Yo debía tener
unos once años cuando apareció por primera vez en los desmontes del descampado. Tras los bloques cenicientos del extrarradio— donde vivíamos— se alargaba hasta el horizonte un
territorio al que le conferíamos
una cualidad inhóspita
y casi salvaje. El escenario idóneo para nuestros juegos y aventuras
juveniles. Un territorio fronterizo, apenas habitado por seres marginales y rediles de cabras famélicas. Tierra de nadie entre la ciudad y el campo. Allí se desdibujaban las normas de la convivencia cívica y comenzaban a regir leyes de una ambigüedad
que
escapaba al orden urbano. La primera vez que lo vimos nos pareció un simple gato —o quizá no— porque alguno de nosotros
ya intuyó que había algo indefinible aún, pero que evocaba alguna
cualidad imponderable en aquel animal.
Se asomó una tarde sobre el barranco en el que jugábamos a la guerra de trincheras. Nos arrojábamos bolas de barro y
blandíamos
palos y cañas
a modo de lanzas. Nuestra
fantasía bélica, —quién sabe por
qué— se proyectaba siempre hacia un
pasado de barbarie primordial. Nicolás, el niño de mayor edad — y
al que considerábamos de alguna manera líder de la pandilla— suspendió
súbitamente el juego y arrancándonos de la fantasía dirigió nuestra mirada sobre aquella aparición. Primero, presos aún de una excitación ardorosa, nos pareció una especie de jaguar, de un pelaje pardo muy oscuro. Otros gritaron que era un
lince negro, de una especie desconocida hasta ahora. Después, calmado nuestro ímpetu visionario hubimos de condescender en que, si a algo se parecía aquel animal, era a un simple gato. Gato sí, parecía no ser otra cosa, pero muy pronto nadie se atrevería a calificar como simple nada que tuviese que ver con aquel ser.
Con cuidado de no asustarle ascendimos la pendiente del barranco. Las caras sucias del juego, los pantalones cortos manchados de barro. Lejos de huir, y a medida que nos acercábamos a él, el animal, majestuoso, nos contemplaba desde lo alto de un desmonte con esa mirada altiva y dominadora que a
menudo adoptan los felinos.
Ya de cerca su
color,
que
precipitadamente entrevimos como oscuro, se reveló como un reflejo polícromo de colores cambiantes según la perspectiva y la cualidad que adoptaba la luz al recaer sobre él. En aquella tarde,
con
el cielo de noviembre —que empezaba a colorarse en lenguas
rojas de fuego— el pelaje
del animal titilaba de una fosforescencia casi púrpura y cuando se movía esa cualidad fosforescente se
plateaba en destellos nacarados.
“Este gato será nuestra mascota”, anunció solemne Nicolás. “Tenemos que ponerle un nombre”. Fue entonces cuando Mario — el erudito de nuestra pandilla— con los ojos acuosos, casi traslúcidos de puro éxtasis dijo aquella frase: “La verdad es que
no
es un gato, es un felimorfo, un espíritu con forma de felino.
Los
antiguos egipcios los llamaban gatos de las pirámides”. Todos reímos la ocurrencia de Mario, al que apodábamos Mario “la verdad” porque a menudo iniciaba o concluía las frases con esa
expresión. “No sé de qué os reís...la verdad” dijo Mario. Nicolás alargó entonces la mandíbula, pensativo y declaró a continuación
que
era así como llamaríamos al animal: “El felimorfo”.
Había algo en el felimorfo que pronto comenzó a apoderarse de
nuestra voluntad. No lo decíamos en voz alta, pero de alguna manera todos lo intuíamos. Ese ser excepcional nos dominaba con su sola presencia. Se movía con una elegancia ritual y más de una
vez
vislumbré con terror que nos hablaba sin palabras.
Bajo la sugestión de su mando emprendimos una guerra,
no siempre incruenta, contra aquellos que ponían en
cuestión nuestra soberanía sobre aquél páramo: chabolistas, pastores, gitanos ambulantes, pandillas rivales de otros niños de la vecindad y otros individuos que —por su condición marginal y furtiva— acudían al amparo de aquellas soledades. Hacia los contornos imprecisos del arrabal por el que se desangraba y moría la ciudad.
Una mañana de primavera salimos de la iglesia vestidos de
Domingo. Los niños del distrito se callaban a nuestro paso, mostrando un temor reverente.
Acudimos paseando al descampado, que aunque un erial era ahora nuestro señorío. Una frontera sobre la que administrar el derecho de paso.
Sin hablar apenas, bajo un cielo raso de mayo acudimos
a nuestro lugar de reunión con el felimorfo. De entre los mamparos del vivero abandonado
martilleaba un gañido agudo y lastimero que se multiplicaba a medida que nos acercábamos. En una vieja caja de
fieltro, con el pelaje húmedo, ciegos aún, una docena de cachorros negros se retorcía desesperadamente.
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