Ahora ya no tiene
importancia. Han pasado muchos años y el dolor se ha diluido en el tiempo,
aunque no haya desparecido. Permanece ahí, anclado en el lugar del cerebro
donde se guardan los mejores y los peores recuerdos. Sin duda, este es uno de
los peores de mi vida por dos motivos: porque significó la fractura incurable de
la relación entre nosotras que tan bien nos habíamos llevado siempre y por el
sufrimiento que se apoderó de tu vida pocos años después y que también me
alcanzó.
Porque tú le creíste a
él. Yo no sabía cómo ni cuándo te lo iba a contar. Ni siquiera estaba segura de
si debía o no irte con aquél cuento. Pero eras mi hermana, ¿Cómo podría yo
ocultarte eso? ¿Y si volvía a pasar? ¿Y si no era yo la única?. Le di muchas
vueltas pero al final te lo conté.
Aquel día de verano mamá
me había mandado a la azotea al atardecer para tender las sábanas que se
habrían quitado por la mañana. En verano
ella siempre quería tender a esas horas para que la ropa no quedara tan tiesa
por los fuertes rayos del sol. Yo subí con desgana, pero a ver quien se negaba.
Todavía no logro entender porqué no escuché sus pasos. Allí estaba yo sola, el
calor mantenía aún al vecindario en sus casas y los coches eran pocos en aquel
entonces. Supongo que él procuró hacer poco ruido. No sé, pero de repente sentí
algo a mi espalda. Me volví con seguridad y me lo encontré como una pantalla
franqueando mi paso. No pude hacer nada. Me tapó la boca con su mano caliente y
me susurró al oído: soy Gregorio, no te asustes, solo quiero hablar contigo
unos minutos. Pero no hablamos nada. Me empujó hacia la pared y con la mano
libre palpó con fuerza todo mi cuerpo tenso por el miedo. Aunque inmediatamente
entendí lo que pasaba e intenté zafarme, no tenía suficiente fuerza. Me
besuqueó por la cara y el cuello e intentó levantarme la camiseta y la falda.
Pero no pudo, no tuvo tiempo. Ambos te escuchamos llamándome y tus pasos
resonaban en la escalera metálica que daba acceso a la azotea. Gregorio paró de
golpe y sin separar la mano de mi boca solo me dijo "¡te mato!".
Seguramente no te fijaste en la expresión de mi cara cuando llegaste a mi lado
aunque debía tenerla descompuesta. Ni apreciarías el alboroto de mis cabellos o
la rojez de mis mejillas. Yo creo que todo mi cuerpo estaba encendido de rabia
e indignación. Pero tú no lo viste. Tú solo querías saber si tus vaqueros
nuevos estaban tendidos porque te los querías poner para salir esa tarde con
Gregorio, tu novio.
- Está al llegar, Marta.- Me dijiste ignorante
de todo.
No recuerdo lo que te
respondí. De hecho los siguientes días están ausentes en mi memoria. Lo que
había sucedido me obsesionaba, no podía dormir, ni estudiar, nada. El corazón
golpeaba con fuerza mi pecho cuando estaba contigo y decidí contártelo
todo. Pero él se me había adelantado y
escuchaste mi versión con gesto superficial, sin darle importancia. Él te lo
contó aquélla misma tarde, entre risas, pues le parecía muy divertido haberme
confundido contigo entre las sábanas recién lavadas. Inmediatamente entendí que
le habías creído y aunque intenté hacerte ver la falsedad de sus palabras ya no
había remedio, habías elegido tu destino. Y yo me conformé.
Durante mucho tiempo
evité encontrarme con él e incluso dirigirle la palabra. Fui testigo mudo de
vuestra relación que fue progresando según lo esperado, pero nunca volví a
fiarme de él. Ni él de mi, claro. Su mirada se fijaba en mi cuando tú estabas
distraída por cualquier motivo y me daba miedo. Nunca volvió a intentarlo o no
tuvo oportunidad. No lo sé, prefiero no pensarlo. Entre nosotras creció la
distancia, dejamos de compartir secretos e intimidades, cambiamos de grupo de
amistades. Así hasta el día que te casaste. Me pasé toda la ceremonia llorando.
Todos pensaban que era de alegría, aunque tú quizás pensabas que lloraba por
envidia. Pero para mí fue un día muy triste porque tenía la certeza de que Gregorio
era un fraude.
Así fue, no me
equivocaba. La verdadera personalidad de tu marido no tardó en surgir de entre
tantas sonrisas y bonitas palabras. Tu infierno duró casi veinte años, los que
tardaste en convencerte de la maldad de aquel hombre. Yo lo supe tarde, aunque
siempre lo sospeché. Desde la primera noticia intenté mantenerme cerca de ti.
Todo lo cerca que tú me dejabas porque la desconfianza permanecía en medio de
nosotras. Las continuas infidelidades de Gregorio precedieron al maltrato
psicológico hasta hundirte en lo más hondo de un pozo que solo tenía una
salida: la separación. Te costó aceptarlo, pero fue tu salvación. Te acompañe
en ese trance y lograste superarlo con mucho esfuerzo y muchas lágrimas de
rabia, de frustración. Y llegó el día en que la vida volvió a sonreir para ti.
Ayer como cada domingo,
durante el almuerzo que compartíamos en la terraza de tu casa me lo lanzaste
sin aviso previo: lo siento, decías la verdad. A pesar de lo inesperado de tus
palabras, comprendí al instante a qué te referías por tanto que había deseado escucharlas. Posé mi mano sobre
la tuya y levanté la cabeza del plato mirando a tus ojos brillantes, pero no
respondí. No había nada que añadir, todo estaba dicho.