lunes, 13 de noviembre de 2017

Un día soleado, por Luisa Yamuza Carrión



No sabes cuánto tiempo llevas en esta umbría. A fuerza de no ver la luz del sol estás perdiendo la noción del tiempo. Pero él no se da ni cuenta, como si no existieras. 

Aún recuerdas el día que os conocisteis. Ernesto tenía su nariz infantil pegada al cristal del escaparate con la mirada fija en ti. Desde ese instante sabías que te llevaría consigo. Ya en casa todo fueron halagos. Qué hermoso color el tuyo, que preciosos tonos los de tu voz, que alegría habías traído. La mejor casa para ti, la mejor comida, baño de sol diario y recipiente de agua tibia para tu aseo. Un lujo de vida. 

Luego se hizo mayor y todo cambió. Apenas te prestaba atención y no te regalaba ni una de sus palabras. ¡Cuánto las has echado de menos! Ya no, ya te da igual. Lo peor ha sido esa costumbre suya de taparte la luz para que no cantes. Con lo que le gustaba antes. Al principio fue solo a ratos, mientras estudiaba porque decía que no podía concentrarse. En cuanto te atrevías a lanzar unos trinos al aire, soltaba un estridente ¡chiiiiiist! que te acongojaba. Ahora, te pasas los días enteros a oscuras, amedrantado y triste, sin ganas siquiera de balancearte en el columpio. Pero mientras vives este calvario él sigue su vida como si nada. No es justo. ¡Estas harto!

Hoy has te has decidido, no puedes seguir así. Oyes sus pasos apresurados por el pasillo. Llega hasta ti y levanta la funda de tela negra culpable de tu desesperanza. La luz te ciega. 


- ¿Qué te pasa? grita pegado a los barrotes.
Llevas un buen rato cantando lo más fuerte que puedes.
- ¿Qué te pasa? Insiste con impaciencia.
            Mueve la jaula y el poco alpiste que te queda se extiende por todos lados. Trozos de una hoja de lechuga descompuesta se pegan en tus doradas plumas. El columpio se rompe. Su soberbia ha sumergido tu existencia en un verdadero caos.
-¡Yo no merecía esto! te desgañitas.
Como siempre, no te entiende. Solo se le ocurre mandarte callar.
- ¡Cállate, maldito pajarraco! ¡Cállate o te echo a la calle!
Eso, justamente eso es lo que deseas.
- ¡Venga, hazlo! aúllas descontrolado.

Como si un espíritu maligno lo hubiera poseído, Ernesto descuelga la jaula y te lleva a grandes zancadas hasta la terraza. Abre la puerta de un manotazo y de repente, el aire aplasta tus pulmones, pero te sabe a gloria. Alza la mano por la barandilla e intenta insertar el barrote horizontal de tu cárcel en la ele metálica dispuesta allí para eso. Está desentrenado, no tiene la pericia de antaño. Se asoma para ver mejor, pero sigue sin lograrlo. 

-¡Un poco más! ¡Casi lo consigues, un poco más, un poco más! ¡Bravo, por fin lo tienes! escapa de tu garganta irritada.

En ese preciso instante, una sombra oscurece el cielo de forma fugaz. Te parece extraño porque no hay ni una nube ahí arriba. Bajas el tono de voz.  Después, a lo lejos, oyes un golpe. Te asomas con precaución y lo ves allí abajo, aplastado en la acera. No te alteras. 

- ¿Este era un treceavo piso? ¡Oh, qué día tan soleado! Me voy a tumbar un buen rato. Creo que para ti no es un buen día ¿me equivoco? Te oyes decir en el falso tono de los hipócritas.  

 Dos días después del trágico accidente, la madre de Ernesto recordó que la jaula de Yellow estaba aún en la terraza. Sí, la tuya. Con la pena todavía pegada a los huesos fue a recogerte y comprobó que era demasiado tarde. Se abrazó a la jaula y lloró también tu muerte. Tus restos de pajarito destronado yacían en el fondo, entre los escombros de lo que había sido tu hogar.

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