A veces me pregunto cómo
he llegado hasta aquí.
Un día, las luces me cegaron y me sentí extraña,
desubicada. Al principio pensé que esta situación sería insoportable, pero con
el paso de los días mis pupilas se acostumbraron y me pareció que aquí no se
está tan mal.
Iluminada, cientos de ojos se posan sobre mí a diario. No
importa, mi imagen siempre fui foco de miradas apasionadas y yo me serví de esa
debilidad ajena. Ni siquiera él, el de los milagros, pudo resistirse a mis encantos.
Yo también sucumbí a sus manos y a sus
deseos. Claro, con aquélla voz y aquéllos relatos exaltados y aquél cuerpo
delgado, fibroso y aquéllos abrazos...Porque fui su musa, su amante, el mundo
me despojó de dignidad pero los artistas y los librepensadores me alabaron
hasta la saciedad.
Ahora que solo soy una estampa de lo que fui, subsisto
glorificada en esta casa donde se supone que él habita, aunque yo no lo he
visto nunca. De hecho, creo que jamás estuvo aquí. Rodeada de filigranas y
escudos de piedra, muertos en alabastro, paños de terciopelo, tallas preciosas
y oro falso, ocupo un lugar discreto pero destacado gracias a la fama de mi
creador.
Tan extrañados como yo misma, ciudadanos de medio mundo
se sorprenden ante mi blanca tez y los bucles castaños que cubren mi cuerpo. Mostrar
mi desnudez debe ser demasiado obsceno para esta sociedad hipócrita. Nada ha
cambiado menos en tanto tiempo.
Solo unos pocos aprecian la calidad de mi factura y
admiran el trazo de la mano experta que me imaginó. Solo ellos se preguntan
¿Pero qué hace aquí esta María Magdalena de Da Vinci?
Como esta señora que ha llegado hasta mí alertada, a
grito limpio, por un pre adolescente rubio: ¡mamá, mira!
Lee la nota que me describe en el cartel informativo. Se
sorprende. Me observa detenidamente. Mira a su alrededor. Y la oigo musitar:
- Si no fuera por ese grueso cristal que la protege y la
alarma, me la llevaría a casa. Allí luciría mucho más hermosa que en este frío
panteón y ella se sentiría mejor ubicada.
No es la primera vez que oigo esas palabras, pero nadie
se ha atrevido hasta ahora. Así que aquí sigo, enmarcada y colgada sobre la
gélida pared de la Capilla de los Condestables en la Catedral de Burgos. ¡Qué
aburrimiento!
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