Se abren las puertas
dejando entrar una luz cegadora hasta la mitad de la estancia. Una bocanada de
aire hace aún más intenso el aroma floral del lugar. Fuera hay cientos de
cabezas pegadas unas a otras. Se hace un silencio momentáneo. Después la música.
Es la señal.
Desde hace días hay
movida. A mi alrededor ha habido conversaciones y opiniones para todos los
gustos. Luego se ha iniciado el protocolo habitual. No sé cuántos ropajes me
han echado encima ni cuántos ornamentos. Lo último es la decoración del medio
de transporte. Entonces, sé que queda menos.
El cielo es de un azul intenso. Del mismo color que las
camisas de los hombres. Cuellos perfectamente planchados. Corbatas a juego,
pañuelo en el bolsillo de la americana. Zapatos impolutos. En las mujeres hay
más variedad de colores, pero todos los vestidos son incómodos. Lo tacones aún
más incómodos. Charlan sin parar. Los niños incordian. Aguantan el tirón,
aunque preferirían estar jugando a la play.
Nunca pensé que este
sería mi destino. Me consta que el creador puso todo el empeño en mi. Quizás
demasiado. A menudo la perfección es una cruz. Yo creí que mi vida sería más
discreta. Sin embargo, desde el primer minuto he sido el centro de atención de
todas las miradas. ¿Será que me hicieron para esto exactamente? No me gusta, ni
lo entiendo, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Tampoco puedo contestar a las
personas que me hablan. Se colocan delante de mi muy quietos y me cuentan lo
que les pasa. No siempre ocurre, pero en la mayoría de las ocasiones me piden
cosas que yo nunca puedo darles. Me gustaría poder decírselo, pero no puedo.
También están los que me dan las gracias por cosas que no he hecho. Con los
ojos iluminados muestran su alegría y no sé cómo explicarles que no tengo nada
que ver. Ante esta impotencia, reconozco que suelo desconectar mi atención o
sencillamente, echarme una siesta. Que nadie se ofenda.
Por momentos la música se hace más estridente. El calor y
la lentitud del acto hace mella en las fuerzas de los músicos. Un ramillete de
globos de colores se escapa hacia el universo, ¡por fin libres! Los vendedores
de almendras garrapiñadas tienen los cestos casi vacíos. Los puestos de nubes
de azúcar, patatas y bebidas frías acompañan a la comitiva con el ruido de los
generadores. Gente y más gente. Como hormigas se acercan al espectáculo, lo
miran y se van. Los bares y cafeterías están a rebosar.
Y luego están los
paseítos por la ciudad. Entonces puedo sentir las miradas excitadas y
suplicantes de tantas personas como una losa de emociones volcadas sin permiso
sobre un mismo objeto; yo. Yo que no soy nada más que un trozo de madera.
Exquisitamente tallado, eso sí. Pero nada más. Lo llaman fe. No logro comprender
esa palabra: fe. A mí me parece más bien locura. Aunque afecta a tantos que no
es creíble que todos hayan perdido la cordura. ¿Porqué me haré tantas preguntas
que no tienen respuesta? Hay días que una no está positiva...
Aplausos. Se cierran las puertas con un crujido de
maderas nobles enfrentadas. Las velas se apagan de una en una dejando un agradable
olor a cera caliente. Las voces se van alejando. De repente todo está oscuro.
Silencio.
Vuelvo a estar sola.
Con las flores marchitas, los ropajes llenos de polvo, la cara ennegrecida. Por
fin todo ha acabado y puedo descansar. Mañana será otro día.
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