lunes, 30 de enero de 2017

El soplo divino, por Mar Rojo




Cuando echo la vista atrás, pienso en aquel verano en Suiza como el momento en que por primera vez salté de la infancia a la vida real. Hoy quiero rescatar un día en particular de ese verano, el preciso instante en que me alcanzó el rayo divino y prendió en mi seno la idea, el momento exacto en que nació en la criatura que me acompañará hasta el día en que abandone este mundo.

Aquella mañana hacía un tiempo horrible. Me asomé a la ventana por cuarta vez desde que me levantara de la cama algo más tarde del alba. Las vistas desde la segunda planta de la Villa Diodati me resultaban embriagadoras en su belleza melancólica, pese a la persistente niebla. El cristal estaba empañado, y miles de relucientes gotitas brillaban como gemas preciosas, formando una miríada caleidoscópica que me hipnotizaba. Toqué la fría superficie con la yema de los dedos. Mantuve el leve roce durante unos segundos. Después las retiré y me las llevé a los labios. Aquel día tampoco podríamos salir. ¡Menudo fastidio! Y eso que estábamos en verano. Me apetecía mucho caminar hasta el lago Ginebra con Percy y hacer un picnic, escapar por un rato al menos de la tiránica compañía del resto. No es que me resultaran desagradables. George y John son unos fantásticos conversadores. Claire tiene una voz deliciosa y, a pesar de algunas pataletas sin importancia, siempre a cuenta de la indiferencia palpable de George, resultaba a veces una compañera fascinante aún con sus misteriosos silencios.

Me aparté de la ventana y me dejé caer con gesto aburrido en un enorme triclinio tapizado de brocado púrpura que había al fondo de la habitación. Estaba inquieta. No había dormido bien. Me torturaron sueños de muerte y resurrección. Me aparté con modestia un rizo que había escapado de mi informal recogido, y mis pensamientos vagaron hasta detenerse en la noche anterior. Recordé con los ojos entrecerrados la velada transcurrida alrededor de una majestuosa fogata que hicimos en el jardín aprovechando que las lluvias habían cesado a mediodía. George amaba el fuego. Podía mirarlo embelesado durante horas. Y era mejor no osar interrumpir sus reflexiones, porque su talante tendente a la melancolía y el ostracismo no toleraba con demasiada benevolencia la intromisión ajena. Sin embargo era hermoso mirarlo, porque su magnetismo era innegable, más poderoso aún que el de las llamas que danzaban caprichosas sobre su pálido rostro.

Percy y yo, con las mejillas arreboladas por el esfuerzo, habíamos traído desde el bosque cercano algunos troncos secos que encontramos con bastante dificultad y unas cuantas ramas quebradas. Mi vestido de amplio vuelo no parecía ser la vestimenta más adecuada para tal actividad, ya que tropezaba a cada paso con las raíces que sobresalían de la tierra mojada, y mi sombrerito de fieltro se enredaba en las ramas más bajas. No me importaba en absoluto. Me sentía libre y plena, y Percy sonreía advirtiendo mis fútiles esfuerzos por desembarazarme de aquellos obstáculos que el bosque se empeñaba en poner en mi camino. Cuando regresamos con el resto, todos reían y contaban historias. A me gustaba escuchar. Percy y los demás son indudablemente más inteligentes que yo y tienen más cosas que decir. Mi marido es un reformista liberal incorregible, y yo lo admiro mucho porque me recuerda a mi padre.  
 
 Claire es una conversadora ágil y valiente. Hablaba con los ojos brillantes y el pelo revuelto sobre su concepción de una comunidad idealizada en la cual las mujeres tendrían el poder. George leía terroríficas historias alemanas de fantasmas, muy de moda en aquel año ya lejano de 1816, y al escucharlo, yo sentía que un escalofrío de puro terror reptaba por mi espalda hasta asentarse en mi nuca, provocándome extraños sudores fríos.

Todos sin excepción encontrábamos fascinante hablar sobre los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin, del cual se decía que había animado materia muerta, y de la posibilidad de devolverle la vida a un cadáver o a distintas partes del cuerpo. A todo esto me resultaba fascinante, especialmente la idea de jugar a ser Dios. Soplar con hálito divino sobre la materia inerte e insuflarle vida. Suponía que así era como debía sentirse George Byron al escribir sus hermosos versos. ¡Ay, qué no daría yo por crear algo imperecedero, algo inmortal que merezca la gloria entre los hombres y las mujeres de este mundo por toda la eternidad!

Estaba cansada, muy cansada. Me dejé vencer por el sueño. Había empezado a llover de nuevo. Las gotas de lluvia repiqueteaban en los cristales de la ventana. Era como si me acunaran pese a la violencia de su reclamo. Entonces lo vi. Vi, con los ojos cerrados pero con una nitidez pasmosa, al pálido estudiante de artes prohibidas, de rodillas junto al ser que había construido a partir de retazos de otros. Vi el horrible fantasma de un hombre extendido y que luego éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Vi el rayo creador. Vi mi propia gloria. Vi nacer a mi criatura, Frankenstein.

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