jueves, 19 de octubre de 2017

Dudas existenciales, por Luisa Yamuza Carrión



Se abren las puertas dejando entrar una luz cegadora hasta la mitad de la estancia. Una bocanada de aire hace aún más intenso el aroma floral del lugar. Fuera hay cientos de cabezas pegadas unas a otras. Se hace un silencio momentáneo. Después la música. Es la señal.

Desde hace días hay movida. A mi alrededor ha habido conversaciones y opiniones para todos los gustos. Luego se ha iniciado el protocolo habitual. No sé cuántos ropajes me han echado encima ni cuántos ornamentos. Lo último es la decoración del medio de transporte. Entonces, sé que queda menos.

El cielo es de un azul intenso. Del mismo color que las camisas de los hombres. Cuellos perfectamente planchados. Corbatas a juego, pañuelo en el bolsillo de la americana. Zapatos impolutos. En las mujeres hay más variedad de colores, pero todos los vestidos son incómodos. Lo tacones aún más incómodos. Charlan sin parar. Los niños incordian. Aguantan el tirón, aunque preferirían estar jugando a la play

Nunca pensé que este sería mi destino. Me consta que el creador puso todo el empeño en mi. Quizás demasiado. A menudo la perfección es una cruz. Yo creí que mi vida sería más discreta. Sin embargo, desde el primer minuto he sido el centro de atención de todas las miradas. ¿Será que me hicieron para esto exactamente? No me gusta, ni lo entiendo, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Tampoco puedo contestar a las personas que me hablan. Se colocan delante de mi muy quietos y me cuentan lo que les pasa. No siempre ocurre, pero en la mayoría de las ocasiones me piden cosas que yo nunca puedo darles. Me gustaría poder decírselo, pero no puedo. También están los que me dan las gracias por cosas que no he hecho. Con los ojos iluminados muestran su alegría y no sé cómo explicarles que no tengo nada que ver. Ante esta impotencia, reconozco que suelo desconectar mi atención o sencillamente, echarme una siesta. Que nadie se ofenda.

Por momentos la música se hace más estridente. El calor y la lentitud del acto hace mella en las fuerzas de los músicos. Un ramillete de globos de colores se escapa hacia el universo, ¡por fin libres! Los vendedores de almendras garrapiñadas tienen los cestos casi vacíos. Los puestos de nubes de azúcar, patatas y bebidas frías acompañan a la comitiva con el ruido de los generadores. Gente y más gente. Como hormigas se acercan al espectáculo, lo miran y se van. Los bares y cafeterías están a rebosar.

Y luego están los paseítos por la ciudad. Entonces puedo sentir las miradas excitadas y suplicantes de tantas personas como una losa de emociones volcadas sin permiso sobre un mismo objeto; yo. Yo que no soy nada más que un trozo de madera. Exquisitamente tallado, eso sí. Pero nada más. Lo llaman fe. No logro comprender esa palabra: fe. A mí me parece más bien locura. Aunque afecta a tantos que no es creíble que todos hayan perdido la cordura. ¿Porqué me haré tantas preguntas que no tienen respuesta? Hay días que una no está positiva...

Aplausos. Se cierran las puertas con un crujido de maderas nobles enfrentadas. Las velas se apagan de una en una dejando un agradable olor a cera caliente. Las voces se van alejando. De repente todo está oscuro. Silencio. 

Vuelvo a estar sola. Con las flores marchitas, los ropajes llenos de polvo, la cara ennegrecida. Por fin todo ha acabado y puedo descansar. Mañana será otro día.

No hay culpable, por Esther Pujol



¿Qué pasará conmigo ahora? ¿Qué será de mí? Temo que me retiren de mi solariega vida y me confinen a un lugar donde nadie ya me recuerde.

En mi casi arqueológica vida he conocido muchas rubias como la protagonista de esta historia. Solían entablar conversación con el hijo del mesero. Y, éste, que tenía complejo de galante galán, las escuchaba con fingida atención mientras les arrimaba vasos de cerveza fresca que ayudaban a mitigar la sed, a la vez que cumplían con la misión. Ésta rubia, concretamente, provenía de una tierra llamada Manchester. Un pueblo al norte de Inglaterra oí que le decía. Al parecer un país frío y lluvioso; nada que ver con la turística y soleada España.

Pobre mujer, de haber sabido el trágico final que le esperaba, no se hubiese embarcado en semejante viaje.

Pues bien, las amigas de Catherine, porque es así como se llamaba, idearon un tour completo para visitar los pueblos más bellos de Andalucía. Aquel desafortunado día hallábase en Mijas, la tierra del barro que me vio nacer. Disfrutaban de una de las atracciones turísticas de la España rural. Un magnífico, aunque tortuoso paseo a lomos de un burro, por las angostas calles del municipio. Así fue como le vendieron el bendito paseo.

Lo de tortuoso no, eso lo añado yo de mi propia cosecha, que sé lo que es viajar al compás de la bestia. Como os decía, lo presencié todo desde la ventana y puedo asegurar que hacía un calor asfixiante. Más de cuarenta grados a la sombra. Así que imagínense a pleno sol. La señorita en cuestión se había esmerado en preparar la excursión, pues ya le habían advertido las chicas del club de cricket, allá en su adorada e invernal Inglaterra, que sería un viaje por muchos motivos inolvidable. Pero a pesar del gorro, las gafas y el ligero atuendo, no fue capaz de soportar, ni un minuto más, los despiadados rayos de sol. El cuerpo menudo y frágil de nuestra querida Catherine se movía cual marioneta, zarandeada por el vaivén que marcaba el ritmo de los cuartos traseros del animal al andar.

Agarró la cantimplora y bebió hasta la última gota lo que quedaba en ella. Pero no fue suficiente, y en un brillo de lucidez atinó a bajarse del burro para acercarse al mesón donde el viejo patrón veía pasar las horas, sentado en una silla de nea, a la sombra de una casa que había sobrevivido a tiempos de guerra y mancilla.
    - Buenas, señor - saludó nuestra amiga en español con un marcado acento inglés.

El viejo sintió tanta lástima al ver a la mujer tan roja y sofocada que le ofreció agua sin dar oportunidad a que ella se la pidiera.

-          Beba - le dijo con voz áspera señalando un botijo de agua que descansaba sobre el alfeizar de la ventana.

Catherine no lo dudó y se acercó a la extraña vasija de barro. Me agarró por el asa y me sostuvo como quién tiene un extraño objeto entre sus manos. El viejo retiró el tapón que cubría el agujero y con un gesto le indicó a la mujer cómo debía hacerlo.

El agua, que procedía de un manantial de la sierra, se creyó en libertad y brotó salvaje del pitorro hacia la garganta de la mujer que en un principio sintió alivio al tragar, y al hacerlo, experimentó la placentera sensación de quien riega los órganos del cuerpo y sintió que, de nuevo, éste, florecía.

Tan sumida estaba en la satisfacción de saciar tan vital necesidad que no sintió que debía parar, y el agua ya desbordada halló otros recovecos por donde escabullirse. Tan fresca y llena de vida pensó que manaba del río sin saber que inundaba a la pobre Catherine. Aquella mujer, que no supo cómo parar el diabólico artefacto, murió ahogada ante mis ojos y los atónitos ojos del viejo patrón. 

miércoles, 18 de octubre de 2017

Augusta la viajera, por Mónica Sánchez




Era una mañana fría de noviembre cuando te sacaron a la fuerza de tu rincón calentito arrastrada por una uña. Te separaron de tus amigos los verdes, aunque luego tardastes poco  tiempo en volver a pasar una larga temporada al calor de un cuerpo humano.

 Como iba diciendo, saliste a rastras de tu escondite y te quedaste fijada en las manos de aquel niño. Allí tampoco estabas mal. Se me viene a la memoria el momento en que, sin saber como, en un gesto de replicación de ti misma, te mulplicaste por mil a la velocidad de la luz cuando metió sus manos en un bebedero de perros. Pero muchas de tus homólogas desfallecieron cuando el humano grande las impregnó de ese veneno viscoso con olor a flores que hace espuma. Eso, y la cascada de agua que vino después. Suerte que la inundación solo duró unos segudos y te aferrastes a la vida sin uñas ni dientes.

 En tu nuevo refugio te encontraste a muchas compañeras más, de varias formas y tipos. Recuerdo que había un nutrido grupo de ellas que tenían formas de habichuelas, ¡qué simpáticas!.

Pero tú, Augusta, siempre tuviste grandes aspiraciones. Fuiste la más rápida de tu promoción, y destacabas por tu agilidad y rapidez para desplazarte.  Luchastes duro para sobrevivir y ganarte un buen destino. Un sitio de honor donde mantuvieras tu liderazgo y no tuvieras que arriesgar el tipo en cada anegación. De las manos pasaste al móvil, y de ahí saltaste a la boca, y en menos que dura un trago, te estabas duplicando incesablemente en las profundidades del aparato digestivo. Así que formásteis una gran colonia hasta haceros dueñas y señoras de todo un paraíso de metros y metros de cómodas paredes tubulares .  Y es que, querida amiga Augusta, no hay quién os vea, ni os huela, ni os escuche, pero quien os posee, termine buscando a un matasanos.