viernes, 16 de enero de 2015

El Santuario, por Juan Carlos García Reyes




Un resplandor en el horizonte le llamó la atención.

Paseaba por el paseo marítimo de Chipiona a la caída del sol, observando el juego de luces que se formaba al esconderse el astro rey tras las nubes y volver a salir justo antes del ocaso, cuando la luz de la baliza brilló más de lo normal.

Fijó su atención sobre las olas del mar y se percató que la marea estaba inusualmente baja, dejando a la vista la piedra de Salmedina: aquel paraje donde una vez al año, coincidiendo con la mayor bajamar de la temporada, se celebraba un concierto.

Esa circunstancia, le hizo recordar que tenía que acercarse hasta los archivos de la parroquia para buscar una documentación para su tesina sobre la localidad. Debía buscar entre antiguos legajos intentando obtener alguna evidencia de los orígenes o aspectos excepcionales de la bella ciudad costera. Miró entre las estanterías más escondidas, las que acumulaban más polvo, entendiendo que debían de ser las más antiguas.

Por casualidad dio con unos viejos papeles que mostraban el proyecto de la edificación de un monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Una abultado montón de escritos de un tiempo no muy lejano. Releyó, retrayéndose al momento que viviera quien las escribió, a aquella utópica propuesta de levantar un altar dedicado a Jesús en la piedra, en la convulsa época previa a la triste Guerra Civil española. Incluso la contestación de la Santa Sede congratulándose de la idea, pero a la vez desechándola por impropia en aquella agitada etapa de la historia. Leía los documentos, creyendo que eran un amplio detalle de lo que el ingeniero sevillano Mario Pérez de Olivares había diseñado.

De pronto, cuando se había relatado todo lo exponible, una duda asaltó su mente. ¿Qué serían entonces aquellos documentos guardados bajo una fina capa de cuero y cerrados con una delgada cinta de color marrón, que acompañaban a lo leído? Se dispuso a abrirlos con cautela, con delicadeza, entendiendo que debía ser algo importante. Lo que vio lo dejó sin palabras. Tenía ante sus ojos una documentación más antigua que la anterior, de un pasado muy lejano. Estaban escritos en latín, a tinta, en una escritura cursiva y en desuso. Comenzó a leerlos y a traducirlos de continuo, sin remisión.

“Yo, Marco Emilio Lépido, Pontífice Máximo de Roma, sufrago de mi propia hacienda, la construcción de un templo dedicado a la diosa Minerva, protectora de Roma, en el mismo lugar donde los fenicios levantaron un templo dedicado a la diosa Astarté, protectora de la naturaleza, la vida y la fertilidad.”

Tenía ante sí, la constatación que durante tanto tiempo el arqueólogo alemán Adolf Shulten había buscado con tanto ahínco, intuyendo la construcción de un edificio de grandes dimensiones en la piedra Salmedina. Se enorgulleció de ser el depositario de una valiosa reliquia que sabría administrar con sabiduría y templanza. Sabía que lo que reposaba con delicadeza entre sus manos era la confirmación de la presencia romana en la ciudad, y que por tanto podía empezar a rehacer su tesina. Haría suyas las palabras del cónsul y triunviro con Augusto y Antonio. Relataría sin remisión, que Chipiona, la ciudad que daba paso al devenir del río Guadalquivir; la que había sido la puerta hacia Tartessos, tenía una historia oculta y ahora descubierta.

Siguió leyendo los documentos, tratando de encontrar alguna alusión a la famosa cena que mantuvo el cónsul con Julio César la noche antes de su asesinato. O tal vez, la confirmación, en sus propias palabras, de la conversión de Sexto Pompeyo al redil romano tras la muerte del dirigente y que le valieran una “supplicatio” a manos de Marco Antonio.

Nada de eso encontró, tan sólo la valiosa información sobre la edificación de un lugar de culto durante el periodo romano y, a su vez, el mismo hecho en época fenicia.

Al salir de los archivos de la parroquia, volvió sobre sus pasos para volver a observar la piedra Salmedina. Para ver de nuevo aquella luz que le presagiara la suerte de haber encontrado los documentos, sin percatarse que alguien, que le había observado en el interior de la iglesia sin ser visto, le seguía a distancia con su mano reposando en la culata de un revólver.

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