Aquel pez no tenía nombre.
Ni él, ni el resto
de peces que convivían en su mismo mar. Al resto no
parecía incomodarles lo más mínimo,
pero a nuestro pequeño protagonista le hacía sentirse diferente. A partir de ahora, como hubiera sido de su gusto, lo llamaremos Max, el nombre
con el soñaba todas las noches,
cuando se acurrucaba junto a aquella
anémona esquiva protegiéndose de los ataques del tiburón blanco,
dueño y señor
de aquel pedazo
de océano olvidado. Pues bien, Max llevaba poco tiempo en su limitado
mundo marino cuando
descubrió que era diferente.
La primera vez que habló,
se encontraba junto
a su fiel amigo el pez mandarín, sin duda alguna
el ejemplar más hermoso
de pez jamás visto, con sus deslumbrantes colores y su mirada altiva.
Éste lo observó con extrañeza, para alejarse al punto pavoneándose, y Max comprendió con tristeza que no le entendía. Lo intentó de nuevo con la indómita
pez leona, venenosa
y letal, pero ella
también le dio la espalda
sin responder ni una sola palabra. Después
vinieron el camarón
mantis, el pez payaso, el ídolo moro,
el hipocampo, las estrellas de mar, los corales
y las algas fluorescentes. Nada. Siempre
obtuvo la más honda indiferencia por respuesta. Con el tiburón blanco no se atrevió.
Éste no sólo lo hubiera
ignorado como los demás, sino que se lo hubiera zampado sin haberle dado tiempo a pronunciar la última palabra.
Así, nuestro pobre Max vivía sumido en la pesadumbre más absoluta, cada vez más encerrado en sí mismo y más triste.
Hasta que una noche soñó con otros mundos, con otros seres;
seres, que como él, tenían el don de la palabra.
Esas extrañas criaturas no vivían en el mar, sino que si quería
dar con ellos, debía subir a la superficie. Despertó
soliviantado, excitado, y sobre todo, decidido a explorar aquel
mundo misterioso. Ninguno
de sus vecinos se había aventurado jamás
a subir tan arriba,
eso lo sabía bien. ¿Para qué? Allí tenían todo lo que necesitaban para sobrevivir.
El tiburón blanco,
el más aguerrido de todos,
era el que más metros
se desplazaba en busca de alimento. Aprovechando su ausencia, comenzó a nadar
hacia arriba, cada vez más arriba, más arriba, hasta que vio clarear el agua, iluminada
por una fortísima luz, y sintió que le costaba respirar. Boqueando, sacó la plateada
cabecita del agua tímidamente, agitándose por la falta de
aire. Respiró profundamente. Podía hacerlo.
Podía respirar fuera del agua. Miró a su alrededor. No muy lejos se dibujaba
una playa de arenas doradas.
Max jamás había visto nada igual. ¡Qué asombroso hallazgo!
Y había una de esas extrañas criaturas
con las que había soñado,
sentada frente al mar, contemplando como las olas lamían la orilla con delectación para después retirarse de nuevo, tan sólo para volver
con más pasión, con más fuerza. Se acercó nadando
con presteza. Cuando llegó a la orilla
estaba exhausto. La criatura, extremadamente pálida y de cabellos
dorados, lo miró con curiosidad. Era una niña de unos catorce años, menuda y de aspecto
frágil. Le faltaba
el brazo izquierdo.
-
¿Cómo te llamas? -preguntó
nuestro amigo con la esperanza de que esta vez su pregunta
obtuviera respuesta.
-
Diana -contestó la criatura sonriendo.- ¿Y
tú, pequeñín?
-
¡Max!, ¡Max!, me llamo Max.- respondió
el pequeño pez, alborozado, dando vueltas y más
vueltas alrededor de sí mismo.
La niña rio con ganas,
con la boca abierta y la cabeza
echada hacia atrás,
balanceándose, y a Max aquel sonido
nuevo le parecía
la culminación de todo lo que había venido a buscar. A partir de ese momento,
Diana y Max se hicieron
grandes amigos. Todos los días, a la misma hora, Max subía a la superficie para encontrarse con su amiga.
Así, supo que ella también
se había sentido muy triste porque
los demás niños
nunca querían jugar
con ella, y la llamaban
“la manquita”.
-
A ti no te importa, ¿verdad,
Max? - le preguntaba ella con su voz cantarina.
Y él la miraba agitando la plateada cabeza,
acurrucado en el hueco de su manita,
mientras ella le contaba
historias de heroínas y de piratas, fábulas
de animales mitológicos, de doncellas, de guerreros, de duendes y de hadas.
A cambio, él le hablaba
de su mundo, de su silencio, de su paz, de sus colores. A ella le gustaban especialmente las historias que le contaba
sobre el tiburón
blanco. Abría mucho la boca y los inmensos ojos castaños, como si estuviera
hipnotizada.
Aquellas tardes juntos,
desgranando historias como cuentas de un metal precioso, eran un regalo para ambos, lo mejor que les había pasado
nunca. Hasta que un aciago
día, Diana no acudió a la
cita con Max. Él la esperó desesperado, nadando enloquecido de un lado a otro, con los ojitos
diminutos puestos en el camino
por el que siempre aparecía
ella. Pero no aparecería, ni ese día, ni tampoco
los días que le siguieron. Diana le había
dicho a su madre que tenía un amiguito, que hablaba con un pez. Su madre,
alarmada por esa confesión disparatada, le había prohibido bajar a la playa.
Los dos lloraron
amargamente por su separación y nunca se olvidaron. Años más
tarde, cuando ella cumplió dieciocho
años, acudió a la playa
de sus encuentros y esperó,
con escasas esperanzas, a que llegara
la hora en que siempre
aparecía Max. Para su sorpresa,
la plateada cabeza asomó por encima
del agua. Tal fue la alegría
de ambos, que lloraron, y saltaron, y brincaron como nunca lo habían hecho
antes.
-
Ven conmigo, Max. No volveremos a separarnos, mi querido amigo.
Que el mundo me llame loca. No hay mayor
locura que estar
cuerda en un mundo que no se lo merece.-
musitó Diana con la voz quebrada
por la emoción.
Nuestro amigo, que volvía a tener un nombre, respondió que sí sin pensárselo dos veces. Amaba el
fondo marino, pero después de haber escuchado la voz de Diana, sabía que jamás
podría ser feliz en la vastedad
de sus silencios.