Mientras la voluntaria de
protección civil le pone la camiseta, se lo anuncia.
<< Manuel, en
septiembre solo hay baños los fines de semana, ¿vale?>>
Manuel asiente mientras
arruga el ceño <<Todos los años igual. Alcalde miserable >>masculla
entre dientes.
Se despide de la muchacha
de mala gana mientras acciona levemente el joystick de la silla. Gira en
redondo, sube la rampa y toma el carril bici del paseo marítimo a toda
velocidad. Los negros ojos cuarteados por el sol, le chispean.
Para Manuel, el verano es
la mejor estación del año por los baños en el mar. Dos veces al día, con una
silla acuática y dos voluntarios se sumerge en el agua salada y se siente menos
pesado, más libre. Es una libertad muy relativa, lo sabe, pero para él
suficiente. Desde los veintiocho años tiene una enfermedad degenerativa, da
igual el nombre.
<<Todas son igual de jodidas>>
suele decir si le preguntan.
A estas alturas, el
nombre de las cosas no le importa. Solo le interesa las sensaciones que aún
puede sentir: la temperatura del agua, su sabor salado, los tibios rayos del sol
sobre la piel, una mirada amable, una conversación sincera...
Cuando la vida se hizo
más difícil, vendió todo lo que tenía y se instaló de alquiler en un piso
pequeño cerca de la playa. Pasados más de veinticinco años no puede mover casi
ningún músculo. Incluso hablar empieza a costarle. Cada seis meses el
ayuntamiento le asigna una cuidadora distinta. Por eso presume de que lo han
visto desnudo la mitad de las mujeres del pueblo.
El invierno es peor. Sustituye
los baños por las películas de Clint Eastwood. Se bebe los libros de detectives
y no falla a la tertulia de las cuatro, recién termina el almuerzo en el bar de
la esquina. Pero de regreso a casa, el tiempo parece detenerse. Menos mal que
tiene a Florita.
Florita lo visita los
domingos por la tarde. Al principio, el vecindario se escandalizó cuando
empezaron a ver mujeres de dudosa condición llegando a la casa de Manuel. Él
también se avergonzaba, tiene que reconocerlo. Pero al final, todos se
acostumbraron. Aquellas mujeres trataban de saciar los deseos sexuales de
Manuel con profesionalidad. Pero Manuel no estuvo a gusto hasta que apareció Florita,
una guatemalteca dulce que convirtió en deliciosas esas horas dominicales. Su
piel brillante, los cabellos negros, muy lisos, el perfume de lilas colándose por
las rendijas de la puerta de la casa de Manuel. Todo hacía que la calentura invadiera
cada parte de su cuerpo desgastado. El son de Bebo Valdés y la paciencia de la mujer
hicieron el resto. Llegaron a un acuerdo, nunca serían más que lo que eran,
cliente y meretriz, pero con contrato fijo. A pesar de eso, se tenían cariño.
Se trataban con mimo. Para él, el domingo es un regalo de los dioses, por fin
algo bueno en su vida. Para ella, la ocasión de ser la favorita por un día.
Todos los que conocen a Manuel
lo definen como un hombre alegre, optimista. No podrían imaginar siquiera que algunas
veces se rebela ante las circunstancias que le han tocado en suerte. No lo
puede remediar. Entonces, carga al máximo la batería de la silla y enfila la
carretera de los pinares hasta que llega a la torre medieval en lo alto del
acantilado.
<<Aquí venía
corriendo antes de todo>> recuerda.
Se acerca al filo del precipicio,
estira la cabeza con esfuerzo y mira hacia abajo, donde las rocas reciben la
fuerza del mar. Así se queda un rato, combatiendo la soberbia del levante, con
los cabellos embravecidos que le dan el aspecto de un guerrero celta. Si cierra
los ojos tiene la tentación de pulsar ligeramente la palanca y poner fin a su
historia.
<<No pasaría nada, uno menos>>
piensa.
Pero, entonces, siempre
le ocurre lo mismo. Se acuerda de Florita, de sus piernas abiertas sobre él,
del calor de sus manos, del maravilloso olor a lilas...
<<Qué triste se
pondría Florita>> se dice.
Y se da la vuelta y el
aire seca sus lágrimas en el camino de regreso y se jode porque sigue vivo. En
su cabeza lleva un único pensamiento:
<<Ya falta menos para el domingo>>
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