Siguiendo el consejo de
su médico, a primera hora de la tarde Andrés recorría a paso ligero los 5 km del paseo a orillas del Guadalquivir que daba
justa fama a Coria del Río. Solía hacer dos pases, descansando al final del
primero en los últimos bancos del parque Carlos de Mesa. Sin embargo, ese día
sus piernas necesitaban más camino y no se detuvo. Siguió andando a buen paso
por un sendero de tierra y la vegetación de ribera fue aumentando hasta llegar
a cubrir el cielo. Le agradaba aquél entorno y el frescor de la arboleda le
reconfortaba. El río no se veía desde allí pero sentía que el susurro del
discurrir de sus aguas le llegaba a la mente a través de sus oídos y arrastraba
las inquietudes que en los últimos tiempos tanto le angustiaban.
El fallecimiento de su
mujer no le había sorprendido pues una larga enfermedad fue minando su
fortaleza y el desenlace se produjo dos meses atrás, cuando Amparo contaba 81
años. Su único hijo, tras el sepelio lo
acompañó en los tristes trámites que suceden a la desaparición de una persona
pero, como es natural, su familia lo esperaba en Zaragoza. Recibió innumerables
visitas de condolencias de amigos, vecinos y de los pocos familiares cercanos.
Durante varias jornadas apenas pudo dedicarse a sobrevivir. Sin embargo, la soledad
no se hizo esperar y de repente golpeó su alma.
Desconcertado ante
aquélla nueva sensación, buscó desesperadamente la forma de superar su
aflicción. Poner orden a su alrededor pensó que sería una buena opción sobre
todo porque en los dos últimos años había sido del todo imposible para ellos.
Empezó por el armario de la habitación pequeña, la que usaban a modo de sala de
lecturas.
Allí la encontró. La
abrió despreocupadamente pues, parecía tratarse de una caja de zapatos más,
repleta de los recortes de prensa que su mujer había coleccionado durante años
con la intención de documentar un libro que nunca llegó a escribir. Andrés ya
había destapado varias de aquéllas cajas. Esta tenía aspecto de ser muy antigua
a la vista de que estaba reforzada con varias vueltas de cinta adhesiva
alrededor pero no le llamó atención hasta que al destaparla vio que no eran pedazos
de periódico. No, eran cartas, y empujaban la tapa hacia arriba como si
quisieran salir de su clausura.
Con cuidado tomó entre
sus manos casi todos los documentos y los colocó en forma de abanico encima de
la mesa. Eran cuartillas dobladas por la
mitad, en general blancas, aunque un color amarillento distinguían a las más
antiguas. También había algunas azules, rosas y verdes. Andrés observó que
estaban ordenadas cronológicamente y se asombró al comprobar que la más antigua
estaba fechada en 1946. Permaneció unos minutos frente a la figura geométrica
que componían las cartas. La curiosidad
lo embargaba pero sentía que estaba traicionando a Amparo, que las había
mantenido en secreto. Aunque, si era un secreto ¿porqué las había guardado en
casa? ¿querría ella que él las encontrara? ¿cómo era posible que él nunca
hubiera visto ninguna de aquéllas cartas en el buzón de casa? ¿quién las
enviaba? Tantas preguntas sin respuesta se le agolpaban en la cabeza que,
impulsivamente, cogió la primera de las cartas, la que había estado arriba del
todo de la caja, la primera que vio. Era corta,
estaba fechada un año antes, en 1999 y empezaba de forma simple:
"Hola, espero que te
encuentres mejor de los dolores de piernas y brazos que me comentabas en tu
última carta. Yo también ando regular con la cadera desde que me pusieron la
prótesis hace 2 años. Los años van pasando factura, ¿verdad?. Bueno lo
importante es seguir sumándolos.
Por aquí las cosas van
más o menos bien. A Manuel no lo despidieron al final, con lo preocupados que
estábamos todos. Aunque le han rebajado el sueldo sigue trabajando que en estos
tiempos es para celebrarlo. Mi nieta Amparo ha empezado sus estudios de Bellas
Artes en Sevilla. No es una carrera de mucho futuro, pero ella dice que es lo
que le gusta así que.... Los otros dos, ahí andan sacando a trancas y barrancas
el bachillerato. Por más que les pregunto no tienen ni idea de lo que harán
después. En fin, ya se irá viendo.........."
Andrés leyó con rapidez
el contenido del escrito que contaba algunos acontecimientos de la vida
sencilla de una mujer y su familia más cercana. Sin muchas concreciones, saltaba a la vista que eran sucesos y personas
conocidos previamente por Amparo. Parecía ser una antigua amiga o al menos una
persona querida. Sin embargo, al llegar al final de la redacción, la despedida
le nubló la vista: "Hasta pronto, madre". Entre un garabato
superficial figuraba el nombre de Ana María.
Todas y cada una de las cartas
pasaron por sus manos una y otra vez hasta que pudo hacerse una idea bastante
completa de la vida de Ana María y de la relación con su madre, Amparo.
Descubrió que había nacido en 1936, en plena guerra civil, teniendo Amparo tan
solo 17 años y que la chiquilla había sido bautizada en la parroquia del
Salvador de Sevilla. Su partida de nacimiento también estaba en la caja. Nunca
vivieron juntas, la niña se crió con la abuela Felisa en Lucena, pero siempre
estuvieron en contacto. Sobre todo desde que la muchacha aprendió a escribir
con soltura y empezó a compartir sus experiencias con su madre. Incluso se habían encontrado en algunas
ocasiones en Sevilla, en Córdoba o en Lucena. Nunca en Coria. Ana María tenía 2
hijos y tres nietos de los que daba detalles a su madre desde sus respectivos
nacimientos.
La sorpresa y el lógico
disgusto inicial de Andrés, dejaron paso a un periodo de evaluación y reflexión
sobre el secreto destapado. Se hizo muchas preguntas, intentó entender las
razones de Amparo para ocultarle aquella historia, pero sobre todo sintió
lástima por no haber disfrutado de aquella hija de su mujer. Aprovechaba los
paseos a orillas del río prescritos por su médico para meditar sobre la
decisión que debía tomar. Pero su corazón y su mente no se ponían de acuerdo.
Frenó en seco, dobló la
espalda hacia abajo y con las manos se sujetó en las rodillas. Respiraba
rápido, tenía la cara colorada y el sudor perlaba su frente. De allí no pasaba.
Recuperó el resuello haciendo círculos con sus piernas cansadas y los brazos en
jarra. Según se enfriaba lo vio con claridad en su mente: la buscaría, no sería
tan difícil. Lo tenía claro, quería conocerla. Y empezó el camino de vuelta a casa, ahora
caminando, no debía forzar la máquina. Aún tenía una tarea pendiente, una nueva
ilusión.
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