sábado, 14 de octubre de 2017

Fanny y el laberinto sueco, por Carlos Abril.

Tu te llamabas Fanny y eras paraguaya. Estabas cerca de los cincuenta y tenías hombros y brazos robustos, la piel del cuello firme y los pómulos marcados. Llevabas el pelo corto y teñido con un color que en realidad yo no sabría decir. Tenías unas manchitas de una coloración cárdena sobre las mejillas y decías que eran por el sol de España. Ya desde el principio se hizo evidente que hablabas mucho y que te reías después, justo antes de volver a hablar. Eras una de esas personas que no transigen con el silencio, de esa clase que en el cine, durante la proyección, no se calla ninguna de sus intuiciones sobre el desarrollo de la trama.

Tu te llamabas Fanny— así con doble ene—y tenías la costumbre de hablar muy bien de ti y decías como toda la gente de tu entorno te tenía por una persona de mucha agudeza psicológica. —Yo soy muy sincera— me dijiste, fingiendo una falsa resignación. Y yo entonces me puse tenso, porque siempre me pongo tenso, cuando una persona me dice que es muy sincera.

La segunda vez que nos vimos fue para acudir juntos a esa gran tienda sueca, de muebles estilo funcional y cosas del hogar. El plan a mí no me seducía porque me provoca aversión ese tipo de tiendas pero sería nuestra segunda cita y me faltó espontaneidad para decirte que no. A ti en cambio te parecía una manera agradable de pasar la tarde y de paso conocernos un poco mejor.

Ya de camino en el coche me contabas sobre tu vida mientras conducías y recuerdo como nos introdujimos de pronto en la sombra del gigantesco garaje de los almacenes y yo sentí como si nos hubiera engullido una montaña.


Luego en el tránsito de las escaleras mecánicas me hablaste de tu decisión de emigrar a España. De cómo a tu marido se le fue la cabeza con lo del juego y lo perdísteis todo, con lo mucho que os había costado levantar aquella pequeña cadena de restaurantes que teníais. Y luego con esa naturalidad tuya me contaste como te marchaste de tu país para no volver, cogiendo un vuelo hacia Madrid, con una maleta en una mano y a tu hija pequeña de la otra. Luego nos situamos sobre la línea de salida de aquel pasillo que recorría la enorme extensión e iniciamos la marcha en la dirección que indicaban las flechas.

El pasillo interminable estaba lleno de recodos y se asomaba a multitud de expositores con muebles de salón —remedando hogares de mentira— como estudios de cine o televisión. Había mucho bullicio a aquella hora y a mí me provocó cierta aflicción aquel ambiente frío de la iluminación artificial, y que no hubiera ninguna ventana al exterior.

Tu te movías con destreza entre todo aquello, calibrando las calidades, la funcionalidad, revisando con atención aquellas etiquetas perfectas, con su precisión de acta notarial, referencias, códigos, modelos, precios, etc. Yo en cambio fingía ya una falsa seguridad, como cuando uno siente miedo en un lugar público, sin motivo que lo justifique, e intenta conducirse con despreocupación. Había muchos objetos (ya lo había olvidado desde la última vez) que se repetían hasta la saciedad, o que apenas diferían, como una musiquilla que varía sobre un tema central que se repite siempre.

Había muebles de líneas básicas, lámparas articuladas, mesitas, estanterías, cubiertos, maceteros, cajas para ordenar, sillas y sillones, espejos, cortinas, lavabos y un surtido inacabable de tantas otras cosas. Tu entonces dejaste de hablar sobre tu vida para saltar sobre las vicisitudes de los pacientes que acudían a tu consulta de masaje quiropráctico,y yo sentí algo parecido a una punzada de vértigo, como un montañero que cuando cree estar alcanzando la cumbre descubre que la montaña es aún mucho más alta de lo que en realidad parecía. Hablabas sin desatender todos aquellos artículos de la tienda que reclamaban tu valoración y yo me interrogaba sobre como aquellos muebles de un estilo funcional y minimalista, más propios de un país nórdico podían estar causando tanto entusiasmo en una ciudad del sur de España. Tu entonces me sacudiste el brazo para reclamar mi atención porque decías que no te estaba escuchando.

Pero mi concentración se dispersaba sin remedio y yo fantaseé sobre la temible posibilidad de quedar encerrado en aquella tienda, o peor aún, secuestrado por unos terroristas chechenos junto a toda aquella multitud. Y valoré que al menos habría sillas y sillones, e incluso sofás y camas sobre los que hacer más cómoda la angustiosa espera.

Después recorrimos el tránsito final, yo tenía ganas de huir, pero aguanté sin apenas acelerar el paso. Desembocamos a la zona de almacén y recuerdo que tuve la sensación, en aquella desnudez sombría, de haber salido de una función por la puerta trasera de un teatro. Y yo entonces, fatigado como estaba, sólo deseaba pagar las dos bombillas que había elegido como compra testimonial e irme de allí. Y entonces Fanny subimos a tu coche en el garaje y salimos de allí como unos pececitos que huyen de la digestión de una ballena y creo que luego fuimos a tomar algo y tú seguiste hablando Fanny, pero ya no recuerdo de que. Y esa fue la última vez que te vi.

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