miércoles, 18 de octubre de 2017

Augusta la viajera, por Mónica Sánchez




Era una mañana fría de noviembre cuando te sacaron a la fuerza de tu rincón calentito arrastrada por una uña. Te separaron de tus amigos los verdes, aunque luego tardastes poco  tiempo en volver a pasar una larga temporada al calor de un cuerpo humano.

 Como iba diciendo, saliste a rastras de tu escondite y te quedaste fijada en las manos de aquel niño. Allí tampoco estabas mal. Se me viene a la memoria el momento en que, sin saber como, en un gesto de replicación de ti misma, te mulplicaste por mil a la velocidad de la luz cuando metió sus manos en un bebedero de perros. Pero muchas de tus homólogas desfallecieron cuando el humano grande las impregnó de ese veneno viscoso con olor a flores que hace espuma. Eso, y la cascada de agua que vino después. Suerte que la inundación solo duró unos segudos y te aferrastes a la vida sin uñas ni dientes.

 En tu nuevo refugio te encontraste a muchas compañeras más, de varias formas y tipos. Recuerdo que había un nutrido grupo de ellas que tenían formas de habichuelas, ¡qué simpáticas!.

Pero tú, Augusta, siempre tuviste grandes aspiraciones. Fuiste la más rápida de tu promoción, y destacabas por tu agilidad y rapidez para desplazarte.  Luchastes duro para sobrevivir y ganarte un buen destino. Un sitio de honor donde mantuvieras tu liderazgo y no tuvieras que arriesgar el tipo en cada anegación. De las manos pasaste al móvil, y de ahí saltaste a la boca, y en menos que dura un trago, te estabas duplicando incesablemente en las profundidades del aparato digestivo. Así que formásteis una gran colonia hasta haceros dueñas y señoras de todo un paraíso de metros y metros de cómodas paredes tubulares .  Y es que, querida amiga Augusta, no hay quién os vea, ni os huela, ni os escuche, pero quien os posee, termine buscando a un matasanos.

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