Adelita me las regaló
como recuerdo de mi primera experiencia sexual. Nunca podré olvidar sus
enseñanzas ni el sabor a vainilla de su piel ni el dulce acento afrancesado de
sus arrullos. Desde entonces, las bragas de mis amantes me seducen. Me gustan
de todo tipo, aunque prefiero que sean pequeñas y ligeras, a ser posible de
encaje o transparentes y negras, siempre
negras. Pero sobre todo, que las hayan usado cuando hemos follado.
Este gusto mío causa distintas reacciones en las mujeres,
pero ninguna me niega el capricho. Eso sí, a la mayoría no las vuelvo a ver. Sin
embargo, a mis treinta años tengo claro que no voy a renunciar a mi afición. Es
lo que me da la vida. Además, no soy el único que tiene ciertas manías
sexuales.
Conocí a Salomé a través de una amiga común un sábado por
la noche. A la escasa luz del bar de copas apenas vislumbré sus facciones si
bien aprecié que se trataba de una mujer tan alta como yo, de constitución
fuerte, mujerona. En lo único que me fijé de ella fue sus abultados pechos,
comprimidos en un sostén del que rebosaban desbocados. Entre ellos, una cruz
dorada acompasada con la respiración de la muchacha lucía totalmente fuera de
lugar para mí.
Una semana después, sorprendentemente, me llamó, para
pedirme el favor de acompañarla a un entierro. El plan no parecía muy
divertido, la verdad, pero no tenía otro compromiso esa tarde de domingo y el
tono compungido de su voz al teléfono, me hicieron aceptar la proposición. Nos
encontramos en la puerta de la iglesia. Ella llevaba el pelo recogido en una
coleta dejando despejado su rostro, en el que resaltaban unos ojos grandes
perfilados con una raya ancha de kol negro y unos labios carnosos pintados de
rojo intenso. Un abrigo largo, también negro, le daba un aspecto solemne. Sólo
los zapatos rojos rechinaban en la indumentaria. "Luego iremos a bailar
por ahí ¿no?" me espetó. "Como quieras" respondí azorado al
saberme descubierto en mis pensamientos de reprobación.
El desarrollo de la misa fue el habitual, ambiente muy
contenido, sollozos y un silencio sepulcral solo interrumpido por las oraciones
que Salomé musitaba en perfecta armonía con el resto de asistentes. Cuando
llegó el momento de darnos la paz, me asestó dos besos fraternales y me abrazó
efusivamente, como muy afligida. Así abrazados estuvimos unos segundos, los
suficientes para que ella mordiera el lóbulo inferior de mi oreja y rematara la
faena con un lametón húmedo que me dejó en sock. Un escalofrío de calor cruzó
mi espina dorsal mientras miraba a ambos lados por si alguien se daba cuenta de
mi estado. Se agarró de mi mano y no la soltó durante el tiempo que duró
aquello. Podía sentir cómo la apretaba de forma intermitente, como el bombeo de
la sangre en el corazón.
Salimos de la iglesia a paso acelerado, acompasados,
como si huyéramos de algo, acalorados. No sabía a dónde íbamos pero ella sí. En
unos minutos estábamos en la entrada del cementerio. Allí recorrimos varias
calles, en tanto que me miraba segura de su poder de atracción. Al llegar a la
calle número siete, sobre una pared desconchada, se abalanzó y frotó
impulsivamente sus caderas con las mías. Pocos movimientos fueron necesarios
para poner mi verga firme, mirando hacia su ombligo. Sus manos que parecían
haberse multiplicado, me cachearon los muslos primero, el vientre y el pecho
después. Sujetó con fuerza mi cabeza y fueron más los mordiscos que los besos
que me propinó.
Consternado por el ímpetu salvaje de la fiera, me dejé hacer,
pero mi voluntad cedió a los pocos minutos. Controlando a duras penas los temblores de mis caderas
que empujaban hacia ella, le solté el pelo y le comí el cuello con la lengua y
los labios ardiendo. Un quejido de placer se escapó de su garganta y entonces
su cuerpo cayó en la languidez del éxtasis. Una mano suya
se aferró a mi entrepierna al tiempo que sus muslos se abrían. No tuve que
ayudarla con la cremallera. Aparté el abrigo y me topé con el sudor de sus
carnes. Además de la cruz, ni una sola prenda vestía por arriba. Los pechos redondeados y los pezones tiesos, atravesaron
mi camisa. Palpé su figura presionando
cada centímetro, deleitándome en mi propio placer. Para entonces las pulsiones
de nuestras caderas pedían a gritos una compensación. Me despojé de la ropa y
escondido en el abrigo negro me agaché para contemplar las bragas, mi tesoro.
Eran de algodón y rojas, con dibujos de estrellitas negras y ribeteadas con un
sutil bordado negro. Las acaricié con los dedos abiertos, con cuidado y noté
que estaban empapadas. Acerqué la nariz, olían a mar océano. Inhalé una
bocanada honda, se las quité y follamos enloquecidos, hasta quedar desparramados
en suelo del campo santo. Cuando nos vestimos le pedí las bragas y Salomé
me las entregó con una mirada pícara "claro que sí, la próxima vez me
pongo otras más sexis". "Negras, por favor" contesté divertido.
Desde entonces nos hemos visto en cuatro o cinco
ocasiones, siempre con algún fúnebre motivo y con el mismo resultado final en
algunas de las calles del cementerio. Yo me dejo llevar. Aunque aún no me lo ha confesado, estoy seguro de que le excitan los entierros.
Pero a mí no me importa, cada uno tiene sus manías. Mientras siga dándome mi
trofeo cada vez que nos vemos...yo voy con ella a todos los que quiera.
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