Todo había
empezado aquel día en que el nuevo mandatario de los Estados Unidos juró su
cargo. Sobre el estrado el presidente del tribunal supremo vestía una toga que
le daba un aire de pastor presbiteriano. Tomaba juramento a un hombre ya viejo
de ojos pequeños y mirada oblicua bajo unas cejas encrespadas y rubias como
espigas silvestres. Lo más llamativo sin embargo era su pelo tornasolado que
resbalaba sobre el cráneo como una masa inconsistente de algodón de azúcar.
Junto al flamante
nuevo presidente, que mantenía su mano derecha en alto mientras juraba posando la
izquierda sobre un bloque de biblias apiladas, aparecían las mujeres de la
familia portando abrigos elegantísimos e intemporales. Los rostros eran altivos
y laboriosamente maquillados para acentuar su inexpresividad. Un adolescente
con cara de absoluto desinterés y corbata ondeando al viento completaba la
escena.
Elías entrevió que
algo había cambiado para siempre y amagó la idea, que pronto desechó por absurda,
de que si él no hubiese presenciado la susodicha escena— que la televisión
emitía para todo el planeta— quizá sus efectos hubieran pasado inadvertidos en
la naturaleza de su mundo interior. Pero el caso es que lo había visto todo con
la mayor nitidez; vía satélite y en pantalla panorámica.
Urgido por la
imaginación concluyó que la escena de la toma de posesión del nuevo presidente
—con el mudo estruendo de su vaciedad cósmica— inauguraba un tiempo nuevo. Mejor
dicho: la ausencia de tiempo que a partir de ahora retrocedería sobre sí como
una pelota pateada al cielo que, perdido el efecto de la fuerza que la impulsa,
alcanza su máximo ascenso y comienza a caer sin remedio.
Al día siguiente
tras arrancar con estrépito la alarma del despertador Elías saltó de la cama
sin darse unos minutos para dormitar aún como era su costumbre. Se duchó y
afeitó como si por su parte no hubiese inconveniente en conceder una oportunidad
al discurrir cotidiano y trivial de los acontecimientos. Al salir a la calle
paró a comprar el diario. Sus titulares lo sacaron de su inútil disimulo: “EL
TIEMPO SE RETRAE TRAS LA CEREMONIA DE TOMA DE POSESIÓN”. Había ocurrido tal y como
él lo intuyó y la prensa así lo recogía.
Ya en la oficina
mientras cambiaba impresiones con sus compañeros en la sala del café algunos
quitaban importancia al fenómeno; que el tiempo se empezara a contraer tampoco
tenía que ser algo necesariamente malo. Y después de debatir un poco más el
novedoso asunto volvieron mansamente a la clásica charla sobre la liga de
fútbol.
Elías parangonó lo
ocurrido en la toma de posesión con el asesinato de los archiduques de Austria,
que algunos reputaron en los días que le siguieron como hecho menor y qué luego
desbarró en la mayor carnicería de la historia. Solo que lo de ahora venía a superar
cualquier circunstancia histórica anterior. Precisamente porque lo ocurrido era
la aún inaprensible aparición de la anti historia más flagrante. Que la línea
temporal se detuviera para recogerse sobre sí provocaba multitud de posibilidades.
Algunos expertos intentaban dilucidar en las páginas interiores del periódico
si lo haría ordenadamente, como una cinta métrica que se repliega cerrándose
sobre su propio contorno uniforme en forma de rueda o si, por el contrario, más
anárquica e imprevisible se recogería de cualquier manera, como un ovillo de
lana, para acabar tomando la forma de una esfera irregular.
Aurelia, su
compañera en la oficina contable y amor incipiente, lo abordó en el pasillo y
lo condujo al abrigo de una mampara divisoria. Le dijo mientras encendía un
cigarrillo: ¿Qué haremos si se confirma lo que dicen los diarios?
—Más bien que no
haremos—dijo él—Por el momento no veo motivo para no hacer como si todo
siguiera igual, no sería la primera vez que se equivocan los analistas.
Aurelia, la boca
entreabierta, los labios crispados lo tomó de la nuca:
—! Al diablo los analistas
¡-exclamó agitando nerviosa el cigarrillo- ¿Acaso no escuchaste después el fragor
de truenos? El firmamento allá arriba se veía como una carpa agujereada.
Intimidado
reconoció él —Sí Aurelia—, y el viento chirriando como un ferrocarril a punto
de descarrilar. Pero fíjate... ¿No ha vuelto hoy a amanecer?
—La mejoría del
moribundo—declaró ella dejando escapar una larga bocanada de humo.
Elías ensayó una
cómica irreverencia como estrategia del ánimo:
—Yo te querré ya
siempre Aurelita, nuestro amor será intemporal.
Ella que ahora
vaciaba la mirada contra el panel de la mampara susurró...—Perra suerte
habernos conocido tan tarde— y luego afilando de nuevo la expresión, antes de
marcharse, amagó una amenaza apuntando la brasa del cigarrillo aún encendido
contra el rostro de Elías: —como vuelvas a llamarme Aurelita te rompo la crisma— Él reflexionó —con
una mueca de sonrisa frustrada— sobre los contornos imprecisos del amor que
empieza.
A la mañana del
día que siguió la nada desencadenó una reacción adversa como si fuese una ola
sísmica del tiempo. La consiguiente marejada desplazó los hechos de la historia
como si fuesen los restos de un naufragio universal. Elías despertó en el
arrebato de una multitud que lo arrastraba por calles ennegrecidas de un olor intenso
mezcla de no se sabe qué inmundicias. Un gentío mal vestido y peor alimentado
pero con una fuerza incontenible lo empujaba al asalto del hotel de la villa de
París. Después los gritos de júbilo salvaje ante la estampa de los cabecillas
de la comuna al fin apresados. Robespierre atado de pies y manos con la cara ensangrentada
y un ojo colgando camino de la guillotina.
Apenas recuperado
de la impresión otra oleada y la inocua compañía de pastores nómadas sobre una
colina al noroeste de Atenas, avistando en la quietud —por primera y última
vez—la ciudad en la que está apenas naciendo el esplendor de la cultura occidental.
Elías viajó luego
por muchos otros episodios de la historia, que apenas recordaría, hasta que despertó
de nuevo en su cama. El radio despertador se puso en marcha y en los titulares
del noticiario matinal se anunció el restablecimiento de la línea temporal. Las
autoridades habían conseguido remediar la situación y pedían disculpas por las
molestias.
Cuando él llegó a
la oficina sus compañeros apenas tenían ya interés en el asunto de la retracción
del tiempo. Aurelia incluso— al oír su narración como testigo de estampas
históricas— le dijo claramente que exageraba y que ya hablarían más tarde.
Era un tema el del
fenómeno de la alteración del tiempo que de pura saturación había acabado por
aburrir a todos. Al final el tema de conversación en la oficina derivó como
siempre hacia el asunto de la liga de fútbol y sus renovadas expectativas ahora
que —sin mayores contratiempos—
podía nuevamente volver a reanudarse.
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