martes, 31 de enero de 2017

Un pez llamado Max, por Mar Rojo




Aquel pez no tenía nombre. Ni él, ni el resto de peces que convivían en su mismo mar. Al resto no parecía incomodarles lo más mínimo, pero a nuestro pequeño protagonista le hacía sentirse diferente. A partir de ahora, como hubiera sido de su gusto, lo llamaremos Max, el nombre con el soñaba todas las noches, cuando se acurrucaba junto a aquella anémona esquiva protegiéndose de los ataques del tiburón blanco, dueño y señor de aquel pedazo de océano olvidado. Pues bien, Max llevaba poco tiempo en su limitado mundo marino cuando descubrió que era diferente.  

La primera vez que habló, se encontraba junto a su fiel amigo el pez mandarín, sin duda alguna el ejemplar más hermoso de pez jamás visto, con sus deslumbrantes colores y su mirada altiva. Éste lo observó con extrañeza, para alejarse al punto pavoneándose, y Max comprendió con tristeza que no le entendía. Lo intentó de nuevo con la indómita pez leona, venenosa y letal, pero ella también le dio la espalda sin responder ni una sola palabra. Después vinieron el camarón mantis, el pez payaso, el ídolo moro, el hipocampo, las estrellas de mar, los corales y las algas fluorescentes. Nada. Siempre obtuvo la más honda indiferencia por respuesta. Con el tiburón blanco no se atrevió. Éste no sólo lo hubiera ignorado como los demás, sino que se lo hubiera zampado sin haberle dado tiempo a pronunciar la última palabra.

Así, nuestro pobre Max vivía sumido en la pesadumbre más absoluta, cada vez más encerrado en sí mismo y más triste. Hasta que una noche soñó con otros mundos, con otros seres; seres, que como él, tenían el don de la palabra. Esas extrañas criaturas no vivían en el mar, sino que si quería dar con ellos, debía subir a la superficie. Despertó soliviantado, excitado, y sobre todo, decidido a explorar aquel mundo misterioso. Ninguno de sus vecinos se había aventurado jamás a subir tan arriba, eso lo sabía bien. ¿Para qué? Allí tenían todo lo que necesitaban para sobrevivir.

El tiburón blanco, el más aguerrido de todos, era el que más metros se desplazaba en busca de alimento. Aprovechando su ausencia, comenzó a nadar hacia arriba, cada vez más arriba, más arriba, hasta que vio clarear el agua, iluminada por una fortísima luz, y sintió que le costaba respirar. Boqueando, sacó la plateada cabecita del agua tímidamente, agitándose por la falta de aire. Respiró profundamente. Podía hacerlo. Podía respirar fuera del agua. Miró a su alrededor. No muy lejos se dibujaba una playa de arenas doradas. Max jamás había visto nada igual. ¡Qué asombroso hallazgo!

Y había una de esas extrañas criaturas con las que había soñado, sentada frente al mar, contemplando como las olas lamían la orilla con delectación para después retirarse de nuevo, tan sólo para volver con más pasión, con más fuerza. Se acercó nadando con presteza. Cuando llegó a la orilla estaba exhausto. La criatura, extremadamente pálida y de cabellos dorados, lo miró con curiosidad. Era una niña de unos catorce años, menuda y de aspecto frágil. Le faltaba el brazo izquierdo.

-    ¿Cómo te llamas? -preguntó nuestro amigo con la esperanza de que esta vez su pregunta
obtuviera respuesta.
-    Diana -contestó la criatura sonriendo.- ¿Y tú, pequeñín?
-    ¡Max!, ¡Max!, me llamo Max.- respondió el pequeño pez, alborozado, dando vueltas y más vueltas alrededor de mismo.

La niña rio con ganas, con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, balanceándose, y a Max aquel sonido nuevo le parecía la culminación de todo lo que había venido a buscar. A partir de ese momento, Diana y Max se hicieron grandes amigos. Todos los días, a la misma hora, Max subía a la superficie para encontrarse con su amiga. Así, supo que ella también se había sentido muy triste porque los demás niños nunca querían jugar con ella, y la llamaban “la manquita”.

-    A ti no te importa, ¿verdad, Max? - le preguntaba ella con su voz cantarina.

 Y él la miraba agitando la plateada cabeza, acurrucado en el hueco de su manita, mientras ella le contaba historias de heroínas y de piratas, fábulas de animales mitológicos, de doncellas, de guerreros, de duendes y de hadas. A cambio, él le hablaba de su mundo, de su silencio, de su paz, de sus colores. A ella le gustaban especialmente las historias que le contaba sobre el tiburón blanco. Abría mucho la boca y los inmensos ojos castaños, como si estuviera hipnotizada.

Aquellas tardes juntos, desgranando historias como cuentas de un metal precioso, eran un regalo para ambos, lo mejor que les había pasado nunca. Hasta que un aciago día, Diana no acudió a la cita con Max. Él la esperó desesperado, nadando enloquecido de un lado a otro, con los ojitos diminutos puestos en el camino por el que siempre aparecía ella. Pero no aparecería, ni ese día, ni tampoco los días que le siguieron. Diana le había dicho a su madre que tenía un amiguito, que hablaba con un pez. Su madre, alarmada por esa confesión disparatada, le había prohibido bajar a la playa. Los dos lloraron amargamente por su separación y nunca se olvidaron. Años más tarde, cuando ella cumplió dieciocho años, acudió a la playa de sus encuentros y esperó, con escasas esperanzas, a que llegara la hora en que siempre aparecía Max. Para su sorpresa, la plateada cabeza asomó por encima del agua. Tal fue la alegría de ambos, que lloraron, y saltaron, y brincaron como nunca lo habían hecho antes.

-    Ven conmigo, Max. No volveremos a separarnos, mi querido amigo. Que el mundo me llame loca. No hay mayor locura que estar cuerda en un mundo que no se lo merece.- musitó Diana con la voz quebrada por la emoción.

Nuestro amigo, que volvía a tener un nombre, respondió que sin pensárselo dos veces. Amaba el fondo marino, pero después de haber escuchado la voz de Diana, sabía que jamás podría ser feliz en la vastedad de sus silencios.

lunes, 30 de enero de 2017

El soplo divino, por Mar Rojo




Cuando echo la vista atrás, pienso en aquel verano en Suiza como el momento en que por primera vez salté de la infancia a la vida real. Hoy quiero rescatar un día en particular de ese verano, el preciso instante en que me alcanzó el rayo divino y prendió en mi seno la idea, el momento exacto en que nació en la criatura que me acompañará hasta el día en que abandone este mundo.

Aquella mañana hacía un tiempo horrible. Me asomé a la ventana por cuarta vez desde que me levantara de la cama algo más tarde del alba. Las vistas desde la segunda planta de la Villa Diodati me resultaban embriagadoras en su belleza melancólica, pese a la persistente niebla. El cristal estaba empañado, y miles de relucientes gotitas brillaban como gemas preciosas, formando una miríada caleidoscópica que me hipnotizaba. Toqué la fría superficie con la yema de los dedos. Mantuve el leve roce durante unos segundos. Después las retiré y me las llevé a los labios. Aquel día tampoco podríamos salir. ¡Menudo fastidio! Y eso que estábamos en verano. Me apetecía mucho caminar hasta el lago Ginebra con Percy y hacer un picnic, escapar por un rato al menos de la tiránica compañía del resto. No es que me resultaran desagradables. George y John son unos fantásticos conversadores. Claire tiene una voz deliciosa y, a pesar de algunas pataletas sin importancia, siempre a cuenta de la indiferencia palpable de George, resultaba a veces una compañera fascinante aún con sus misteriosos silencios.

Me aparté de la ventana y me dejé caer con gesto aburrido en un enorme triclinio tapizado de brocado púrpura que había al fondo de la habitación. Estaba inquieta. No había dormido bien. Me torturaron sueños de muerte y resurrección. Me aparté con modestia un rizo que había escapado de mi informal recogido, y mis pensamientos vagaron hasta detenerse en la noche anterior. Recordé con los ojos entrecerrados la velada transcurrida alrededor de una majestuosa fogata que hicimos en el jardín aprovechando que las lluvias habían cesado a mediodía. George amaba el fuego. Podía mirarlo embelesado durante horas. Y era mejor no osar interrumpir sus reflexiones, porque su talante tendente a la melancolía y el ostracismo no toleraba con demasiada benevolencia la intromisión ajena. Sin embargo era hermoso mirarlo, porque su magnetismo era innegable, más poderoso aún que el de las llamas que danzaban caprichosas sobre su pálido rostro.

Percy y yo, con las mejillas arreboladas por el esfuerzo, habíamos traído desde el bosque cercano algunos troncos secos que encontramos con bastante dificultad y unas cuantas ramas quebradas. Mi vestido de amplio vuelo no parecía ser la vestimenta más adecuada para tal actividad, ya que tropezaba a cada paso con las raíces que sobresalían de la tierra mojada, y mi sombrerito de fieltro se enredaba en las ramas más bajas. No me importaba en absoluto. Me sentía libre y plena, y Percy sonreía advirtiendo mis fútiles esfuerzos por desembarazarme de aquellos obstáculos que el bosque se empeñaba en poner en mi camino. Cuando regresamos con el resto, todos reían y contaban historias. A me gustaba escuchar. Percy y los demás son indudablemente más inteligentes que yo y tienen más cosas que decir. Mi marido es un reformista liberal incorregible, y yo lo admiro mucho porque me recuerda a mi padre.  
 
 Claire es una conversadora ágil y valiente. Hablaba con los ojos brillantes y el pelo revuelto sobre su concepción de una comunidad idealizada en la cual las mujeres tendrían el poder. George leía terroríficas historias alemanas de fantasmas, muy de moda en aquel año ya lejano de 1816, y al escucharlo, yo sentía que un escalofrío de puro terror reptaba por mi espalda hasta asentarse en mi nuca, provocándome extraños sudores fríos.

Todos sin excepción encontrábamos fascinante hablar sobre los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin, del cual se decía que había animado materia muerta, y de la posibilidad de devolverle la vida a un cadáver o a distintas partes del cuerpo. A todo esto me resultaba fascinante, especialmente la idea de jugar a ser Dios. Soplar con hálito divino sobre la materia inerte e insuflarle vida. Suponía que así era como debía sentirse George Byron al escribir sus hermosos versos. ¡Ay, qué no daría yo por crear algo imperecedero, algo inmortal que merezca la gloria entre los hombres y las mujeres de este mundo por toda la eternidad!

Estaba cansada, muy cansada. Me dejé vencer por el sueño. Había empezado a llover de nuevo. Las gotas de lluvia repiqueteaban en los cristales de la ventana. Era como si me acunaran pese a la violencia de su reclamo. Entonces lo vi. Vi, con los ojos cerrados pero con una nitidez pasmosa, al pálido estudiante de artes prohibidas, de rodillas junto al ser que había construido a partir de retazos de otros. Vi el horrible fantasma de un hombre extendido y que luego éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Vi el rayo creador. Vi mi propia gloria. Vi nacer a mi criatura, Frankenstein.