Unos
leves toques en la antigua puerta de madera de la celda, interrumpieron la
carta que la Hermana Magdalena escribía a su familia en la pequeña tabla que le
servía de mesa, la dulce y maternal hermana Angustias le dijo en murmullos que
se diera prisa, para no disgustar más a la Superiora, esa mujer le tenía manía
desde que había llegado al convento, venía a advertirle que no volviera a
llegar tarde. Ella, con un hilo de voz le dijo que se adelantara, en unos
segundos la alcanzaría, los cansados pasos de la hermana se alejaron por el
frio corredor del convento, sólo se oía el hipnotizante canto de los jilgueros
y el silencio de la soleada mañana.
Magdalena
miró a su alrededor, apenas recordaba el lujo que desde pequeña la protegía,
siempre rodeada de amor y riquezas, la “pequeña princesa de la casa”, la
llamaban, no habían entendido tan extraña
y acelerada decisión, que tomó de forma tan abrupta después de conocer a ese maldito
y santo hombre, aún oía los llantos de su nana y su madre y el fuerte suspiro
del rudo Marqués de Villa Rosa al verla subir al viejo tren que la separaba de
ellos, la vida de pobreza ahora elegida la rodeaba, un duro y esquelético
camastro la acunaba por las noches, una fina y rasposa manta oscura apenas
evitaba el frio en los días de invierno, en aquel retirado convento de Santa
Clara, en Oviedo, un pequeño crucifijo marcaba el norte de aquella vacía
estancia de enseres, repleta de caricias prohibidas. Echaba de menos a su
familia en Granada. Pero no había podido hacer otra cosa, su camino estaba
junto a él.
La
hermana Magdalena rezaba cada noche por él, Magdalena soñaba cada noche con él.
Al
dirigirse a la pequeña y austera capilla, otras hermanas la rodearon en
silencio, era domingo, el esperado día de todas las semanas, al pasar debajo del
despacho de la superiora sintió sus ojos
lascivos deslizarse por su cuerpo prohibido, envuelto en santidad para alejar
el deseo del hombre, sabía que él ya estaría a su espalda. Ella, con paso urgente
de colegiala enamorada a sus 25 años, llegó a la entrada, una columna lo
ocultaba, un aliento en su nuca, un roce invisible en su hombro, la hizo
temblar todo su ser. Lágrimas de alegría llenaron sus ojos de madona. Al
arrodillarse frente a la cruz sintió vergüenza, como si todos a su alrededor
supieran lo que hacía, también de rodillas, en su cama. Levantó su rostro y lo vio
y el día comenzó a nacer.
Durante
toda la misa, sintió que aquel hombre, vestido de sacerdote, le hablaba a ella,
sólo para ella cada palabra, hombre guapo y maduro, que en su juventud había
sido obligado a vestir de negro de por vida, abnegado de día con los enfermos,
apasionado y salvaje dentro del cuerpo de Magdalena, llenándola de deseo
fervoroso y húmedo, besando cada centímetro de su piel.
Enamorado
de ella desde que la vio en aquel viaje a Granada, había intentado, con todas
sus fuerzas, alejarla de su vida, de su camino elegido por otros, aceptado ya después
de tantos años. Nunca había sentido nada más que amor paternal hacia todas las hijas
de Eva, ninguna había conseguido que diera un mordisco a su manzana.
Insinuaciones muchas, oportunidades de pecar infinitas en sus 30 años de dedicación.
Había sido un profesional de su fe impuesta. No entendía por qué su Dios, el
tan respetado Señor, le había mandado tan dura prueba, pero ya todo le daba
igual. Sólo vivía para esos domingos en que podía verla, rozar sus labios,
sentir su lengua al introducir el cuerpo de Cristo en su boca, un suspiro de deseo
intentando retener su mano.
Todos
se retiraron después de cenar, el silencio invadió el lugar, rezos en celdas, sueños
en celdas, llantos en celdas, como cada domingo desde hacía cinco años,
caricias prohibidas inconfesables en la celda de Magdalena.
El
abandonaba el convento los lunes después de rezos de mañana.
Al
poco, un domingo, al despuntar el alba, ella vistió, caminó hacia la capilla,
no lo sintió a sus espaldas, extrañada miraba a su alrededor, su presencia no
estaba, algo pasaba, intentó preguntar por él, la Superiora, que no era muy
amiga de charlas, ignoró su pregunta y de malos modos le indicó que se callara.
Magdalena aturdida al ver otro sacerdote dar la misa, controló su deseo de
salir a buscarlo y permaneció en silencio.
A
lo lejos, en el valle, una figura vestida de negro montada en su caballo,
escuchaba el repiqueteo de campanas. Firme en su decisión de alejarse de ella, había
prometido a su confesor que no volvería a verla, quería cumplir y ser un hombre
sin deseos. Lo hacía por ella, no por él, había recibido una visita del Marqués
de Villa Rosa, hombre de fe, que enterado por la Superiora, del motivo de la
precipitada salida de su hija de la vida acomodada que llevaba, le había
exigido primero y suplicado después que la dejara. ¿Qué podía hacer?, en
aquella época una monja desvirgada merecía la muerte. A él le perdonarían, en definitiva,
era un hombre, que seguiría su viaje de penitencia.
Un
sin número de domingos después, la hermana Magdalena, cada vez más desesperada,
rezaba, nadie contestaba a sus insistentes preguntas sobre el paradero del padre
Alejandro. Tendría que hablar con la Superiora y le insistiría, aunque fuera de
rodillas.
¡Eso
no le incumbe!, le seguía diciendo ella, nunca le había gustado como la miraba esa
mujer, se sentía desnuda ante sus ojos. Cuando una mañana la hermana Angustias
llamó a su puerta ante la tardanza en el desayuno, la encontró vomitando en su
orinal. Había observado su extraña delgadez, sus ojeras, sus ojos sin vida
desde hacía un tiempo, el estremecimiento ante cualquier intento de caricia
fraternal de su parte, siempre antes aceptado.
Le
preguntó que le ocurría, lloraba tanto que no entendía sus balbuceos.
¡He
pecado, he pecado!, llegó a comprender, que decía, ¡He violado mis
sentimientos, le he sido infiel! ¡Pero tenía que saber! ¡Ha sido tan alto el
precio!
Sor
Angustias no entendía nada y como llegaba tarde, la dejó llorando desconsolada,
con la promesa de que volvería en un rato. Al acabar sus tareas, se dirigió
deprisa a la celda de su niña Magdalena, como ella la llamaba.
Tocó
varias veces, pero no halló respuesta, nerviosa intentó abrir la puerta y la
noto atrancada, fue a pedir ayuda, cuando consiguieron entrar en ella, una
imagen desoladora se reflejó en los ojos de todas ellas. Un bello cuerpo
desnudo, balanceándose en el techo, alrededor del cuello de Magdalena, su
grueso cordón del hábito que había vestido por amor a un hombre, el instrumento
para quitarle la vida. La única silla de la estancia tumbada en el suelo.
Unas
cartas depositadas en la tabla de madera que le servía de mesa.
“Querida
familia, perdonad mi pecado. Os quiero”.
“Amor
mío, me voy porque no puedo vivir con mi delito, un delito que me han obligado
a cometer para poder saber de ti, para salir de este infierno de
desconocimiento ante tu ausencia, perdono tu abandono porque lo has hecho por
mí, pero no puedo soportar que otros labios hayan besando mi cuerpo, que otras
manos hayan navegado por mi piel y acariciado lo que sólo es tuyo, lo que sólo
tú puedes penetrar, hasta mi alma y mi mente”.
Al
conocer la noticia, la Superiora se dirigió a la capilla y en secreto de confesión,
buscó el perdón de Dios.
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