¿Qué pasará
conmigo ahora? ¿Qué será de mí? Temo que me retiren de mi solariega vida y me
confinen a un lugar donde nadie ya me recuerde.
En mi casi arqueológica vida he conocido muchas rubias como la protagonista de esta historia. Solían entablar conversación con el hijo del mesero. Y, éste, que tenía complejo de galante galán, las escuchaba con fingida atención mientras les arrimaba vasos de cerveza fresca que ayudaban a mitigar la sed, a la vez que cumplían con la misión. Ésta rubia, concretamente, provenía de una tierra llamada Manchester. Un pueblo al norte de Inglaterra oí que le decía. Al parecer un país frío y lluvioso; nada que ver con la turística y soleada España.
Pobre mujer,
de haber sabido el trágico final que le esperaba, no se hubiese embarcado en
semejante viaje.
Pues bien,
las amigas de Catherine, porque es así como se llamaba, idearon un tour
completo para visitar los pueblos más bellos de Andalucía. Aquel desafortunado
día hallábase en Mijas, la tierra del barro que me vio nacer. Disfrutaban de
una de las atracciones turísticas de la España rural. Un magnífico, aunque
tortuoso paseo a lomos de un burro, por las angostas calles del municipio. Así
fue como le vendieron el bendito paseo.
Lo de
tortuoso no, eso lo añado yo de mi propia cosecha, que sé lo que es viajar al
compás de la bestia. Como os decía, lo presencié todo desde la ventana y puedo
asegurar que hacía un calor asfixiante. Más de cuarenta grados a la sombra. Así
que imagínense a pleno sol. La señorita en cuestión se había esmerado en
preparar la excursión, pues ya le habían advertido las chicas del club de
cricket, allá en su adorada e invernal Inglaterra, que sería un viaje por
muchos motivos inolvidable. Pero a pesar del gorro, las gafas y el ligero
atuendo, no fue capaz de soportar, ni un minuto más, los despiadados rayos de
sol. El cuerpo menudo y frágil de nuestra querida Catherine se movía cual
marioneta, zarandeada por el vaivén que marcaba el ritmo de los cuartos traseros
del animal al andar.
Agarró la
cantimplora y bebió hasta la última gota lo que quedaba en ella. Pero no fue
suficiente, y en un brillo de lucidez atinó a bajarse del burro para acercarse
al mesón donde el viejo patrón veía pasar las horas, sentado en una silla de
nea, a la sombra de una casa que había sobrevivido a tiempos de guerra y
mancilla.
- Buenas,
señor - saludó nuestra amiga en español con un marcado acento inglés.
El viejo
sintió tanta lástima al ver a la mujer tan roja y sofocada que le ofreció agua
sin dar oportunidad a que ella se la pidiera.
-
Beba - le
dijo con voz áspera señalando un botijo de agua que descansaba sobre el
alfeizar de la ventana.
Catherine no
lo dudó y se acercó a la extraña vasija de barro. Me agarró por el asa y me
sostuvo como quién tiene un extraño objeto entre sus manos. El viejo retiró el
tapón que cubría el agujero y con un gesto le indicó a la mujer cómo debía
hacerlo.
El agua, que
procedía de un manantial de la sierra, se creyó en libertad y brotó salvaje del
pitorro hacia la garganta de la mujer que en un principio sintió alivio al
tragar, y al hacerlo, experimentó la placentera sensación de quien riega los
órganos del cuerpo y sintió que, de nuevo, éste, florecía.
Tan sumida
estaba en la satisfacción de saciar tan vital necesidad que no sintió que debía
parar, y el agua ya desbordada halló otros recovecos por donde escabullirse.
Tan fresca y llena de vida pensó que manaba del río sin saber que inundaba a la
pobre Catherine. Aquella mujer, que no supo cómo parar el diabólico artefacto,
murió ahogada ante mis ojos y los atónitos ojos del viejo patrón.
¡El primer muerto del curso!
ResponderEliminarBuen relato Esther. !Enhorabuena¡
Tenía muchas ganas de leerlo, como me fui corriendo...