Durante su última noche en la casa habían estado a punto de no contarlo. Fue el padre quien dio la alarma. Lo sé porque sentí su voz de pánico. Los gritos reverberaron en un espacio vacío ahora de muebles.
El hombre —que luchaba a la desesperada contra el sopor que
amenazaba con paralizarlo— Consiguió con gran esfuerzo despertar a su esposa.
Luego ambos, tambaleantes por el mareo y
las náuseas, recorrieron la distancia hasta el cuarto de los niños.
Allí apenas había penetrado aún el gas y desde aquella ventana
consiguieron salir al aire libre del jardín. La familia
había estado ultimando la mudanza durante aquella jornada. Yendo y viniendo con la furgoneta alquilada, vaciando las dependencias de muebles y cachivaches. Al llegar la noche se durmieron pronto. Estaban
agotados. La noche siguiente dormirían ya lejos de aquí.
Un año antes había ocurrido lo de los intrusos.
La familia tuvo que cerrar su casa temporalmente para cuidar un tiempo a una
abuela convaleciente que vivía fuera de la ciudad.
Me cuesta recordarlo, e incluso me parece que no hubiera
ocurrido nunca —supongo que lo viví como una experiencia
traumática—. Pero el hecho fue que aprovechando aquella
circunstancia los intrusos llegaron. Era un día claro de abril y tras forzar la cerradura, se instalaron con muy escasa consideración. Parecía que en lugar de habitar una casa ajena estuvieran
levantando un campamento de verano. Cuando los vecinos avisaron a la familia
era ya demasiado tarde y la parsimonia legal
para echar a aquella gente apenas acababa de echar a rodar. No digo que la novedad que representaban los intrusos
no fuese divertida durante un tiempo. Pero al final lo pusieron todo patas
arriba. Su estilo de vida era anárquico y de una arbitrariedad tan obscena que acabaron por cansarme.
Y así fue que, en mitad de una noche cualquiera, empezó a desatarse toda una extraña disonancia de chirridos estridentes. A los intrusos
se les heló la sangre. La casa crujía como las cuadernas de un barco en medio de una tempestad. Aterrorizados y sin saber a qué achacar aquel
fenómeno acabaron por marcharse
para siempre.
El regreso de los legítimos propietarios fue como retomar
un idilio que se había interrumpido bruscamente. Repararon con mimo todos los desperfectos que había ocasionado la barahúnda de
ocupas y, con sus maneras cálidas de familia
feliz, pudo restablecerse de nuevo el hogar que yo siempre había albergado. Por eso me resultó tan chocante, un ultraje, en cualquier caso,
cuando comenzaron a hablar sobre la posibilidad de largarse a otra parte con su hogar de familia feliz. Decían necesitar algo más espacioso y con mejor distribución, un jardín más grande, mejores vistas sí, pero ni una palabra sobre la lealtad que una familia debe a la morada en la que han nacido sus hijos. ¿acaso no había arriesgado yo mi reputación para echar a los intrusos con
aquel numerito de casa encantada?
La traición se consumó y compraron una casa
basta y ordinaria con
piscina, plantas amplias y un gran porche. Fue la última noche,
antes de abandonarme definitivamente cuando ocurrió el accidente ¿quién hubiera pensado que el tiro de la chimenea podría obstruirse? Es cierto que nunca antes había ocurrido nada semejante. Pero estas cosas suceden. Todos los inviernos, en los periódicos aparecen noticias así. “el asesino silencioso” ¿No es así
como llaman al monóxido de carbono? ...Un fuego al que le va faltando aire, una mala combustión. Una familia que —con las
camas ya desmontadas— dormita sobre colchones tirados en el suelo durante la última noche que pasaran en la vieja casa.
La chicharra del teléfono móvil —nunca me gustaron esos chismes — sonó entonces. El padre escuchó la estridencia acrecentada por el eco del espacio vacío de mobiliario. Aún aturdido advirtió lo que ocurría. Una delgada cortina de humo neblinoso se extendía ya
por el salón.
La familia se salvó ya mí me colgaron un cartel que rotulaba mi nuevo estado de casa en venta. Al principio vinieron algunos curiosos a
verme, alguna
familia
incluso llegó a parecer sinceramente interesada o quizá yo solo me engañaba añorando la
posibilidad de volver a albergar de nuevo un hogar. Pero han
pasado años y el rótulo sigue puesto, ya nadie viene a verme. Alguien me colgó el sanbenito de casa encantada. Hubo rumores maledicentes sobre el enojoso asunto de la chimenea obstruida.
Me deterioro lentamente. Toda casa que se precie necesita una familia. Mi memoria de vieja residencia se desvanece. Y ya ni
siquiera sé si es verdad que una vez gocé del hogar y de la estima
de
una familia feliz.
UNA FAMILIA FELIZ
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