Recuerdo que hacía
mucho calor aquella tarde.
El sol doraba las
cabezas de las bulliciosas madres que hacían coros en el patio del colegio, y repartía
sus rayos democráticamente sobre los enchaquetados padres que, movidos por el
intenso bochorno, habían aflojado el nudo de sus corbatas, y sobre los que
soportaban estoicamente los rigores ya casi estivales enfundados en sus monos
de trabajo de colores apagados.
Era la tarde de la
función de fin de curso. Todos los niños, desde los pequeños a los más mayores,
participaban en distintas representaciones encima de un escenario colocado a la
izquierda del patio, mientras sus padres dormitaban o se codeaban orgullosos en
las sillas colocadas ordenadamente a modo de platea improvisada frente a la gran
tarima de madera.
Yo esperaba
impacientemente mi turno. Tenía ocho años recién cumplidos. Mi madre me había recogido
el largo cabello en dos trenzas simétricas e inquebrantables. Ni un mechón de
pelo escapaba a la tiranía de los litros de laca empleados a tal efecto.
Mientras mi madre hablaba con Estrella, la organizadora de la actuación de las
niñas de mi curso, yo revoloteaba a su alrededor girando como una peonza para
ver cómo se movían los delfines de mi vestido sobre los barquitos azules y las
olas coronadas de espuma.
“De qué color
es la piel de Dios, de qué color es la piel de Dios. Dije negra, amarilla, roja
y blanca es, todos son iguales a los ojos de Dios”, tarareaba para mis
adentros mientras daba vueltas y más vueltas. Había aprendido pronto la
canción que debía cantar en la función junto a mis compañeras, y tenía
ese soniquete pegadizo incrustado en mi cabeza, con lo que lo repetía una y otra
vez sin poder desprenderme de él.
Me gustaba mi
vestido. Mi madre lo reservaba para las ocasiones especiales, y aquella sin
duda, lo era. En uno de aquellos giros pude ver por el rabillo del ojo cómo mi
madre alzaba las manos hacia Estrella en lo que inmediatamente identifiqué como
un gesto de enfado típico de ella, ese gesto de rabia apenas contenida de
cuando no recogía mi cuarto o me portaba mal con mi hermana pequeña. Paré en
seco y las observé con detenimiento mal disimulado. No me gustaba Estrella, me
daba miedo.
Mi madre podía
alzar la voz y decía tacos, pero cuando Estrella me miraba, me helaba con la
escarcha de sus ojos glaucos. Una de sus hijas, Estrellita, era compañera mía
de clase, y quería ser monja, así que cuando yo la tenía delante, no podía
evitar imaginármela levitando a varios metros del suelo, mientras nos miraba
desde arriba con rostro beatífico y las manos entrelazadas.
Me acerqué un poco
a ellas temiendo que descubrieran mi repentina intromisión, pero ninguna de las
dos reparó en mi presencia, así que me aventuré un poco más con objeto de
escuchar lo que decían.
- No puede ser
Encarna - decía Estrella con su tono monocorde de voz-. Te dije claramente que la
niña debía vestir enteramente de blanco, y tú has hecho lo que te ha dado la
gana. Su vestido no es blanco, es estampado.
- Eso es absurdo,
Estrella - replicaba mi madre alzando la voz-. El vestido es blanco. ¿Qué más da
si tiene algunos delfines y unos cuantos barquitos azules?
- Que no, que no
va a cantar, Encarna. Que no va a ser ella la única que no vaya de blanco.
- Yo te digo que
sí. Que no le vas a quitar la ilusión a la niña.
Pero a Estrella
eso no parecía importarle mucho, pues seguía inflexible, negando con la rubia cabeza.
De repente ya no
me parecía tan bonito mi vestido, y se me desvaneció la ilusión como por ensalmo.
Me sentí distinta, y lo que es peor, excluida e infinitamente triste. Mi
tristeza era de una naturaleza nueva e indefinible, no la reconocía como
propia, pero sin embargo ahí estaba. Odiaba mi vestido, me avergonzaba de mí
misma, y también de mi madre por no haberme vestido de blanco, por haberme
expuesto a la escarcha de los fríos ojos de Estrella.
Pero yo quería
cantar con mis compañeras, quería salir al escenario con ellas y girar como una
peonza mientras cantaba. “De qué color es la piel de Dios, de qué color es
la piel de Dios. Dije negra, amarilla, roja y blanca es, todos son
iguales a los ojos de Dios”.
Así que me acerqué
y tiré de la falda de mi madre, al principio tímidamente, enérgicamente después.
Me miraron al unísono y pude ver disgusto en sus ojos. Se habían olvidado de
mí.
- Si a Dios no le
importa el color de mi piel, ¿por qué habría de importarle el color de mi vestido?-
balbuceé con lágrimas en los ojos.
No supieron qué contestar.
Mi madre me miró con una sonrisa triunfante. Y aquella tarde canté, al fin y al
cabo. Pero algo de aquella tristeza inclasificable permaneció dentro de mí y no
me abandonaría nunca.
Ahora, cuando hace
ya muchos años que Dios no pertenece a mi círculo de amigos, en el cual realmente
nunca estuvo ya que siempre lo percibí como algo impuesto, sé que aquel día me
sentí tan triste porque me di cuenta por vez primera de que existían personas como
Estrella, inmaculadamente vestidas de blanco, que cantaban una cosa y hacían
otra, que no soportaban los delfines, ni los barquitos azules, y que harían
todo lo posible porque yo no osara llevarlos en mi vestido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario