jueves, 20 de octubre de 2016

El fin de la inocencia, por Mar Rojo



Recuerdo que hacía mucho calor aquella tarde.

El sol doraba las cabezas de las bulliciosas madres que hacían coros en el patio del colegio, y repartía sus rayos democráticamente sobre los enchaquetados padres que, movidos por el intenso bochorno, habían aflojado el nudo de sus corbatas, y sobre los que soportaban estoicamente los rigores ya casi estivales enfundados en sus monos de trabajo de colores apagados.

Era la tarde de la función de fin de curso. Todos los niños, desde los pequeños a los más mayores, participaban en distintas representaciones encima de un escenario colocado a la izquierda del patio, mientras sus padres dormitaban o se codeaban orgullosos en las sillas colocadas ordenadamente a modo de platea improvisada frente a la gran tarima de madera.


Yo esperaba impacientemente mi turno. Tenía ocho años recién cumplidos. Mi madre me había recogido el largo cabello en dos trenzas simétricas e inquebrantables. Ni un mechón de pelo escapaba a la tiranía de los litros de laca empleados a tal efecto. Mientras mi madre hablaba con Estrella, la organizadora de la actuación de las niñas de mi curso, yo revoloteaba a su alrededor girando como una peonza para ver cómo se movían los delfines de mi vestido sobre los barquitos azules y las olas coronadas de espuma.

De qué color es la piel de Dios, de qué color es la piel de Dios. Dije negra, amarilla, roja y blanca es, todos son iguales a los ojos de Dios”, tarareaba para mis adentros mientras daba vueltas y más vueltas. Había aprendido pronto la canción que debía cantar en la función junto a mis compañeras, y tenía ese soniquete pegadizo incrustado en mi cabeza, con lo que lo repetía una y otra vez sin poder desprenderme de él.

Me gustaba mi vestido. Mi madre lo reservaba para las ocasiones especiales, y aquella sin duda, lo era. En uno de aquellos giros pude ver por el rabillo del ojo cómo mi madre alzaba las manos hacia Estrella en lo que inmediatamente identifiqué como un gesto de enfado típico de ella, ese gesto de rabia apenas contenida de cuando no recogía mi cuarto o me portaba mal con mi hermana pequeña. Paré en seco y las observé con detenimiento mal disimulado. No me gustaba Estrella, me daba miedo.

Mi madre podía alzar la voz y decía tacos, pero cuando Estrella me miraba, me helaba con la escarcha de sus ojos glaucos. Una de sus hijas, Estrellita, era compañera mía de clase, y quería ser monja, así que cuando yo la tenía delante, no podía evitar imaginármela levitando a varios metros del suelo, mientras nos miraba desde arriba con rostro beatífico y las manos entrelazadas.

Me acerqué un poco a ellas temiendo que descubrieran mi repentina intromisión, pero ninguna de las dos reparó en mi presencia, así que me aventuré un poco más con objeto de escuchar lo que decían.

- No puede ser Encarna - decía Estrella con su tono monocorde de voz-. Te dije claramente que la niña debía vestir enteramente de blanco, y tú has hecho lo que te ha dado la gana. Su vestido no es blanco, es estampado.
- Eso es absurdo, Estrella - replicaba mi madre alzando la voz-. El vestido es blanco. ¿Qué más da si tiene algunos delfines y unos cuantos barquitos azules?
- Que no, que no va a cantar, Encarna. Que no va a ser ella la única que no vaya de blanco.
- Yo te digo que sí. Que no le vas a quitar la ilusión a la niña.

Pero a Estrella eso no parecía importarle mucho, pues seguía inflexible, negando con la rubia cabeza.

De repente ya no me parecía tan bonito mi vestido, y se me desvaneció la ilusión como por ensalmo. Me sentí distinta, y lo que es peor, excluida e infinitamente triste. Mi tristeza era de una naturaleza nueva e indefinible, no la reconocía como propia, pero sin embargo ahí estaba. Odiaba mi vestido, me avergonzaba de mí misma, y también de mi madre por no haberme vestido de blanco, por haberme expuesto a la escarcha de los fríos ojos de Estrella.

Pero yo quería cantar con mis compañeras, quería salir al escenario con ellas y girar como una peonza mientras cantaba. “De qué color es la piel de Dios, de qué color es la piel de Dios. Dije negra, amarilla, roja y blanca es, todos son iguales a los ojos de Dios”.

Así que me acerqué y tiré de la falda de mi madre, al principio tímidamente, enérgicamente después. Me miraron al unísono y pude ver disgusto en sus ojos. Se habían olvidado de mí.

- Si a Dios no le importa el color de mi piel, ¿por qué habría de importarle el color de mi vestido?- balbuceé con lágrimas en los ojos.

No supieron qué contestar. Mi madre me miró con una sonrisa triunfante. Y aquella tarde canté, al fin y al cabo. Pero algo de aquella tristeza inclasificable permaneció dentro de mí y no me abandonaría nunca.

Ahora, cuando hace ya muchos años que Dios no pertenece a mi círculo de amigos, en el cual realmente nunca estuvo ya que siempre lo percibí como algo impuesto, sé que aquel día me sentí tan triste porque me di cuenta por vez primera de que existían personas como Estrella, inmaculadamente vestidas de blanco, que cantaban una cosa y hacían otra, que no soportaban los delfines, ni los barquitos azules, y que harían todo lo posible porque yo no osara llevarlos en mi vestido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario