No sabes cuánto tiempo llevas
en esta umbría. A fuerza de no ver la luz del sol estás perdiendo la noción del
tiempo. Pero él no se da ni cuenta, como si no existieras.
Aún recuerdas el día que os conocisteis. Ernesto tenía su
nariz infantil pegada al cristal del escaparate con la mirada fija en ti. Desde
ese instante sabías que te llevaría consigo. Ya en casa todo fueron halagos.
Qué hermoso color el tuyo, que preciosos tonos los de tu voz, que alegría
habías traído. La mejor casa para ti, la mejor comida, baño de sol diario y
recipiente de agua tibia para tu aseo. Un lujo de vida.
Luego se hizo mayor y todo cambió. Apenas te prestaba
atención y no te regalaba ni una de sus palabras. ¡Cuánto las has echado de
menos! Ya no, ya te da igual. Lo peor ha sido esa costumbre suya de taparte la
luz para que no cantes. Con lo que le gustaba antes. Al principio fue solo a
ratos, mientras estudiaba porque decía que no podía concentrarse. En cuanto te
atrevías a lanzar unos trinos al aire, soltaba un estridente ¡chiiiiiist! que
te acongojaba. Ahora, te pasas los días enteros a oscuras, amedrantado y
triste, sin ganas siquiera de balancearte en el columpio. Pero mientras vives
este calvario él sigue su vida como si nada. No es justo. ¡Estas harto!
Hoy has te has decidido, no puedes seguir así. Oyes sus
pasos apresurados por el pasillo. Llega hasta ti y levanta la funda de tela
negra culpable de tu desesperanza. La luz te ciega.
- ¿Qué te pasa? grita pegado a
los barrotes.
Llevas un buen rato cantando
lo más fuerte que puedes.
- ¿Qué te pasa? Insiste con
impaciencia.
Mueve la jaula y el poco alpiste que te queda se extiende
por todos lados. Trozos de una hoja de lechuga descompuesta se pegan en tus
doradas plumas. El columpio se rompe. Su soberbia ha sumergido tu existencia en
un verdadero caos.
-¡Yo no merecía esto! te
desgañitas.
Como siempre, no te entiende.
Solo se le ocurre mandarte callar.
- ¡Cállate, maldito pajarraco!
¡Cállate o te echo a la calle!
Eso, justamente eso es lo que
deseas.
- ¡Venga, hazlo! aúllas
descontrolado.
Como si un espíritu maligno lo hubiera poseído, Ernesto
descuelga la jaula y te lleva a grandes zancadas hasta la terraza. Abre la
puerta de un manotazo y de repente, el aire aplasta tus pulmones, pero te sabe
a gloria. Alza la mano por la barandilla e intenta insertar el barrote
horizontal de tu cárcel en la ele metálica dispuesta allí para eso. Está
desentrenado, no tiene la pericia de antaño. Se asoma para ver mejor, pero sigue
sin lograrlo.
-¡Un poco más! ¡Casi lo
consigues, un poco más, un poco más! ¡Bravo, por fin lo tienes! escapa de tu
garganta irritada.
En ese preciso instante, una sombra oscurece el cielo de
forma fugaz. Te parece extraño porque no hay ni una nube ahí arriba. Bajas el
tono de voz. Después, a lo lejos, oyes un
golpe. Te asomas con precaución y lo ves allí abajo, aplastado en la acera. No
te alteras.
- ¿Este era un treceavo piso? ¡Oh,
qué día tan soleado! Me voy a tumbar un buen rato. Creo que para ti no es un
buen día ¿me equivoco? Te oyes decir en el falso tono de los hipócritas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario