Era una mañana fría de noviembre cuando te sacaron a la fuerza de
tu rincón calentito arrastrada por una uña. Te separaron de tus amigos los
verdes, aunque luego tardastes poco
tiempo en volver a pasar una larga temporada al calor de un cuerpo
humano.
Como iba diciendo, saliste a rastras de tu escondite y te quedaste
fijada en las manos de aquel niño. Allí tampoco estabas mal. Se me viene a la
memoria el momento en que, sin saber como, en un gesto de replicación de ti
misma, te mulplicaste por mil a la velocidad de la luz cuando metió sus manos
en un bebedero de perros. Pero muchas de tus homólogas desfallecieron cuando el
humano grande las impregnó de ese veneno viscoso con olor a flores que hace
espuma. Eso, y la cascada de agua que vino después. Suerte que la inundación
solo duró unos segudos y te aferrastes a la vida sin uñas ni dientes.
En tu nuevo refugio te encontraste a muchas compañeras más, de
varias formas y tipos. Recuerdo que había un nutrido grupo de ellas que tenían
formas de habichuelas, ¡qué simpáticas!.
Pero tú, Augusta, siempre tuviste grandes aspiraciones. Fuiste la
más rápida de tu promoción, y destacabas por tu agilidad y rapidez para
desplazarte. Luchastes duro para
sobrevivir y ganarte un buen destino. Un sitio de honor donde mantuvieras tu
liderazgo y no tuvieras que arriesgar el tipo en cada anegación. De las manos
pasaste al móvil, y de ahí saltaste a la boca, y en menos que dura un trago, te
estabas duplicando incesablemente en las profundidades del aparato digestivo.
Así que formásteis una gran colonia hasta haceros dueñas y señoras de todo un
paraíso de metros y metros de cómodas paredes tubulares . Y es que, querida amiga Augusta, no hay quién
os vea, ni os huela, ni os escuche, pero quien os posee, termine buscando a un
matasanos.
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