jueves, 2 de noviembre de 2017

El Felimorfo, por Carlos Abril




Yo debía tener unos once años cuando aparec por primera vez en los desmontes del descampado. Tras los bloques cenicientos del extrarradio donde vivíamos— se alargaba hasta el horizonte un territorio al que le conferíamos una cualidad inhóspita y casi salvaje. El escenario idóneo para nuestros juegos y aventuras juveniles. Un territorio fronterizo, apenas habitado por seres marginales y rediles de cabras famélicas. Tierra de nadie entre la ciudad y el campo. Allí se desdibujaban las normas de la convivencia cívica y comenzaban a regir leyes de una ambigüedad que escapaba al orden urbano. La primera vez que lo vimos nos parec un simple gato —o quizá no— porque alguno de nosotros ya intu que había algo indefinible n, pero que evocaba alguna cualidad imponderable en aquel animal.


Se asomó una tarde sobre el barranco en el que jugábamos a la guerra de trincheras. Nos arrojábamos bolas de barro y blandíamos palos y cañas a modo de lanzas. Nuestra fantasía lica, quién sabe por qué se proyectaba siempre hacia un pasado de barbarie primordial. Nicolás, el niño de mayor edad y al que considerábamos de alguna manera der de la pandilla— suspend súbitamente el juego y arrancándonos de la fantasía dirig nuestra mirada sobre aquella aparicn. Primero, presos aún de una excitación ardorosa, nos parec una especie de jaguar, de un pelaje pardo muy oscuro. Otros gritaron que era un lince negro, de una especie desconocida hasta ahora. Desps, calmado nuestro ímpetu visionario hubimos de condescender en que, si a algo se parecía aquel animal, era a un simple gato. Gato sí, parecía no ser otra cosa, pero muy pronto nadie se atrevería a calificar como simple nada que tuviese que ver con aquel ser.

Con cuidado de no asustarle ascendimos la pendiente del barranco. Las caras sucias del juego, los pantalones cortos manchados de barro. Lejos de huir, y a medida que nos acercábamos a él, el animal, majestuoso, nos contemplaba desde lo alto de un desmonte con esa mirada altiva y dominadora que a menudo   adoptan   los   felinos.   Ya   de   cerca   su   color, que
precipitadamente entrevimos como oscuro, se reve como un reflejo polícromo de colores cambiantes según la perspectiva y la cualidad que adoptaba la luz al recaer sobre él. En aquella tarde, con el cielo de noviembre que empezaba a colorarse en lenguas rojas de fuego— el pelaje del animal titilaba de una fosforescencia casi rpura y cuando se movía esa cualidad fosforescente se plateaba en destellos nacarados.

Este gato será nuestra mascota”, anunc solemne Nicolás. Tenemos que ponerle un nombre”. Fue entonces cuando Mario el erudito de nuestra pandilla— con los ojos acuosos, casi trascidos de puro éxtasis dijo aquella frase: “La verdad es que no es un gato, es un felimorfo, un espíritu con forma de felino. Los antiguos egipcios los llamaban gatos de las pirámides”. Todos reímos la ocurrencia de Mario, al que apodábamos Mario “la verdad porque a menudo iniciaba o concluía las frases con esa expresión. No de qué os reís...la verdad dijo Mario. Nicolás alargó entonces la mandíbula, pensativo y declaró a continuación que era así como llamaríamos al animal: “El felimorfo”.


Había algo en el felimorfo que pronto comen a apoderarse de nuestra voluntad. No lo decíamos en voz alta, pero de alguna manera todos lo intuíamos. Ese ser excepcional nos dominaba con su sola presencia. Se movía con una elegancia ritual y más de una vez vislumbré con terror que nos hablaba sin palabras.

Bajo la sugestión de su mando emprendimos una guerra, no siempre incruenta, contra aquellos que ponían en cuestión nuestra soberanía sobre aquél páramo: chabolistas, pastores, gitanos ambulantes, pandillas rivales de otros niños de la vecindad y otros individuos que por su condición marginal y furtiva— acudían al amparo de aquellas soledades. Hacia los contornos imprecisos del arrabal por el que se desangraba y moría la ciudad.


Esa lucha no era ya un juego sino la sublimación de un mandato inconsciente que había nacido en el interior de cada uno de nosotros y que, de manera concertada, nos empujaba como soldados al servicio de un poder desconocido. Peones que, ignorantes de toda planificacn, se limitan en la partida a ejecutar los movimientos que una autoridad enigtica les impone.

Una mañana de primavera salimos de la iglesia vestidos de Domingo. Los niños del distrito se callaban a nuestro paso, mostrando un temor reverente. Acudimos paseando al descampado, que aunque un erial era ahora nuestro sorío. Una frontera sobre la que administrar el derecho de paso.


Sin hablar apenas, bajo un cielo raso de mayo acudimos a nuestro lugar de reunión con el felimorfo. De entre los mamparos del vivero abandonado martilleaba un gañido agudo y lastimero que se multiplicaba a medida que nos acercábamos. En una vieja caja de fieltro, con el pelaje húmedo, ciegos n, una docena de cachorros negros se retorcía desesperadamente.


Nuestro felimorfo no estaba allí, pero todos sabíamos ya lo que teníamos que hacer. Cada uno de nosotros tomaría a un cachorro bajo su protección y lo llevaría a casa. Era el siguiente movimiento de la partida. Nosotros no debíamos saber s. Solo introducir en la ciudad a aquellos pequeños gatos y cuidarlos hasta su madurez. Un poder inconcebible, ahora multiplicado, haría pronto de la ciudad un inmenso erial donde la voluntad de sus habitantes sería vampirizada por aquella nueva especie. Los gatitos se aferraban a nuestras manos. Su pelaje, que parecía negro al principio, relucía ahora bajo el sol en un púrpura casi fosforescente.

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