Llego a Sevilla la mañana del Jueves Santo, el
día en que se verá la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera.
Vengo desde León para cubrir la salida extraordinaria en la semana santa
sevillana, de nuestra patrona la Virgen del Camino, con motivo de la
celebración del Cincuenta Aniversario de su Coronación en esta ciudad.
En Sevilla los colores se muestran con una
tonalidad auténtica, como esas ceras para colorear en el colegio. El cielo es
de un azul puro, intenso, los árboles de color verde aceituna, y el sol pleno,
más rey si cabe, irrumpe en la ciudad como una gigante bombilla incandescente.
Con mi acreditación accedo a la zona reservada
de palcos y sillas en plena carrera oficial, paso obligado de todas las
hermandades. Una zona restringida y acotada solo para unos pocos afortunados.
Los espacios son estrechos y ajustados, compuesto por filas de 10 sillas de
madera dispuestas de frente, con un pasillo de salida a cada lado. La señora
que está sentada delante de mí, viste completamente de negro; medias, vestido,
chaqueta y zapatos. De riguroso luto por la muerte de Cristo, me comenta. Al
lado su hijo, un zagalón de 12 años con chaqueta, corbata y pantalón gris, como
marca la tradición. Las cofradías habitualmente constan de dos pasos, uno con
la representación de algún pasaje bíblico, y otro con la imagen de una virgen
dolorosa.
Hace aparición la hermandad honorífica. La
Virgen luce una lujosa corona de oro de más de un palmo de altura, y le cuelgan
del pecherín cinco puntas de diamantes. Como
con el resto de imágenes, el silencio se impone sin que nadie lo cuestione. Con
cada una de las procesiones que van pasando, tras cientos, a veces miles, de
nazarenos, el público se levanta y se santigua, rompiendo en aplausos cuando
avanza la marcha que suena.
Y una reflexión sobre la necesidad del ser
humano de creer en algo, se me antoja inoportuna. De adorar al becerro de oro.
La iglesia católica tiene una larga historia que se remonta a los inicios del
Cristianismo, hace casi 2000 años. A pesar del paso del tiempo, me atrevería a
afirmar que la erosión ha sido mínima, y aún todavía está muy presente en el
ADN de los millones de creyentes de todo el mundo, o de los que se creen serlo,
claro está, con la conveniente patada al catecismo de vez en cuando, según vaya
conviniendo. Aún conserva casi todo su vigor, y es que es capaz de aunar lo
político y lo religioso. Y que esto último, se imponga en muchas cuestiones
socio-políticas y de estado. Como muestra un botón. Y es que nuestra Ministra
de Defensa ha ordenado en esta fecha izar las banderas a media asta en todos
los cuarteles. O el mismísimo ejército desfilando en la procesión del Santo
Entierro, presidida por una representación política y eclesiástica de alta
alcurnia.
Claro, así el mensaje de estado queda claro y
patente. Cristianismo, religión católica y régimen, todo unido por una misma
cintura.
En Andalucía se hace patente especialmente. Un
nutrido número de “capillitas”, autodenominados así en esta misma tierra, se
refieren a sus titulares como la mismísima santa madre y padre de dios y de
ellos, y ven ofendidos sus sentimientos si alguna mente intempestiva, de calado
social, tiene a bien sugerir determinada opinión en contra, o si a algún
descerebrado se le ocurre hacer una gracieta
sobre su santo, aunque a su vez no les resulte nada incómodo contar chistes
sobre otros colectivos de esos de los que uno lleva toda la vida riéndose,
llámense mariquitas, tartajosos o catetos.
Eso sí, el resto del año quedan amnésicos
antes sus convicciones de buenos cristianos practicantes, a menos que sea más
que para volver a besar la medalla que les cuelga del cuello durante la
peregrinación a la romería de El Rocío.
Esperemos que después de la prometida
resurrección, no tengamos todos destinos diferentes.
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