miércoles, 25 de enero de 2017

La contracción del tiempo, por Carlos Abril




Todo había empezado aquel día en que el nuevo mandatario de los Estados Unidos juró su cargo. Sobre el estrado el presidente del tribunal supremo vestía una toga que le daba un aire de pastor presbiteriano. Tomaba juramento a un hombre ya viejo de ojos pequeños y mirada oblicua bajo unas cejas encrespadas y rubias como espigas silvestres. Lo más llamativo sin embargo era su pelo tornasolado que resbalaba sobre el cráneo como una masa inconsistente de algodón de azúcar.

Junto al flamante nuevo presidente, que mantenía su mano derecha en alto mientras juraba posando la izquierda sobre un bloque de biblias apiladas, aparecían las mujeres de la familia portando abrigos elegantísimos e intemporales. Los rostros eran altivos y laboriosamente maquillados para acentuar su inexpresividad. Un adolescente con cara de absoluto desinterés y corbata ondeando al viento completaba la escena.

Elías entrevió que algo había cambiado para siempre y amagó la idea, que pronto desechó por absurda, de que si él no hubiese presenciado la susodicha escena— que la televisión emitía para todo el planeta— quizá sus efectos hubieran pasado inadvertidos en la naturaleza de su mundo interior. Pero el caso es que lo había visto todo con la mayor nitidez; vía satélite y en pantalla panorámica.

Urgido por la imaginación concluyó que la escena de la toma de posesión del nuevo presidente —con el mudo estruendo de su vaciedad cósmica— inauguraba un tiempo nuevo. Mejor dicho: la ausencia de tiempo que a partir de ahora retrocedería sobre sí como una pelota pateada al cielo que, perdido el efecto de la fuerza que la impulsa, alcanza su máximo ascenso y comienza a caer sin remedio.

Al día siguiente tras arrancar con estrépito la alarma del despertador Elías saltó de la cama sin darse unos minutos para dormitar aún como era su costumbre. Se duchó y afeitó como si por su parte no hubiese inconveniente en conceder una oportunidad al discurrir cotidiano y trivial de los acontecimientos. Al salir a la calle paró a comprar el diario. Sus titulares lo sacaron de su inútil disimulo: “EL TIEMPO SE RETRAE TRAS LA CEREMONIA DE TOMA DE POSESIÓN”. Había ocurrido tal y como él lo intuyó y la prensa así lo recogía.

Ya en la oficina mientras cambiaba impresiones con sus compañeros en la sala del café algunos quitaban importancia al fenómeno; que el tiempo se empezara a contraer tampoco tenía que ser algo necesariamente malo. Y después de debatir un poco más el novedoso asunto volvieron mansamente a la clásica charla sobre la liga de fútbol.

Elías parangonó lo ocurrido en la toma de posesión con el asesinato de los archiduques de Austria, que algunos reputaron en los días que le siguieron como hecho menor y qué luego desbarró en la mayor carnicería de la historia. Solo que lo de ahora venía a superar cualquier circunstancia histórica anterior. Precisamente porque lo ocurrido era la aún inaprensible aparición de la anti historia más flagrante. Que la línea temporal se detuviera para recogerse sobre sí provocaba multitud de posibilidades. Algunos expertos intentaban dilucidar en las páginas interiores del periódico si lo haría ordenadamente, como una cinta métrica que se repliega cerrándose sobre su propio contorno uniforme en forma de rueda o si, por el contrario, más anárquica e imprevisible se recogería de cualquier manera, como un ovillo de lana, para acabar tomando la forma de una esfera irregular.

Aurelia, su compañera en la oficina contable y amor incipiente, lo abordó en el pasillo y lo condujo al abrigo de una mampara divisoria. Le dijo mientras encendía un cigarrillo: ¿Qué haremos si se confirma lo que dicen los diarios?
—Más bien que no haremos—dijo él—Por el momento no veo motivo para no hacer como si todo siguiera igual, no sería la primera vez que se equivocan los analistas.
Aurelia, la boca entreabierta, los labios crispados lo tomó de la nuca:
—! Al diablo los analistas ¡-exclamó agitando nerviosa el cigarrillo- ¿Acaso no escuchaste después el fragor de truenos? El firmamento allá arriba se veía como una carpa agujereada.
Intimidado reconoció él —Sí Aurelia—, y el viento chirriando como un ferrocarril a punto de descarrilar. Pero fíjate... ¿No ha vuelto hoy a amanecer?
—La mejoría del moribundo—declaró ella dejando escapar una larga bocanada de humo.

Elías ensayó una cómica irreverencia como estrategia del ánimo:

—Yo te querré ya siempre Aurelita, nuestro amor será intemporal.

Ella que ahora vaciaba la mirada contra el panel de la mampara susurró...—Perra suerte habernos conocido tan tarde— y luego afilando de nuevo la expresión, antes de marcharse, amagó una amenaza apuntando la brasa del cigarrillo aún encendido contra el rostro de Elías: —como vuelvas a llamarme Aurelita te rompo la crisma— Él reflexionó —con una mueca de sonrisa frustrada— sobre los contornos imprecisos del amor que empieza.

A la mañana del día que siguió la nada desencadenó una reacción adversa como si fuese una ola sísmica del tiempo. La consiguiente marejada desplazó los hechos de la historia como si fuesen los restos de un naufragio universal. Elías despertó en el arrebato de una multitud que lo arrastraba por calles ennegrecidas de un olor intenso mezcla de no se sabe qué inmundicias. Un gentío mal vestido y peor alimentado pero con una fuerza incontenible lo empujaba al asalto del hotel de la villa de París. Después los gritos de júbilo salvaje ante la estampa de los cabecillas de la comuna al fin apresados. Robespierre atado de pies y manos con la cara ensangrentada y un ojo colgando camino de la guillotina.

Apenas recuperado de la impresión otra oleada y la inocua compañía de pastores nómadas sobre una colina al noroeste de Atenas, avistando en la quietud —por primera y última vez—la ciudad en la que está apenas naciendo el esplendor de la cultura occidental.

Elías viajó luego por muchos otros episodios de la historia, que apenas recordaría, hasta que despertó de nuevo en su cama. El radio despertador se puso en marcha y en los titulares del noticiario matinal se anunció el restablecimiento de la línea temporal. Las autoridades habían conseguido remediar la situación y pedían disculpas por las molestias.

Cuando él llegó a la oficina sus compañeros apenas tenían ya interés en el asunto de la retracción del tiempo. Aurelia incluso— al oír su narración como testigo de estampas históricas— le dijo claramente que exageraba y que ya hablarían más tarde.

Era un tema el del fenómeno de la alteración del tiempo que de pura saturación había acabado por aburrir a todos. Al final el tema de conversación en la oficina derivó como siempre hacia el asunto de la liga de fútbol y sus renovadas expectativas ahora que —sin mayores contratiempos— podía nuevamente volver a reanudarse.

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