jueves, 19 de octubre de 2017

No hay culpable, por Esther Pujol



¿Qué pasará conmigo ahora? ¿Qué será de mí? Temo que me retiren de mi solariega vida y me confinen a un lugar donde nadie ya me recuerde.

En mi casi arqueológica vida he conocido muchas rubias como la protagonista de esta historia. Solían entablar conversación con el hijo del mesero. Y, éste, que tenía complejo de galante galán, las escuchaba con fingida atención mientras les arrimaba vasos de cerveza fresca que ayudaban a mitigar la sed, a la vez que cumplían con la misión. Ésta rubia, concretamente, provenía de una tierra llamada Manchester. Un pueblo al norte de Inglaterra oí que le decía. Al parecer un país frío y lluvioso; nada que ver con la turística y soleada España.

Pobre mujer, de haber sabido el trágico final que le esperaba, no se hubiese embarcado en semejante viaje.

Pues bien, las amigas de Catherine, porque es así como se llamaba, idearon un tour completo para visitar los pueblos más bellos de Andalucía. Aquel desafortunado día hallábase en Mijas, la tierra del barro que me vio nacer. Disfrutaban de una de las atracciones turísticas de la España rural. Un magnífico, aunque tortuoso paseo a lomos de un burro, por las angostas calles del municipio. Así fue como le vendieron el bendito paseo.

Lo de tortuoso no, eso lo añado yo de mi propia cosecha, que sé lo que es viajar al compás de la bestia. Como os decía, lo presencié todo desde la ventana y puedo asegurar que hacía un calor asfixiante. Más de cuarenta grados a la sombra. Así que imagínense a pleno sol. La señorita en cuestión se había esmerado en preparar la excursión, pues ya le habían advertido las chicas del club de cricket, allá en su adorada e invernal Inglaterra, que sería un viaje por muchos motivos inolvidable. Pero a pesar del gorro, las gafas y el ligero atuendo, no fue capaz de soportar, ni un minuto más, los despiadados rayos de sol. El cuerpo menudo y frágil de nuestra querida Catherine se movía cual marioneta, zarandeada por el vaivén que marcaba el ritmo de los cuartos traseros del animal al andar.

Agarró la cantimplora y bebió hasta la última gota lo que quedaba en ella. Pero no fue suficiente, y en un brillo de lucidez atinó a bajarse del burro para acercarse al mesón donde el viejo patrón veía pasar las horas, sentado en una silla de nea, a la sombra de una casa que había sobrevivido a tiempos de guerra y mancilla.
    - Buenas, señor - saludó nuestra amiga en español con un marcado acento inglés.

El viejo sintió tanta lástima al ver a la mujer tan roja y sofocada que le ofreció agua sin dar oportunidad a que ella se la pidiera.

-          Beba - le dijo con voz áspera señalando un botijo de agua que descansaba sobre el alfeizar de la ventana.

Catherine no lo dudó y se acercó a la extraña vasija de barro. Me agarró por el asa y me sostuvo como quién tiene un extraño objeto entre sus manos. El viejo retiró el tapón que cubría el agujero y con un gesto le indicó a la mujer cómo debía hacerlo.

El agua, que procedía de un manantial de la sierra, se creyó en libertad y brotó salvaje del pitorro hacia la garganta de la mujer que en un principio sintió alivio al tragar, y al hacerlo, experimentó la placentera sensación de quien riega los órganos del cuerpo y sintió que, de nuevo, éste, florecía.

Tan sumida estaba en la satisfacción de saciar tan vital necesidad que no sintió que debía parar, y el agua ya desbordada halló otros recovecos por donde escabullirse. Tan fresca y llena de vida pensó que manaba del río sin saber que inundaba a la pobre Catherine. Aquella mujer, que no supo cómo parar el diabólico artefacto, murió ahogada ante mis ojos y los atónitos ojos del viejo patrón. 

1 comentario:

  1. ¡El primer muerto del curso!
    Buen relato Esther. !Enhorabuena¡
    Tenía muchas ganas de leerlo, como me fui corriendo...

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