miércoles, 19 de octubre de 2016

Un remanso de paz, por José Miguel Rubio




La pequeña historia que voy a relatar intentaré resumirla lo máximo que pueda, pues soy consciente que algunos autores, con menos argumento, les ha dado para escribir un libro. La he titulado Un Remanso de Paz, aunque hubiera cabido también "Una Experiencia Religiosa", juzguen ustedes mismos.

Ocurr el año pasado durante la primavera, época en que suelo realizar el Camino de Santiago, pero procurando hacer cada año uno diferente. En esta ocasión fue el de la Vía de la Plata, es decir: salida desde aquí mismo en Montequinto y llegada, con ocho kilos menos de peso corporal, a la Plaza del Obradoiro en Santiago de Compostela, con la única compañía de mi inseparable mochila y la ilusión de completar el recorrido de  más de mil kilómetros caminando durante treinta y cuatro días.

Sé que es difícil de entender por alguien ajeno a este "mundillo" del peregrinaje, pero no me explico lo que pasa que, todo aquél que ha realizado algunos tramos de este Camino, acaba repitiendo. Alguna vez me lo han preguntado: ¿Por qué lo haces? Y es difícil de contestar a eso. Un peregrino nunca lo pregunta, estás al y ya está. Incluso de regreso a casa, mismo no sabes la respuesta. Cada cual guardará para una experiencia única y casi íntima, incomunicable. Cuando vuelves, siempre te planteas q es lo realmente importante en tu vida y siempre te quedas con lo esencial. Ese es el mayor aprendizaje: Reencontrarte contigo mismo. Uno puede tener una vida repleta de experiencias, pero caminar sin prisas, "a ras del suelo", el despojamiento del confort, el desprenderse de las costumbres, las necesidades que se generan, las fatigas que conlleva y la posibilidad que da para encontrarte con los demás, es lo que hace definir a este Camino como algo espiritual y humano, no comparable a ningún otro.

Pues bien, aquel día de mi anécdota, llevaba en mis pies (cargados de silencios) veinticinco duras travesías desde que salí de Sevilla. La tarde anterior, realicé la sempiterna rutina de planificar con el mapa lo que debiera ser la etapa del día siguiente entre Orense y el Monasterio de Olveira. En total unos treinta y cinco kilómetros de un continuo sube-baja como corresponde a la orografía del terreno galaico. Como cualquier otro día, salí a caminar en los albores de la mañana y durante más de nueve horas ininterrumpidas llegué a mi destino cansado, empapado por la lluvia y hambriento.

Descubrí ante mí una magnífica construcción de finales del siglo XII desde la atalaya que me proporcionaba mi situación como espectador, ya que el Cenobio se encontraba ubicado en una hondonada del paisaje que se desplegaba con todo su esplendor rodeado de bosques de coníferas y eucaliptos. Pude apreciar la magnificencia del edificio de amplias proporciones, catalogado por muchos como El Escorial gallego, lo que me indujo a pensar, junto con el gran mero de ventanas que a la postre fueron celdas, que en el máximo apogeo de su historia, alber una respetable comunidad de monjes, delatando además que debió de ser un centro vital de espiritualidad.

Cuando traspasé las tapias del solitario recinto, los diferentes carteles indicadores me condujeron a una parte lateral y alejada del edificio principal, reservada como Albergue de Peregrinos y, causalidades del destino, estaba situado junto al Campo Santo ó Cementerio donde, generación tras generación, daban cristiana sepultura a los monjes de la Regla de San Benito (hora et labora) allí fallecidos.

Una vez alojado en el vetusto, abovedado y lúgubre habitáculo, la panorámica del exterior que se podía observar era un espeluznante mar de cruces y tumbas de los finados cuyas piedras estaban ennegrecidas por la humedad, cubiertas de musgo y erosionadas por el paso del tiempo.

Todo  me  pareció  bien  si  atendemos  a  una  norma  no  escrita  del código de los peregrinos, la cual dice: "No se debe reclamar nada, por todo lo que recibas debes estar agradecido". No me quejé en absoluto de la ducha espartana con agua helada de que disponía el albergue. De mis labios no salieron palabras de queja cuando, por no haber ni bar ni tienda en las inmediaciones, mi única comida ese día fue un duro medio bocadillo de tortilla transportado desde muy lejos en mi mochila y que logré zamparme en dos bocados. No mostré disgusto cuando vi el " ajuar " de ropa de cama que me encontré (almohada y dos mantas acartonadas), el cual, estoy por afirmar que, si les hubieran hecho la prueba del "Carbono 14" se demostraría que llegaron a arropar algún soldado de las tropas Napoleónicas.

A la hora de "Vísperas", o sea, las seis de la tarde, los doce monjes cartujos que habitan en otra ala alejada del monasterio, me invitaron a participar con ellos en su liturgia. Mi cuerpo, después del esfuerzo físico, me pedía descanso pero, por mi afán de conocimiento accedí, me resultaba atractivo curiosear y vivir con ellos una parte de su vida monástica, la cual, transcurre de una forma regular y equilibrada con los rezos, cánticos y alabanzas siete veces al día.

Cuando finalizaron las oraciones, me sentí contento a pesar de las duras condiciones que me había deparado la jornada, pero el límite a este estado casi de placidez se truncó cuando uno de los ancianos monjes cartujos me condujo por el dédalo de un sin fin de pasillos, claustros y escaleras de este gran conjunto arquitectónico hasta llegar a las inmediaciones de mi morada. Muy humildemente, embutido en su hábito blanco con la capucha negra sobre su cabeza, se me acer y bajo una lluvia fina conjugada con la luz plomiza propia del cresculo, me dio la llave del albergue y me dijo con un tono de voz suave, como el que sabe de la importancia de la frase y pretende no ofender: - Como habrá podido apreciar ya está de anochecida y es usted el único peregrino. Le ruego que mañana cuando se marche, cierre la puerta y deposite la llave en el buzón de la salida -.

Sentí un latigazo de desamparo que me recorrió todo el cuerpo por quedarme en la más absoluta soledad en aquel espacio lóbrego y desconocido para mí. El venerable religioso, ante la expresión de asombro de mi cara, sin inmutarse lo más nimo, pues parecía estar al tanto con total premonición de lo que iba a acontecer, añadió: “La paz sea contigo hermano. Giró en redondo sobre mismo y volvió, como si de un joven novicio se tratara, veloz sobre sus pasos a la retirada zona doméstica habitada del convento donde residía junto con el resto de su comunidad cristiana.

Me ar de valor, respiré hondo y pasé apresurado junto a las tétricas siluetas de las cruces del cementerio. Llegué ya de noche cerrada al que iba a ser mi desértico aposento, logré encender una antigua bombilla de filamentos en el interior de la nave saturada con más de cien catres alineados, todos vacíos, por supuesto, y que proyectaban una imagen casi carcelaria. Cer la puerta de cristal desde dentro a cal y canto y me dispuse a pasar la prometedora velada lo mejor que pudiera. Antes no me había fijado, pero descubrí en una mesita situada en un rincón al fondo ¡Oh, avances  de la tecnoloa! ¡Oh, regalo del cielo! :... Un microondas.

Me dirigí al electrodoméstico de la llamada "línea blanca" rogando a todos los dioses conocidos que funcionara y tuve suerte: ¡funcionó! Pude calentarme un cacillo con agua al cual adí dos bolsitas de " tila alpina " que algún anterior e incauto peregrino, actuando de Buen Samaritano con aires de vidente a lo que estaba sucediendo, había dejado junto a él. Esta reparadora infusión, junto con un puñado de frutos secos y una onza de chocolate que saqué de mi "kit de supervivencia" compuso todo el suculento manjar de mi apetitosa cena y fue lo único que conseguí echarme al coleto.

El resto de la noche huelga decir como la pasé: Metido en mi saco con la ropa de vestir puesta, tapado hasta el cogote con aquellas mantas "antediluvianas" que tenían vida propia, pues amanecí con alguna que otra picadura en ciertas zonas de mi anatomía y tiritando a causa del frío glacial que proporcionaban los gruesos muros de aquella estancia.

Sumergido en semejante oscuridad, me mantuve todo el tiempo con la tensión propia de un duermevela por la sospechosa sinfonía de ruidos extraños (animados e inanimados) que el conjunto del lugar tuvo a bien deleitarme toda la pernocta.

Al final, le tuve que agradecer a la exquisita y relajante " tila alpina" que hiciera efecto en mi torrente sanguíneo y, gracias a ella, pude aguantar el tipo hasta el amanecer en aquel " Remanso de Paz " y no salir, cual fugitivo, corriendo como alma que lleva el diablo en plena madrugada.

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