esta mañana, y claro, yo he visto los cielos abiertos.

A medida que pasan las horas me gusta más el juego de las gemelas. Nada puede fallar porque ella es muy resuelta y además no tiene nada que perder; él no es su jefe y no la va a intimidar.

Nos hemos divertido mucho con los preparativos imaginando sus planes.

-Seguro que está relamiéndose, me ha comentado Lucía mientras se maquillaba frente al espejo
- Sí, le contesté, como el lobo cuando vio a Caperucita por el bosque, solo que tú y yo vamos a darle otro final al cuento.

Nuestra estrategia se va perfeccionando a lo largo de la tarde hasta que llegue la hora de la cita. Como conozco a mi jefe supongo que se entretendrá bastante en la ceremonia de cortejo y que Lucía tendrá que seguirle la corriente. No creo que se atreva a ponerla en aprietos antes de las 12 de la noche, así que hemos acordado que la llamaré por teléfono media hora antes. Será la coartada perfecta para que vuelva a casa. 

Ya estoy impaciente por escuchar sus comentarios y los detalles de la romántica velada.

¡Seguro que nos reiremos un buen rato!
 

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