Cuando echo la vista atrás,
pienso en aquel verano en Suiza como el momento
en que por primera vez salté
de la infancia a la vida real. Hoy quiero rescatar
un día en particular de ese
verano, el preciso instante en que me alcanzó el rayo divino
y prendió en mi seno la idea,
el momento exacto en que nació en mí la criatura
que me acompañará hasta el día en que abandone este mundo.
Aquella mañana hacía un tiempo
horrible. Me asomé a la ventana por cuarta vez desde
que me levantara de la cama algo más tarde del alba.
Las vistas desde
la segunda planta de
la Villa Diodati me resultaban embriagadoras en su belleza
melancólica, pese a la persistente niebla. El cristal estaba
empañado, y miles de relucientes gotitas brillaban como gemas preciosas, formando una miríada
caleidoscópica que me hipnotizaba. Toqué la fría superficie con la yema de
los dedos. Mantuve el leve roce durante
unos segundos. Después
las retiré y me las llevé a los
labios. Aquel día tampoco podríamos
salir. ¡Menudo fastidio! Y eso que estábamos en verano. Me apetecía mucho caminar hasta el lago Ginebra con Percy y hacer un picnic, escapar
por un rato al menos de la tiránica
compañía del resto.
No es que me resultaran desagradables. George y John
son unos fantásticos conversadores. Claire
tiene una voz deliciosa y, a pesar de algunas pataletas sin importancia, siempre a cuenta de la indiferencia palpable de George,
resultaba a veces una
compañera fascinante aún con sus misteriosos silencios.
Me aparté de la ventana
y me dejé caer con gesto aburrido
en un enorme triclinio tapizado
de brocado púrpura que había al fondo de la habitación. Estaba inquieta. No había dormido
bien. Me torturaron sueños de muerte
y resurrección. Me aparté con modestia un rizo que había escapado de mi informal recogido,
y mis pensamientos vagaron hasta detenerse en la noche anterior. Recordé con los ojos entrecerrados la velada transcurrida alrededor de una majestuosa fogata que hicimos en el jardín aprovechando que las lluvias
habían cesado a mediodía. George
amaba el fuego. Podía mirarlo embelesado durante horas. Y era mejor no osar interrumpir sus reflexiones, porque su talante
tendente a la melancolía y el ostracismo no toleraba con demasiada
benevolencia la intromisión ajena. Sin embargo
era hermoso mirarlo,
porque su magnetismo era innegable, más poderoso
aún que el de las llamas que danzaban caprichosas sobre su pálido rostro.
Percy y yo, con las mejillas arreboladas por el esfuerzo, habíamos traído desde el bosque cercano algunos troncos secos que encontramos con bastante dificultad y unas cuantas
ramas quebradas. Mi vestido
de amplio vuelo no parecía
ser la vestimenta más adecuada
para tal actividad, ya que tropezaba a cada paso con las raíces que sobresalían de la tierra
mojada, y mi sombrerito de fieltro se enredaba en las ramas
más bajas. No me importaba en absoluto. Me sentía libre y plena,
y Percy sonreía
advirtiendo mis fútiles
esfuerzos por desembarazarme de aquellos obstáculos que el bosque
se empeñaba en poner en mi camino.
Cuando regresamos con el
resto, todos reían y contaban
historias. A mí me gustaba
escuchar. Percy y los demás son indudablemente más inteligentes que yo y tienen más cosas que decir. Mi marido
es un reformista liberal incorregible, y yo lo admiro mucho porque me recuerda a mi padre.
Claire es una
conversadora ágil y valiente. Hablaba
con los ojos brillantes y el pelo revuelto sobre su concepción de una comunidad idealizada en la cual las mujeres
tendrían el poder. George
leía terroríficas historias alemanas
de fantasmas, muy de moda en aquel año ya lejano de 1816, y al escucharlo, yo sentía que un escalofrío de puro terror
reptaba por mi espalda hasta
asentarse en mi nuca, provocándome extraños sudores fríos.
Todos sin excepción encontrábamos fascinante hablar sobre los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin,
del cual se decía que había
animado materia muerta,
y de la posibilidad de devolverle la vida a un cadáver
o a distintas partes del cuerpo. A mí todo esto me resultaba fascinante, especialmente la idea de jugar a ser Dios. Soplar con hálito
divino sobre la materia inerte
e insuflarle vida. Suponía que así era como debía sentirse George Byron al escribir sus hermosos versos.
¡Ay, qué no daría yo por crear
algo imperecedero, algo inmortal
que merezca la gloria entre los hombres
y las mujeres de este mundo
por toda la eternidad!
Estaba cansada, muy cansada. Me dejé vencer
por el sueño. Había empezado
a llover de nuevo. Las gotas de lluvia repiqueteaban en los cristales de la ventana.
Era como si me acunaran
pese a la violencia
de su reclamo. Entonces lo vi. Vi, con los ojos cerrados pero con una nitidez pasmosa, al pálido estudiante de artes prohibidas, de rodillas junto al ser que había construido a partir de retazos de otros. Vi el horrible fantasma
de un hombre extendido y que luego éste cobraba
vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Vi el rayo creador. Vi mi propia gloria.
Vi nacer a mi criatura,
Frankenstein.
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