viernes, 21 de octubre de 2016

Realidades ficticias, por Esther Pujol




Siempre se repite el mismo sueño, es desconcertante y no sé lo que significa.

Un brillante foco de luz apunta hacia mi cara, me deslumbra y miro hacia otro lado. Cierro los ojos y me interno en la oscuridad. Despierto de nuevo; no sé cuánto tiempo ha pasado de un instante a otro. Estoy somnolienta y esa pantalla de luz sigue delante de mí. Es muy molesta. Aparto la mirada y en esta ocasión me da tiempo de ver gente a mí alrededor. Están a ambos lados de la camilla sobre la que estoy tumbada, llevan uniformes y mascarillas de quirófano. Mi conciencia se aleja una vez más.
Cuando despierto por tercera vez hay algo de tensión en el ambiente…

“¡Se nos va! – dice uno de ellos. Es el que está más próximo a mí, junto a los monitores -. ¡Más oxigeno! – solicita otro -. Esto no pinta bien, Vamos a necesitar cirugía. -, - Pero podría ser peligroso. -, - Correremos el riesgo -.  Me aplican una mascarilla y a continuación me sumerjo en un profundo estado de letargo”.
El sonido de una alarma inunda mis oídos de notas agudas y me despierto sobresaltada en mi propio sueño. Mis ojos se abren a causa de la sorpresa y todo está muy oscuro. No veo nada, lo cual me preocupa más todavía. Sin embargo, mi visión se adapta a la penumbra y comienzo a distinguir algo. Sí, es el techo de una  habitación, no cabe duda.

Mi cuerpo yace boca arriba sobre una superficie incomoda y tengo frío. El ritmo de mi respiración es lento y profundo.

Acto seguido se oye la apertura de una cerradura; parece una puerta automática. Me obligo a tomar conciencia de la situación y observo a mí alrededor. Un rayo de luz artificial se cuela en la estancia y me permite distinguir los objetos con mayor nitidez. No sé dónde estoy, pero tiene pinta de ser una celda. Una fría y metálica celda. ¿Cómo demonios he llegado hasta aquí?

De repente escucho un murmullo de gente al otro lado. Salgo del lecho, despojándome de la escasa ropa que me cubre, y camino hacia ella. ¿He dicho ya, que hace frío? Además huele a desinfectante.
Me he precipitado, el movimiento ha sido demasiado brusco y pierdo el equilibrio. Busco la pared para servirme de apoyo y al plantar las manos en el acero dejo la huella de mis dedos.

Una fuerte punzada me atraviesa el abdomen y hace que me retuerza.  En un acto instintivo, intento calmar ese dolor aplicando calor en la zona con la palma de mi mano. Es entonces cuando noto algún tipo de tejido que me comprime. Levanto la camisa gris que llevo puesta y miro en el metal que me sirve de espejo. Estoy envuelta, hasta la cintura, en una especie de tira de gasa. Son metros de venda que comienzo a deshacer y hay algo de sangre en ella. Mis dedos se enredan nerviosos en cada lazada, ansiosos por descubrir, ¡una raja que recorre la longitud de mi bajo vientre!

Retrocedo y cubro mis labios para ahogar un grito, lo que me hace pensar que tengo sed. Mis labios están agrietados y mi lengua apelmazada.

Una vez más, me aproximo para observar de cerca los puntos que hilvanan la herida. Todavía están frescos. Un momento… ¿Quién es la chica del reflejo? Tiene un aspecto demacrado. Jamás he tenido el pelo tan largo, ni los ojos de un azul tan claro. Esa no soy yo.

Me alejo asustada y tomo la siguiente decisión: que es salir de allí ahora que tengo la oportunidad. Fuera hay un montón de gente que no reconozco, son mujeres y niños. Y  aunque el  ambiente es de confusión caminan ordenadamente. El edificio tiembla y nos agarramos los unos a los otros. Nos miramos sin saber lo que está pasando, me pregunto si ellos lo sabrán…  Veo personas que salen de otras cabinas y se incorporan a los pasillos, así  que decido seguirlos. De nuevo ese temblor, pero esta vez no ha parecido un movimiento de tierra. Sino un movimiento oscilante, una turbulencia.

Hay una chica junto a la escalera que llama mi atención. Es la única que muestra un estado de ansiedad. Es una mujer delgada, más alta que yo y lleva el pelo rubio amarrado en una pequeña coleta. Algunos flequillos se escapan del recogido. Viste con la misma ropa que usamos todos. Camisa y pantalón gris oscuro. Debe ser un uniforme.
Otea por encima de las cabezas en busca de alguien y descubro alivio en su rostro cuando me divisa. Sale en mi búsqueda, abriéndose paso entre la masa de cuerpos. 
“¡Mery! – exclama tomando agarre por mis hombros. Mery… – repite una vez más, casi sin aliento –, ¡el niño!”.

Despierto del aturdimiento y le agarro por las manos. Al hacerlo descubro una pulsera de plástico que rodea mi muñeca: 107542W, es lo único que pone. Algo suena en mi cabeza, tanto o más fuerte que la alarma de emergencia. Algo que me pone en marcha y me hace correr despavorida en el sentido contrario al que lo hacen todos. Y  me interno en los pasillos de la cosmonave, porque ya sé dónde estoy.

Mi nombre es Mery Black y voy a bordo del New Hope, rumbo al nuevo mundo. La Tierra ha sido devastada por las fuerzas de la naturaleza y viajamos a través del espacio en busca de una esperanza de vida, a una galaxia cercana a la nuestra. Los estudios científicos confirman que existe un planeta apto para la supervivencia en condiciones similares. Estamos a punto de entrar en la atmósfera y todos van a sus puestos. Hemos ensayado el simulacro cientos de veces.

La puerta de la cámara a la que me dirijo está cerrada. No conozco el maldito código y solo el personal autorizado puede acceder a ella. Pero no me importa, ya contaba con eso. He cogido un extintor, unos pasillos atrás, que me servirá para arremeter contra la puerta. Tras varios golpes, ésta se abomba.

Una voz de alarma comienza a alertar de mi intrusión. Dentro, hay varias estructuras que soportan el peso de unas peceras con forma de vientre. En su interior se observa un líquido transparente, de aspecto luminoso, en el cual flotan fetos en diferentes estados de gestación. Esos recipientes reúnen todos los elementos necesarios para garantizar su total desarrollo.

Busco la numeración que coincide con la que está grabada en mi pulsera. Uno de ellos es mi bebé. Lo encuentro, poso mis manos sobre el cristal templado y el pequeño abre los ojos. Es una imagen que quedará grabada en mi retina por el resto de mis días.

A continuación alguien me agarra por la cintura y me levanta del suelo. Me resisto. Tiene la intención de expulsarme y mientras lo hace me ordena ocupar mi puesto. Pero algo inesperado sucede. El protocolo de emergencia se ha activado;  la sala de peceras se desprende de la  estructura principal y comienza un viaje en solitario.

Con soberana impotencia observamos cómo se aleja nuestro futuro.

2 comentarios:

  1. Hola Esther, que interesante. Me he quedado con ganas de más.... atenta a tus publicaciones. Enhorabuena ��

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  2. Muchas gracias Elisabet. Te agradezco tus infinitas palabras de ánimo.

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